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Entre el fanatismo y la miseria moral

Escribo este artículo con amargura, pero sobre todo con gratitud. Amargura por la cerrazón y el fanatismo de los que ha hecho gala buena parte del mundo musulmán, y también por la cobardía moral de la una amplia franja de la intelectualidad europea.

Pero sobre todo, gratitud por la valentía de Benedicto XVI al plantear uno de los debates más necesarios para el futuro de la humanidad: el del verdadero horizonte de la razón del hombre, que es la exigencia de un significado total, la apertura al Infinito y la capacidad de entablar un diálogo con todos, basado en la búsqueda de la verdad.

Durante todo su viaje a Baviera, pero especialmente en el discurso pronunciado en la Universidad de Ratisbona, el Papa ha querido entrar en diálogo, desde la fe cristiana, con dos polos esenciales de este momento histórico: el Occidente secularizado que ha experimentado una drástica reducción del concepto de razón, excluyendo de su seno la pregunta religiosa, y el mundo musulmán que se debate entre la irracionalidad del integrismo y la formulación de un Islam que pueda hacer suyas la experiencia de la razón y de la libertad. Para ello, Benedicto XVI arranca de una convicción que en la que convergen el pensamiento griego y la revelación bíblica, y que está en el núcleo de la teología cristiana: la convicción de que entre Dios y la razón del hombre existe una analogía, una correspondencia. Por eso entre fe y racionalidad debe existir siempre un vínculo que corre el riesgo de quebrarse tanto en Occidente como en el mundo musulmán. Aquí porque la razón ha dejado de ser apertura a la realidad, para convertirse en una estrecha cuadrícula que lastra su propia exigencia interior, allí porque la religiosidad tiende a separarse de la razón y corre el riesgo de quedar atrapada en las redes de la violencia. Benedicto XVI lleva años hablando de ambas patologías, de la religión y de la razón, y su discurso es una aportación decisiva para superarlas.

Entonces, ¿por qué se ha levantado este huracán? Por supuesto, la manipulación de los sentimientos, las lecturas sesgadas, y hasta la estupidez más ramplona han jugado su papel, pero hay razones más profundas. Bien mirado, el discurso del Papa es como un bisturí que entra como en carne viva en la herida más profunda que en estos momentos exhibe el mundo islámico. El problema no es la afirmación polémica de un emperador bizantino sobre Mahoma, sino la gran cuestión de qué significa para el Islam la razón del hombre, y por ende, si la violencia debe ser rechazada o justificada en nombre de la fe. Este es, verdaderamente, uno de los debates más dramáticos en este momento de nuestra historia, y el Papa no ha querido rehuirlo sino ayudar a clarificarlo. La brutalidad de tantas reacciones de estos días da testimonio de la difícil tesitura en que se encuentra el mundo islámico, y de lo arduo que puede llegar a ser un diálogo que intente superar los tópicos de lo políticamente correcto. En todo caso hay que subrayar que el Papa no ha buscado en absoluto una confrontación dialéctica con el Islam, sino que desde una simpatía profunda por la religiosidad de los fieles sencillos musulmanes, y desde un conocimiento exhaustivo de la gran cultura medieval islámica, ha querido entablar un diálogo sincero en el corazón mismo de la experiencia religiosa, que no puede ser ajena a la exigencia de la razón común a todo hombre.

En todo caso el huracán que se ha levantado estos días contiene numerosas lecciones, y no es la menor la que se refiere a la miseria de Occidente. Muchos hijos de la Ilustración han preferido comprender y justificar la irracionalidad y el fanatismo de quienes propugnan la yihad, en lugar de defender al Papa que propugna recuperar la amplitud de la razón. Unos por cobardía y otros por un prejuicio invencible frente a todo lo que venga de la Iglesia Católica, lo cierto es que la cerrazón de una parte de la intelectualidad y de los medios de comunicación europeos da sobrados motivos para el pesimismo. En la conclusión de su discurso en Ratisbona, Benedicto XVI ha explicado el programa con el que la teología cristiana quiere implicarse en el debate de nuestro tiempo: comprometer toda la amplitud de la razón. Sus interlocutores de Oriente y Occidente no han estado a la altura de este desafío amigable, pero la semilla está sembrada.

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