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La fuerza del cristianismo
Los cristianos de mi generación pasaron gran parte de su vida peleándose con los que no creían en Dios: los comunistas. Pero ahora tienen que confrontarse con los que creen demasiado en Dios: los musulmanes. Y si éste es el menú, no queda más remedio que aceptarlo, porque los cristianos siempre somos rehenes del realismo evangélico.
Aquel que, por ejemplo, nos hace sabedores de que la lectura distorsionada de las palabras de Benedicto XVI en Ratisbona es sólo un pretexto, un detonante cualquiera que andaban buscando desesperadamente.
El Papa ha tropezado en lo que parece ser una generosa imprudencia. Durante un par de horas quiso volver a ser el profesor Joseph Ratzinger que se dirige a los colegas de la universidad donde ha enseñado. Una especie de pausa para él, que siente profundamente sobre sus espaldas el peso de la guía de los 1.000 millones de católicos a los que tiene que dirigirse con encíclicas, documentos magisteriales y homilías. Con certezas que confirmen en la fe, no con hipótesis y búsquedas académicas.
Dejando de lado, por un momento, la sotana blanca papal, creyó poder revestirse con la toga negra de los profesores. Con ese candor evangélico que lo hace amable y ajeno a cualquier engaño, lo que no tuvo en cuenta es que el media-system no le iba a permitir que volviese a ser profesor entre los profesores y que lo iba a seguir evaluando como Papa; que la mayoría de ese sistema no iba a entender una lección tan compleja; que iba a recurrir a síntesis brutales; que se iba a focalizar la atención no sobre la universalidad de la cultura, sino sobre la candente actualidad.
No siempre por mala voluntad, sino por una inevitable deriva, el periodismo confirma a menudo las afirmaciones de Joseph Fouché, el luciferino ministro de Policía de Napoleón: «Dadme lo escrito por cualquiera y os aseguro que, aislando una frase del contexto, soy capaz de enviarlo al patíbulo».
En efecto, si cualquiera que conozca los mecanismos de la información (desinformación) hubiese visto antes de que fuese pronunciado el texto de la lectio magistralis del profesor Ratzinger, le habría advertido que buscase otras citas distintas de la del séptimo coloquio del emperador Manuel II Paleólogo con un docto persa: «Muéstrame también aquello que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba».
Porque no cuenta que sea una cita de un autor antiguo, que el profesor Ratzinger precisa y clarifica. No cuenta tampoco que la cita sea dada con precauciones como «una forma sorprendentemente brusca» o «un lenguaje duro». Y ni siquiera cuenta que, con las distinciones que Ratzinger no deja de hacer, describa una verdad objetiva.
Cuenta el hecho de que la frase iba a ser sacada del contexto y, eliminadas las comillas, se le iba a atribuir no al remoto Paleólogo, sino a Benedicto XVI. La cosa era tan previsible que no ha faltado quien de inmediato pidió una fatwa de muerte para Benedicto XVI.
Y, de hecho, no se lanzó una, sino muchas, sin leer el resto del texto, antes de que fuese traducido al árabe y que se pudiese analizar más allá de las extrapolaciones abusivas de las agencias de prensa.
En definitiva, como decíamos al principio, la lección universitaria manipulada no fue más que un pretexto. Antes o después tenía que pasar algo así. Mientras el marxismo es un judeocristianismo secularizado, el islam es, objetivamente, un judeocristianismo simplificado.
La categoría amigo-enemigo -con una brutalidad, ciertamente, simplificativa- le resulta indispensable, al menos en la lectura que conduce al fanatismo que conocemos. Está presente también en los excesos musulmanes que constatamos y que seguirán poblando nuestro futuro como una consecuencia en cierto sentido positiva para el cristianismo.
Este se vio asediado por la fascinación persuasiva de aquella especie de evangelio de la libertad y de la justicia -aquí y ahora, no en un ilusorio Más Allá- propuesto por aquel nieto y bisnieto de rabinos que fue Karl Marx.
Fuerte es también, y ésta no se encuentra en crisis, la atracción ejercida por el budismo que, en esencia, no es más que un ateísmo, pero que está siendo acogido por una multitud creciente de occidentales -incluso en versiones imaginarias- como una religión alternativa al cristianismo.
Y ya verán como, antes o después, entre las exportaciones con las que China nos inunda, llegará su sabiduría, con medio milenio más de antigüedad que la evangélica, el confucionismo que también hará mella en muchos americanos y europeos.
Pues bien, eso es algo que no pasará ni podrá pasar con el islamismo. Porque el rostro que presenta está en abierta colisión con lo políticamente correcto que es -para bien y para mal- nuestro pensamiento hegemónico.
No olvidemos que existieron, y existen, culturas musulmanas muy diferentes. Pero la que hoy está llegando a la gente es la versión repelente: multitudes amenazadoras que agitan armas, sangre a raudales, guerra santa, insensibilidad social, burka y privación de los derechos de la mujer, poligamia, ejecuciones públicas, frustraciones, amenazas, secuestros, prohibiciones alimenticias, tribalismo, literalismo, indiferencia ante el medioambiente e, incluso, prohibición de poder tener a los impuros gatos o perros... En definitiva, lo opuesto a la sensibilidad general que se halla extendida en las sociedades democráticas actuales.
La confrontación -que el cristianismo intenta evitar por todos los medios, pero que es buscada por muchos musulmanes- de producirse, Dios no lo quiera, será larga y dura, pero, al menos esta vez, los quintacolumnistas entre nosotros serán pocos. Las conversiones de occidentales a Alá son marginales y se centran, en gran parte, en cuestiones matrimoniales o en las franjas de extrema derecha o de extrema izquierda.
Por el contrario, incluso fenómenos discutidos como el del ateísmo devoto, muestran que -colocado entre la disyuntiva de elegir entre Jesús o Mahoma- el occidental descubre que, a pesar de todo, «es mejor ser cristiano». Hablando siempre, se sobreentiende, de personas creyentes. Por eso, quizás, una vez más, la Providencia podría estar escribiendo derecho con renglones torcidos.
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