» Baúl de autor » Josep Miró i Ardèvol
La vida después de la muerte
La vida nos empuja a una actividad convulsa, llena de deseos y frustraciones, donde los sentidos y la mente están siempre atareados en prácticas cuanto más triviales mejor. Por eso el verano -si somos capaces- es una de las ocasiones propicias del año para marcar nuestro propio punto y a parte, y pensar. Reflexionar por cuenta propia ¿Pero sobre qué? Uno puede perderse en infinidad de detalles, en los numerosos árboles de toda condición que reúne el bosque de nuestra vida. Por eso lo esencial es centrar nuestra atención en los fundamentos. Y la muerte, qué duda cabe, es uno de los más decisivos. Es el dato inexorable de nuestra existencia ¿Entonces, por qué vivir como si no existiera? Cierto que para un joven la muerte es, por razones biológicas, un hecho lejano, incierto, aunque posible. Pero para un adulto tiende a ser cada vez más un elemento que forma parte de lo cotidiano.
Plantearse la muerte personal en serio significa necesariamente reflexionar sobre el instante siguiente ¿Y si a fin de cuentas fuera cierto? ¿Y si existiese vida después de la muerte? ¿Qué sucede si ésta sólo fuera una alteración de estado y no la supresión absoluta de lo que somos: cuerpo, memoria, sentimiento del presente, capacidad de pensar el futuro. Y si esto fuera así, ¿cuáles son las condiciones que determinan la calidad de esa otra vida sin fin? ¿Es independiente de nuestros actos en esta vida?. Seamos prácticos y razonables. Si nos interesamos por la jubilación y el plan de pensiones, ¿por qué no aplicamos el mismo criterio a preparar la Vida que durará siempre? !Oh, es que yo no creo en ella! De acuerdo, pero hay que estar muy seguro de esa afirmación. Y eso no es nada fácil. Para ser exactos, es imposible. Una duda razonable es lo máximo que se puede conseguir. Pero, ¿quién antes de emprender un largo viaje y ante la incertidumbre de que el indicador de gasolina del coche funciona correctamente, no llena, por si acaso, el depósito?. La mayoría de nosotros creemos, con más o menos detalle, que nuestra muerte no es el final, que existe otra vida consciente. Esa es la creencia de cristianos y musulmanes, así como de la mayoría de nuestros hermanos mayores, los judíos, para señalar algunas de las respuestas más importantes que la humanidad ha encontrado; sólo los materialistas filosóficos y, en un determinado sentido, el budismo lo niegan. Por esa razón, las encuestas señalan abrumadoramente que la mayoría creemos que existe vida después de la muerte.
Y de la opinión actual, al desarrollo histórico de la idea de que existe otra vida. La evolución del pensamiento de los judíos es paradigmática en este sentido. Su antigua relación con Dios, la Alianza, que se desarrolla en la historia, permite percibir la evolución del concepto de la muerte: desde las interpretaciones iniciales como un sueño gris sin memoria, donde las almas vagan por la eternidad; un hecho desgraciado en definitiva, que, por tanto, convierte en problema el juicio de Dios y la falta de recompensa en vida a los justos, hasta la alegría de la resurrección en el fin de los tiempos. Conocemos bien la diferencia en tiempos de Jesús entre los primeros, los saduceos, y quienes creían en la resurrección, los fariseos. Todo el Antiguo Testamento es un largo proceso de revelación de la esperanza en la vida eterna, que culmina en Jesucristo y su anuncio rotundo.
Porque este hecho, la muerte con puerta a otra vida significa la mejor noticia que nunca recibiremos: el fin no existe.
Si ahora nuestro momento es de plenitud y esperanza, sabemos que éste -si queremos, si somos coherentes- se prorrogará i desarrollará más allá del cambio de estado. Por el contrario, si nuestra vida está marcada por la angustia, si la muerte no es una cita a ciegas sino un dato conocido, ahora sabemos que la liberación, la paz interior estan ahí, al alcance de la mano. Basta con extenderla, sin perjuicios, para encontrar la de Dios.
Por eso no vale la pena perder los sentidos siguiendo a los mercaderes del mundo, ni tampoco pensar en términos falsamente científicos; la búsqueda de las verdades no se practica necesariamente sólo en la ciencia. La historia nos muestra que en muchos casos la concepción básica nace en otros campos, particularmente en el ámbito de la religión y la filosofía. Atribuir a la ciencia la exclusiva en este terreno es una limitación presuntuosa, más cientificista que científica. En muchas ocasiones la ciencia se ha limitado a validar a posteriori concepciones de naturaleza filosófica. Por ejemplo, la concepción del mundo que explica que los cuerpos materiales están compuestos de partículas elementales idénticas -el atomismo-, es un modelo surgido en la Grecia Clásica en el ámbito filosófico y religioso. Tuvieron que transcurrir muchos siglos para que esa idea adoptara una base científica. Lo que hoy aceptamos como cierto era rechazado como científicamente incierto en su momento de origen. Y es que la ciencia se mueve lastrada por el conocimiento histórico, que a su vez depende de condiciones materiales y concretas en las que se desarrolla, y esa es una limitación cuando se reflexiona sobre cuestiones que transcienden el tiempo. En el pensamiento filosófico esa limitación existe en menor medida, y todavía afecta menos el pensamiento religioso.
El cientifismo llega con la Ilustración, pero sobretodo se impone como un cliché en nuestra época, llámese postmodernidad, postradicional o como se quiera. Es ahora cuando la muerte desaparece de nuestra cotidianidad. Ese es un fenómeno nuevo. En otros períodos históricos, florecientes para el pensamiento y la sensibilidad humana, como en el Gótico tardío y la época renacentista, la reflexión sobre la muerte era habitual, porque era percibida como una necesidad para alcanzar el equilibrio personal en la vida. Ésta, sin la asunción del gran cambio, devenía un vivir incompleto. Las danzas de la muerte que subsisten todavía en diversos lugares de Europa, como la nuestra de Verges, responden a esta idea.
Berglar, en su biografía sobre Tomás Moro, que ya cité en otra ocasión, refiere la importància del Cohelet, el libro treinta y dos de la Biblia, para nuestro personaje, y su significado, como una de las grandes reflexiones sobre la muerte. Porque, en efecto, la vida era para nuestros antepasados un escenario donde se desarrollaba el drama de la historia personal y colectiva, cuyo último acto resultaba perfectamente conocido y dramatizado por la danza. Pero no era el fin y sí sólo un transitar. Un baile. Transición a Dios, al Gran Amor, al descanso, al conocimiento compartido del Todo.
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