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Un quijote llamado Karol

Ahora sólo deseo una cosa: llegar hasta el fin del camino que me he trazado. Esta frase del gran escrito griego Nikos Kazantzaki, recogida por su mujer en un libro de testimonios, resume bien todo el sentido del Quijote. Alonso Quijano sabe bien qué quiere ser: un caballero andante. En ello pone todo su empeño, todo (palabra tan quijotesca) su afán. No le importa que el mundo y lo demás -la realidad en general- reciba con trompicones su proyecto. Él sigue hasta el final y podrá decir con razón: yo sé quién soy.

La última etapa de Juan Pablo II, la visión dolorosa de su decadencia física me ha recordado este quijotesco sentir. El papa sabía quién era; mejor dicho, quién quería ser. Tenía claro en qué consistía su misión: en evangelizar, en llevar la Buena Nueva a los hombres. Y lo ha hecho hasta el final, sin importante las propias condiciones físicas ni la imagen escandalosa que daba de anciano achacoso y, al final, prácticamente moribundo. Es más: sin importarle que todo esto se retransmitiera en directo por los medios.

No le importó provocar el escándalo de los progresistas cuando se metía en Nicaragua en plena revolución sandinista, a proclamar que aquél no era el camino que conducía a la justicia. No le importó provocar el escándalo de los conservadores cuando regañó públicamente a Pinochet o cuando ha contradicho a Bush. No le importó apoyar abiertamente a Solidaridad, primer cauce de libertad abierto en el bloque comunista, que poco a poco iría creciendo hasta convertirse en la riada imparable que derribó el muro de Berlín. No le importó ponerse enfrente de toda la progresía mediática e intelectual, tan poderosa, al defender la clásica doctrina católica en materia de moral o al poner freno a los planteamientos más radicales de la teología de la liberación. Y lo que más sorprende de todo: no le ha importado pasear su decadencia física a los cuatro vientos de un mundo mediatizado, donde cualquier imagen da la vuelta al mundo en un instante. Y todo ello, en un momento en el que el gran tabú de Occidente no es, como se cree, el sexo, sino la enfermedad y la muerte.

Se ha dicho que Juan Pablo II ha sido un papa mediático, que dominaba bien los medios. Se ha recordado su experiencia juvenil como actor de teatro. Esto es verdad, pero no es menos verdad todo lo contrario. Ha sido un hombre que ha vivido más sujeto a las realidades que a las imágenes. De alguna manera, ha vivido de espaldas a las imágenes en un mundo que rinde culto a la imagen como un dios pagano. Como a Don Quijote, no le ha traído sin cuidado chocar con la realidad. Él iba a lo suyo. Por eso, al final, su vida traza un arco perfecto cuya dirección es diáfana como el agua. La vida de Juan Pablo II, ahora culminada en su etapa terrena, da la sensación de algo redondo, de una obra de arte rematada con perfección y claridad.

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