» Historia de la Iglesia » Padres de la Iglesia » Patrología (I): Hasta el Concilio de Nicea » I: Literatura antenicena anterior a Ireneo » 1. Los Orígenes de las Formulas Litúrgicas y de la Legislación Canónica
I. El Símbolo de los Apóstoles
El Símbolo de los Apóstoles (Symbolum Apostolicum) es un breve resumen de las principales doctrinas del cristianismo; se le puede llamar, pues, un compendio de la teología de la Iglesia. Su forma actual, que consta de doce artículos, no es anterior al siglo VI. A partir de esta época estuvo en uso en las Galias, en España, Irlanda y Alemania, en los cursos de instrucción para catecúmenos. Sin embargo, el nombre mismo de Symbolum Apostolicum es más antiguo. Hacia fines del siglo IV, Rufino compuso un comentario "sobre el Símbolo de los Apóstoles," en el cual explica su origen. Según él, una tradición afirmaba que los Apóstoles, después de haber recibido el Espíritu Santo y antes de separarse para ir a sus respectivas misiones en diferentes países y naciones, redactaron de común acuerdo un breve sumario de la doctrina cristiana como base de sus enseñanzas y como regla de fe para los creyentes (ML 21,337). Ambrosio parece hacer suya la opinión de Rufino, porque en su Explanación del Símbolo advierte deliberadamente que el número doce de los artículos está en correspondencia con los doce Apóstoles: Ecce secundum duodecim Apostólos et duodecim sententiae comprehensae sunt. La afirmación de que cada uno de los Apóstoles compuso uno de los artículos del Símbolo la encontramos por vez primera en el siglo VI. Un sermón del Pseudo-Agustín, de este siglo, explica así su origen: "Pedro dijo: Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra... Andrés dijo: Y en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor..." (ML 39,2189-2190), aportando cada Apóstol uno de los doce artículos. Esta explicación del siglo VI sobre el origen del Símbolo de los Apóstoles prevaleció durante toda la Edad Media. Fue, pues, grande la sorpresa cuando Marco Eugenio, arzobispo griego de Efeso, declaró en el Concilio de Ferrara (1438) que las Iglesias orientales no sabían nada ni de la forma del Credo usada en la Iglesia occidental ni de su origen apostólico. Unos años más tarde, el humanista italiano Lorenzo Valla negó enfáticamente la paternidad apostólica del Symbolum Apostolicum.
Investigaciones recientes sobre este punto prueban suficientemente que su contenido esencial data de la era apostólica. La forma actual, sin embargo, se desarrolló gradualmente. Su larga historia está íntimamente ligada al desarrollo constante de la liturgia bautismal y de la preparación de los catecúmenos. Nada contribuyó tanto a la composición del Credo como la necesidad de una fórmula de este tipo para la profesión de la fe de los candidatos al sacramento de iniciación. Desde el tiempo de los Apóstoles fue costumbre de la Iglesia exigir antes del bautismo una profesión explícita de fe sobre las doctrinas esenciales de Jesucristo. Los candidatos debían aprender de memoria una fórmula determinada y tenían que recitarla en voz alta delante de la asamblea. De esta costumbre proviene el rito solemne de la traditio y redditio symboli. La confesión de la fe era parte integral de la liturgia, y si uno no se percata plenamente de este hecho, no puede comprender su historia.
1. La fórmula cristológica
La forma más primitiva del Credo se conserva en los Hechos de los Apóstoles, 8,37. Felipe bautizó al eunuco de Etiopía después que éste hizo profesión de su fe de esta forma: ?Yo creo que Jesucristo es el Hijo de Dios.? Este pasaje prueba que el Credo empezó por una simple confesión de fe en Jesucristo como Hijo de Dios. No había necesidad de exigir más a los candidatos al bautismo. Era suficiente que reconocieran a Jesús como Mesías, tratándose sobre todo de los conversos del judaísmo. Con el correr del tiempo fueron añadiéndosele nuevos artículos. Poco después la palabra ?Salvador? (fue incluida en la fórmula, y así surgió el acróstico ΙΧΘΥΣ símbolo favorito del mundo helenístico, pues ΙΧΘΥΣ ?pez? consta de las iniciales de las cinco palabras griegas que significan ?Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador.? Tertuliano y la inscripción de Abercio son testigos de la popularidad de esta fórmula en la segunda mitad del siglo II. Sin embargo, en la literatura cristiana antigua se encuentran mucho antes expresiones de fe en Cristo de una mayor precisión y alcance. Ya San Pablo, en su epístola a los Romanos (1,3), presenta el Evangelio de Dios como el mensaje de ?su Hijo, nacido de la descendencia de David según la carne, constituido Hijo de Dios, poderoso según el Espíritu de Santidad a partir de la resurrección de entre los muertos, Jesucristo nuestro Señor.? Fórmulas semejantes se encuentran en 1 Cor. 15,3 y en 1 Petr. 3.18-22. Es posible que estas fórmulas fueran de uso litúrgico. Esto se fundamenta sobre todo, del pasaje de San Pablo en Phil. 2,5-11. Hacia el año 100, Ignacio de Antioquía (Trall. 9) declara su fe en Jesucristo con palabras que recuerdan muy de cerca el segundo artículo del Credo: ?Jesucristo, del linaje de David e hijo de María, que nació, comió y bebió verdaderamente, fue verdaderamente perseguido bajo Poncio Pilatos, fue verdaderamente crucificado y murió a la vista de los moradores del cielo, de la tierra y del infierno; que, además, resucitó verdaderamente de entre los muertos, resucitándole su propio Padre. Y a semejanza suya también a los que creemos en El nos resucitará del mismo modo su Padre, en Jesucristo, fuera del cual no tenemos la verdadera vida.?
2. La fórmula trinitaria
Además de la fórmula cristológica, existió desde los tiempos apostólicos, para el rito bautismal, una confesión de fe trinitaria, que terminó prevaleciendo sobre la otra. Fue sugerida por el precepto del Señor de bautizar a todas las naciones "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo." Hacia el año 150, el mártir Justino dice (Apol. I 61) que los candidatos del bautismo "reciben el lavado del agua en el nombre de Dios Padre y Señor del universo, y en el de nuestro Salvador Jesucristo y en el del Espíritu Santo." La Epístola Apostolorum, compuesta hacia la misma época, aumenta el número de secciones de esta profesión de fe de tres a cinco. Su credo no sólo contiene la fe "en el Padre, moderador del mundo entero, y en Jesucristo, nuestro Salvador, y en el Espíritu Santo Paráclito," sino que añade "y en la santa Iglesia y en la remisión de los pecados."
3. La fórmula combinada.
Aunque en la Epistula Apostolorum la fórmula básica de tres miembros se aumentó con la adición de dos nuevos artículos, no fue éste el único método de desarrollo, sino que hubo también el de ampliar cada artículo del Símbolo por separado. Esta última forma está representada por el tipo que podemos llamar fórmula combinada, porque combina las fórmulas cristológica y trinitaria. La inserción de la confesión de Cristo, que originariamente era independiente (todavía conserva su independencia en la praefatio de la liturgia eucarística), vino a destruir la simetría del símbolo trinitario primitivo. El resultado fue una fórmula de ocho o nueve cláusulas con una extensa regla de fe cristológica, parecida a la que se usaba en Roma hacia el 200. Así vemos que el rito romano del bautismo descrito en la Tradición apostólica de Hipólito contiene este Credo:
Credo in Deum patrem omnipotentem
Et in Christum Iesum, filium Dei.
Qui natus de Spiritu Sancto ex María Virgine
Et crucifixus sub Pontio Pilato et mortuus est et sepultus,
Et resurrexit die tertia vivus a mortuis,
Et ascendit in caelis,
Et sedit ad dexteram patris,
Venturus iudicare vivos et mortuos
Et in Spiritum Sanctum et sanctam ecclesiam,
Et carnis resurrectionem.
Tertuliano conocía ya este Símbolo romano primitivo a fines del siglo II, y hay razones más que suficientes para creer que fue compuesto mucho antes del tiempo en que oímos hablar de él por vez primera. Profundas y extensas investigaciones han demostrado que esta fórmula romana del símbolo tiene que ser considerada como la madre de todos los Credos occidentales, así como también de nuestro Símbolo Apostólico. Durante el siglo III fue pasando de una Iglesia a otra hasta que llegó a prevalecer en todas partes. Pero no se puede probar - como lo pretendió Kattenbusch - que este Credo romano sea también el arquetipo de las formas orientales. Parece más probable que se trate de dos ramas independientes de un tronco común que tenía sus raíces en Oriente.
De todos modos, un proceso de desarrollo parecido al que hemos seguido en Occidente puede apreciarse también en Oriente. A una sencilla confesión trinitaria se le fueron añadiendo afirmaciones cristológicas. Pero, mientras en Occidente se dio más importancia al nacimiento de Jesús de la Virgen María, Oriente introdujo nuevas frases relativas a su nacimiento eterno, antes de la creación del mundo. A estas adiciones se las ha calificado de "antiheréticas." Pero sólo en casos aislados raros podemos tener la certeza de qué estas añadiduras fueron debidas a la lucha contra los herejes. Muchas de ellas fueron introducidas porque dentro de la Iglesia se sintió la necesidad de dar cada vez más cabida en el Credo a los principales dogmas del cristianismo en forma abreviada para la instrucción de los catecúmenos. Así como la liturgia bautismal evolucionó de un sencillo rito a un rito solemne, así también el Credo bautismal se convirtió de una simple confesión trinitaria en un breve compendio de la doctrina cristiana. Y así como hubo varias liturgias, hubo también varios Credos. El más conocido en Oriente es el de Jerusalén, conservado en las Instrucciones catequéticas de Cirilo, y el de Cesárea tal como nos lo da el historiador Eusebio. Todavía se discute entre los eruditos si el Símbolo de Nicea es una forma alterada del tipo usado en Cesárea o del usado en Jerusalén.
Es, pues, evidente que el texto actual del Símbolo de los Apóstoles no aparece antes de principiar el siglo VI. Se halla por vez primera en Cesáreo de Arlés. El Credo romano del siglo V difiere aún considerablemente del nuestro, por cuanto no incluye las palabras creatorem caeli et terrae - conceptus - passus, mortuus, descendit ad inferos - catholicam - sanctorum communionem - vitam aeternam. No obstante, todos los elementos doctrinales encerrados en el Símbolo Apostólico figuran ya hacia fines del siglo I en las numerosas y variadas fórmulas de fe que se encuentran en la primitiva literatura cristiana.
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