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Presentación
Ya en 1950 el Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer prometía al lector, en el prólogo de la 7´ edición castellana de Camino, un nuevo encuentro en otro libro —Surco que pienso entregarte dentro de pocos meses (1). Este deseo del Fundador del Opus Dei se hace realidad ahora, cuando se cumple el undécimo aniversario de su tránsito al Cielo. Realmente, Surco podía haber visto la luz hace muchos años. En varias ocasiones Mons. Escrivá de Balaguer estuvo apunto de enviarlo a la imprenta, pero sucedió lo que solía decir con palabras de un viejo refrán castellano: no se puede repicar y andar en la procesión. Su intenso trabajo fundacional, la labor de gobierno al frente del Opus Dei, su amplísima labor pastoral con tantas almas y otras mil tareas al servicio de la Iglesia, le impidieron dar un último repaso sosegado al manuscrito. Sin embargo, Surco estaba terminado —a falta de ordenar numéricamente las papeletas y de la postrera revisión estilística, no llevada acabo—desde hacía tiempo, incluso con los títulos de los diversos capítulos que lo integran.
Al igual que Camino —libro que ha alcanzado ya una tirada superior a los tres millones de ejemplares, y que ha sido traducido a más de treinta lenguas—, Surco es fruto de la vida interior y de la experiencia de almas de Mons. Escrivá de Balaguer. Está escrito con la intención de fomentar y facilitarla oración personal. Su género y su estilo no es, pues, el de los tratados teológicos sistemáticos, aunque su rica y profunda espiritualidad encierra una subida teología.
Surco quiere alcanzar la persona entera del cristiano —cuerpo y alma, naturaleza y gracia—, y no sólo la inteligencia. Por esto, no es su fuente la sola reflexión, sino la misma vida cristiana: refleja las oleadas de movimiento y de quietud, de energía espiritual y de paz, que la acción del Espíritu Santo fue imprimiendo en el alma del Siervo de Dios y en las de quienes le rodeaban. Spiritus, ubi vult, spirat, el Espíritu sopla donde quiere (2), y trae consigo una hondura y armonía de vida inigualables, que no se pueden —ni se deben—aherrojar en los estrechos límites de un esquema hecho a lo humano.
Ahí está el porqué de la metodología de este libro. Mons. Escrivá de Balaguer nunca quiso en ningún campo —y menos aún en las cosas de Dios—hacer primero el traje para después meter, por la fuerza, a la criatura. Prefería, por su respeto a la libertad de Dios y a la de los hombres, ser un observador atento, capaz de reconocer los dones de Dios, para aprender y, sólo después, enseñar. Tantas veces le he oído decir, cuando llegaba a un nuevo país o se reunía con un nuevo grupo de personas, yo aquí he venido a aprender, y aprendía: aprendía de Dios y de las almas, y su aprendizaje se convertía, para los que le rodeábamos, en una continua enseñanza.
Entresacadas de su amplia experiencia de almas, las consideraciones del Fundador del Opus Dei hacen desfilar en este libro un conjunto de cualidades que deben relucir en la vida de los cristianos: generosidad, audacia, alegría, sinceridad, naturalidad, lealtad, amistad, pureza, responsabilidad... La simple lectura de los títulos del sumario permite descubrir el amplio panorama de perfección humana —virtudes de hombre(Prólogo)—que Mons. Escrivá de Balaguer descubre en Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre (3).
Jesús es el Modelo acabado del ideal humano del cristiano, pues Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre (4). Valgan como resumen de todas estas virtudes las palabras con que el autor de Surco da gracias a Nuestro Señor por haber querido hacerse perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos... (n. 813).
Lo que en estas páginas aparece es la vida misma del cristiano, en la que —al paso de Cristo—lo divino y lo humano se entrelazan sin confusión, pero sin solución de continuidad. No olvides que mis consideraciones, por muy humanas que te parezcan, como las he escrito —y aun vivido—para ti y para mí cara a Dios, por fuerza han de ser sacerdotales (Prólogo). Son virtudes humanas de un cristiano, y precisamente por eso se muestran en toda su sazón, dibujando el perfil del hombre y de la mujer maduros, con la madurez propia de un hijo de Dios, que sabe a su Padre cercano: Vamos a no engañarnos... —Dios no es una sombra, un ser lejano, que nos crea y luego nos abandona; no es un amo que se va y ya no vuelve (...). Dios está aquí, con nosotros, presente, vivo: nos ve, nos oye, nos dirige, y contempla nuestras acciones, nuestras intenciones más escondidas (n. 658).
Monseñor Escrivá de Balaguer presenta así las virtudes ala luz del destino divino del hombre. El capítulo Más allá sitúa al lector en esta perspectiva, sacándole de una lógica exclusivamente terrena para anclarle en la lógica eterna (cfr. n. 879). De este modo, las virtudes humanas del cristiano se colocan muy por encima de las virtudes meramente naturales: son virtudes de los hijos de Dios. La conciencia de su filiación divina ha de informar el entero vivir del hombre cristiano, que encuentra en Dios la razón y la fuerza de su empeño por mejorar, también humanamente: Antes eras pesimista, indeciso y apático. Ahora te has transformado totalmente: te sientes audaz, optimista, seguro de ti mismo..., porque al fin te has decidido a buscar tu apoyo sólo en Dios (n. 426).
Otro ejemplo de cómo las virtudes humanas del cristiano echan raíces divinas es el del sufrimiento. Ante las penas de esta vida, la reciedumbre cristiana no se confunde con un aguantar estoicamente la adversidad, sino que —con la mirada puesta en la Cruz de Cristo—se convierte en fuente de vida sobrenatural, porque ésta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien (n. 887). Mons. Escrivá de Balaguer sabe ver la acción de Dios detrás del dolor, tanto en esta vida —déjate tallar, con agradecimiento, porque Dios te ha tomado en sus manos como un diamante (n. 235)—, como después de la muerte: El purgatorio es una misericordia de Dios, para limpiar los defectos de los que desean identificarse con El (n. 889).
Las virtudes humanas no aparecen nunca a modo de un añadido a la existencia cristiana: forman, con las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo, el entramado de la vida diaria de los hijos de Dios. La gracia penetra desde lo más íntimo la naturaleza, para sanarla y divinizarla. Si, como consecuencia del pecado original, lo humano no llega a su plenitud sin la gracia, no es menos cierto que ésta no aparece yuxtapuesta y como obrando al margen de la naturaleza; al contrario, le hace alumbrar sus mejores perfecciones, para poder divinizarla. Mons. Escrivá de Balaguer no concibe que se pueda vivir a lo divino sin ser muy humanos, siendo este paso la primera victoria de la gracia. Por eso, concede tanta importancia a las virtudes humanas, cuya ausencia determina el fracaso de la misma vida cristiana: muchos son los cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre, y fracasan en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales —a pesar de todo el armatoste externo de piedad—, porque no hacen nada por adquirir las virtudes humanas (n. 652).Este sentido entrañablemente humano de la vida cristiana ha estado siempre presente en la predicación y en los escritos del Fundador del Opus Dei. No le gustaban los espiritualismos desencarnados, porque —así solía repetir—el Señor nos ha hecho hombres, no ángeles, y como seres humanos hemos de conducirnos.
La doctrina de Mons. Escrivá de Balaguer aún a los aspectos humanos y divinos de la perfección cristiana, como no puede dejar de suceder cuando se conoce con hondura y se ama y vive apasionadamente la doctrina católica sobre el Verbo encarnado. En Surco quedan firmemente trazadas las consecuencias prácticas y vitales de esa gozosa verdad. Su autor va delineando el perfil del cristiano que vive y trabaja en medio del mundo, comprometido en los afanes nobles que mueven a los demás hombres y, al mismo tiempo, totalmente proyectado hacia Dios. El retrato que resulta es sumamente atractivo. El hombre cristiano es sereno y equilibrado de carácter (n. 417), y por eso sabe dar las notas de la vida corriente, las que habitualmente escuchan los demás(n. 440). Está dotado de inflexible voluntad, fe profunda y piedad ardiente (n. 417), y pone al servicio de los demás hombres las cualidades de que está adornado (cfr. n. 422). Su mentalidad, universal, tiene las siguientes características: amplitud de horizontes, y una profundización enérgica, en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica; afán recto y sano —nunca frivolidad—de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia; una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos; y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida (n. 428).
En abierto contraste con este retrato, Mons. Escrivá de Balaguer dibuja también las características del hombre frívolo, privado de verdaderas virtudes, que es como una caña movida por el viento (5) del capricho o de la comodidad. Su excusa típica es ésta: no me gusta comprometerme en nada (n. 539); y su existencia transcurre en el más desolador de los vacíos. Frivolidad que, desde un punto de vista cristiano, tiene también otros nombres: cuquería, tibieza, frescura, falta de ideales, adocenamiento (n. 541).
Al diagnóstico de la enfermedad sigue la indicación del remedio. Nada perfecciona tanto la personalidad como la correspondencia a la gracia (n. 443), y brinda después al lector un consejo concreto bien seguro: procura imitar a la Virgen, y serás hombre —o mujer—de una pieza (n. 443). Junto a Jesús, el cristiano descubre siempre a su Madre, Santa María, y a Ella acude en todas sus necesidades: para imitarla, para tratarla, para acogerse a su intercesión poderosa. Cargado de sentido está el hecho de que todos los capítulos de Surco terminen con un pensamiento relativo a la Santísima Virgen: cualquier esfuerzo cristiano por crecer en virtud conduce a la identificación con Jesucristo, y no hay para esto camino más seguro y directo que la devoción a María; todavía me parece oír la voz del Siervo de Dios, en uno de mis primeros encuentros, explicándome gozoso que a Jesús siempre se va y se vuelve por María.
Roma, 26 de junio de 1986Alvaro del Portillo
(1) Camino, 7´ ed., Rialp, Madrid 1950.(2) Ioann. III, 8.(3) Símbolo Quicumque.(4) Juan Pablo II, Litt. enc. Redemptor hominis, 4—III—1979, n. 10.(5) Cfr. Matth. XI, 7.
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