conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte 1.- El credo » CAPÍTULO VI EL PECADO ACTUAL

¿Puede morir mi alma?

Si un hombre se clava un cuchillo en el corazón, muere físicamente. Si un hombre comete un pecado mortal, muere espiritualmente. La descripción de un pecado mortal es así de simple y así de real.

Por el Bautismo somos rescatados de la muerte espiritual en que el pecado de Adán nos sumió. En el Bautismo Dios unió a Sí nuestra alma. El Am or de Dios -el Espíritu Santo- se vertió en ella, llenando el vacío espiritual que el pecado original había producido. Como consecuencia de esta íntima unión con Dios, nuestra alma se eleva a un nuevo tipo de vida, la vida sobrenatural que se llama «gracia santificante», y que es nuestra obligación preservar; y no sólo preservarla, sino incrementarla e intensificarla.

Dios, después de unirnos a Sí por el Bautismo, nunca nos abandona. Tras el Bautismo, el único modo de separarnos de Dios es rechazándole deliberadamente.

Y esto ocurre cuando, plenamente conscientes de nuestra acción, deliberada y libremente rehusamos obedecer a Dios en materia grave. Cuando así hacemos, cometemos un pecado mortal, que, claro está, significa que causa la muerte del alma. Esta desobediencia a Dios, consciente y voluntaria en materia grave, es a la vez el rechazo de Dios. Secciona nuestra unión con El tan rotundamente como unas tijeras la instalación eléctrica de nuestra casa de los generadores de la compañía eléctrica si se aplicaran al cable que la conecta. Si lo hicieras, tu casa se sumiría instantáneamente en la oscuridad; igual ocurriría a nuestra alma con un pecado mortal, pero con consecuencias mucho más terribles, porque nuestra alma no se sumiría en la oscuridad, sino en la muerte.

Es una muerte más horrible porque no se muestra al exterior: no hay hedor de corrupción ni frigidez rígida. Es una muerte en vida por la que el pecador queda desnudo y aislado en medio del amor y abundancia divinos. La gracia de Dios fluye a su alrededor, pero no puede entrar en él; el amor de Dios le toca, pero no le penetra. Todos los méritos sobrenaturales que el pecador había adquirido antes de su pecado se pierden. Todas las buenas obras hechas, todas las oraciones dichas, todas las misas ofrecidas, los sufrimientos conllevados por Cristo, absolutamente todo, es barrido en el momento de pecar.

Esta alma en pecado mortal ha perdido el cielo ciertamente; si muriera así, separado de Dios, no podría ir allí, pues no hay modo de restablecer la unión con Dios después de la muerte.

El fin esencial de nuestra vida es probar a Dios nuestro amor por la obediencia. La muerte termina el tiempo de nuestra prueba, de nuestra oportunidad. Después no hay posibilidad de cambiar nuestro corazón. La muerte fija al alma para siempre en el estado en que la encuentra: amando a Dios o rechazándole.

Si el cielo se pierde, no queda otra alternativa al alma que el infierno. Al morir desaparecen las apariencias, y el pecado mortal que al cometerlo se presentó como una pequeña concesión al yo, a la luz fría de la justicia divina se muestra como es en realidad: un acto de soberbia y rebeldía, como el acto de odio a Dios que está implícito en todo pecado mortal. Y en el alma irrumpen las tremendas, ardientes, torturantes sed y hambre de Dios, para Quien fue creada, de ese Dios que nunca encontrará. Esa alma está en el infierno.

Y esto es lo que significa, un poco de lo que significa, desobedecer a Dios voluntaria y conscientemente en materia grave, cometer un pecado mortal.

Pecar es rehusar a Dios nuestra obediencia, nuestro amor. Dado que cada partecita nuestra pertenece a Dios, y que el fin todo de nuestra existencia es amarle, resulta evidente que cada partecita nuestra debe obediencia a Dios. Así, esta obligación de obedecer se aplica no sólo a las obras o palabras externas, sino también a los deseos y pensamientos más íntimos.

Es evidente que podemos pecar no sólo haciendo lo que Dios prohíbe (pecado de comisión), sino dejando de hacer lo que El ordena (pecado de omisión). Es pecado robar, pero es también pecado no pagar las deudas justas. Es pecado trabajar servil e innecesariamente en domingo, pero lo es también no dar el culto debido a Dios omitiendo la Misa en día de precepto.

La pregunta «¿Qué es lo que hace buena o mala una acción?» casi puede parecer insultante por lo sencilla. Y, sin embargo, la he formulado una y otra vez a niños, incluso a bachilleres, sin recibir la respuesta correcta. Es la voluntad de Dios. Una acción es buena si es lo que Dios quiere que hagamos; es mala si es algo que Dios no quiere que hagamos. Algunos niños me han respondido que tal acción es mala «porque lo dice el cura, o el Catecismo, o la Iglesia, o las Escrituras».

No está, pues, fuera de lugar señalar a los padres la necesidad de que sus hijos adquieran este principio tan pronto alcancen la edad suficiente para distinguir el bien del mal, y sepan que la bondad o maldad de algo dependen de que Dios lo quiera o no; y que hacer lo que Dios quiere es nuestro modo, nuestro único modo, de probar nuestro amor a Dios. Esta idea será tan sensata para un niño como lo es para nosotros. Y obedecerá a Dios con mejor disposición y alegría que si tuviera que hacerlo a un simple padre, sacerdote o libro.

Por supuesto, conocemos la Voluntad de Dios por la Escritura (Palabra escrita de Dios) y por la Iglesia (Palabra viva de Dios). Pero ni las Escrituras ni la Iglesia causan la Voluntad de Dios. Incluso los llamados «mandamientos de la Iglesia» no son más que aplicaciones particulares de la voluntad de Dios, interpretaciones detalladas de nuestros deberes, que, de otro modo, podrían no parecernos tan claros y evidentes.

Los padres deben tener cuidado en no exagerar a sus hijos las dificultades de la virtud. Si agrandan cada pecadillo del niño hasta hacerlo un pecado muy feo y muy grande, si al niño que suelta el «taco» que ha oído o dice «no quiero» se le riñe diciendo que ha cometido un pecado mortal y que Dios ya no lo quiere, es muy probable que crezca con la idea de que Dios es un preceptor muy severo y arbitrario. Si cada faltilla se le describe como un pecado «gordo», el niño crecerá desanimado ante la clara imposibilidad de ser bueno, y dejará de intentarlo. Y esto ocurre.

Sabemos que para que algo sea pecado mortal necesita tres condiciones. Si faltara cualquiera de las tres, no habría pecado mortal.

En primer lugar y antes que nada, la materia debe ser grave, sea en pensamiento, palabra u obra. No es pecado mortal decir una mentira infantil, sí lo es dañar la reputación ajena con una mentira. No es pecado mortal robar una manzana o un duro, sí lo es robar una cantidad apreciable o pegar fuego a una casa.

En segundo lugar, debo saber que lo que hago está mal, muy mal. No puedo pecar por ignorancia. Si no sé que es pecado mortal participar en el culto protestante, para mí no sería pecado ir con un amigo a su capilla. Si he olvidado que hoy es día de abstinencia y como carne, para mí no habría pecado. Esto presupone, claro está, que esta ignorancia no sea por culpa mía. Si no quiero saber algo por miedo a que estropee mis planes, sería culpable de ese pecado.

Finalmente, no puedo cometer un pecado mortal a no ser que libremente decida esa acción u omisión contra la Voluntad de Dios. Si, por ejemplo, alguien más fuerte que yo me fuerza a lanzar una piedra contra un escaparate, no me ha hecho cometer un pecado mortal. Tampoco puedo pecar mortalmente por accidente, como cuando inintencionadamente choco con alguien y se cae fracturándose el cráneo. Ni puedo pecar durmiendo, por malvados que aparezcan mis sueños.

Es importante que tengamos ideas claras sobre esto, y es importante que nuestros hijos las entiendan en medida adecuada a su capacidad. El pecado mortal, la completa separación de Dios, es demasiado horrible para tomarlo a la ligera, para utilizarlo como arma en la educación de los niños, para ponerlo a la altura de la irreflexión o travesuras infantiles.

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