conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte 1.- El credo » CAPÍTULO X LAS VIRTUDES Y DONES DEL ESPIRITU SANTO

¿Qué significa, pues, tener un «espíritu cristiano»? No es un término de fácil definición.

Significa, por supuesto, tener el espíritu de Cristo. Lo que, a su vez, quiere decir ver el mundo como Cristo lo ve; reaccionar ante las circunstancias de la vida como Cristo reaccionaría. El genuino espíritu cristiano en ningún lugar está mejor compendiado que en las ocho bienaventuranzas con que Jesús dio comienzo al, incomparablemente bello, Sermón de la Montaña.

De paso diremos que el Sermón de la Montaña es un pasaje del Nuevo Testamento que todos deberíamos leer completo de vez en cuando. Se encuentra en los capítulos cinco, seis y siete del Evangelio de San Mateo, y contiene una verdadera destilación de las enseñanzas del Salvador.

Pero volvamos a las bienaventuranzas. Su nombre se deriva de la palabra latina «beatus», que significa bienaventurado, feliz, y que es la que introduce cada bienaventuranza. « Bienaventurados los pobres de espíritu», Cristo nos dice, «porque de ellos es el reino de los cielos». Esta bienaventuranza, primera de las ocho, nos recuerda que el cielo es para los humildes. Los pobres de espíritu son aquellos que nunca olvidan que todo lo que son y poseen les viene de Dios. Ya sean talentos, salud, bienes o un hijo de la carne, nada, absolutamente nada, lo tienen como propio. Por esa pobreza de espíritu, por esta voluntariedad de entregar a Dios cualquiera de sus dones que El decida llevarse, la misma adversidad si viene, claman a Dios y alcanzan su gracia y su mérito. Es una prenda de que Dios, a quien valoran por encima de todas las cosas, será su recompensa perenne. Dicen con Job: «El Señor dio, el Señor ha quitado, ¡bendito sea el nombre del Señor!» (1,21).

Jesús recalca esta enseñanza repitiendo la misma consideración en las bienaventuranzas segunda y tercera. «Bienaventurados los mansos», dice, «porque poseerán la tierra». La tierra a que Jesús se refiere es, por supuesto, una sencilla imagen poética para designar el cielo. Y esto es así en todas las bienaventuranzas: en cada una de ellas se promete el cielo bajo un lenguaje figurativo. «Los mansos» de que habla Jesús en la segunda bienaventuranza no son los caracteres pusilánimes, sin nervio ni sangre, que el mundo designa con esa palabra. Los verdaderos mansos no son caracteres débiles de ningún modo. Hace falta gran fortaleza interior para aceptar decepciones, reveses, incluso desastres, y mantener en todo momento la mirada fija en Dios y la esperanza incólume.

«Bienaventurados los que lloran», continúa Jesús en la tercera bienaventuranza, «porque ellos serán consolados». De nuevo, como en las dos bienaventuranzas anteriores, nos impresiona la infinita compasión de Jesús hacia los pobres, infortunados, afligidos y atribulados. Los que saben ver en el dolor la justa suerte de la humanidad pecadora, y saben aceptarlo sin rebeliones ni quejas, unidos a la misma cruz de Cristo, encuentran predilección en la mente y el corazón de Jesús. Son los que dicen con San Pablo, «Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros» (Rom 8,18).

Pero, por muy bueno que sea llevar nuestras cargas animosos y esperanzados, no lo es aceptar indiferentemente las injusticias que se hacen a otros. Por muy generosamente que sepamos entregar a Dios nuestra felicidad terrena, estamos obligados, por paradoja divina, a procurar la felicidad de los demás. La injusticia no sólo destruye la felicidad temporal del que la sufre; también pone en peligro su felicidad eterna. Y esto es tan verdad si se trata de una injusticia económica que oprime al pobre (el emigrante sin recursos, el bracero, el chabolista son ejemplos que vienen fácilmente a la mente), como de una injusticia racial que degrada a nuestro prójimo (¿qué opinas tú de los negros y la segregación?), o de una injusticia moral que ahoga la acción de la gracia (¿ te perturba ver ciertas publicaciones en la librería del amigo?). Debemos tener celo por la justicia, tanto si es la justicia en el trato con los demás, como en la más elevada del trato con Dios, tanto nuestro como de los otros. He aquí algunas implicaciones de la cuarta bienaventuranza: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán hartos» con una satisfacción que encontrarán en el cielo, nunca aquí en la tierra.

« Bienaventurados los misericordiosos», continúa Cristo, «porque alcanzarán misericordia». ¡Es tan difícil perdonar a quienes nos ofenden, tan duro conllevar pacientemente al débil, ignorante y antipático! Pero aquí está la esencia misma del espíritu cristiano. No podrá haber perdón para el que no perdona.

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». La sexta bienaventuranza no se refiere principalmente a la castidad, como muchos piensan, sino al olvido de sí, a verlo todo desde el punto de vista de Dios y no del nuestro. Quiere decir unidad de fines: Dios primero, sin engaños ni componendas.

«Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios». Al oír estas palabras de Cristo, tengo que preguntarme si soy foco de paz y armonía en mi hogar, centro de buena voluntad en mi comunidad, componedor de discordias en mi trabajo. Es senda directa al cielo.

«Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos». Y con la octava bienaventuranza bajamos la vista avergonzados por la poca generosidad con que llevamos las insignificantes molestias que nuestra religión nos causa, y compararnos (y rezar) con las almas torturadas de nuestros hermanos tras el telón de acero y el telón de bambú.

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