» bibel » Otros » La fe explicada » Parte 1.- El credo » CAPÍTULO XI LA IGLESIA CATÓLICA
Nosotros somos la Iglesia
¿Qué es un ser humano? Podríamos decir que es un animal que anda erecto sobre sus
extremidades posteriores, que puede razonar y hablar. Nuestra definición sería correcta, pero no completa. Nos diría sólo lo que es el hombre visto desde el exterior, pero omitiría su parte más maravillosa: el hecho de que posee un alma espiritual e inmortal.
¿Qué es la Iglesia? También podríamos responder dando una visión externa de la Iglesia.
Podríamos definir la Iglesia (y de hecho lo hacemos frecuentemente) como la sociedad de los bautizados, unidos en la misma fe verdadera, bajo la autoridad del Papa, sucesor de San Pedro.
Pero, al describir la Iglesia en estos términos, cuando hablamos de su organización jerárquica compuesta de Papa, obispos, sacerdotes y laicos, debemos tener presente que estamos describiendo lo que se llama Iglesia jurídica. Es decir, miramos a la Iglesia como una organización, como una sociedad pública cuyos miembros y directivos están ligados entre sí por lazos de unión visibles y legales. En cierta manera es parecido al modo en que los ciudadanos de una nación están unidos entre sí por lazos de ciudadanía, visibles y legales. Los Estados Unidos de América, por ejemplo, es una sociedad jurídica.
Jesucristo, por supuesto, estableció su Iglesia como sociedad jurídica. Para cumplir su misión de enseñar, santificar y regir a los hombres, debía tener una organización visible.
El Papa Pío XII, en su encíclica sobre «El Cuerpo Místico de Cristo», nos señaló este hecho. El Santo Padre también nos hizo notar que, como organización visible, la Iglesia es la sociedad jurídica más perfecta que existe. Y esto es así porque tiene el más noble de los fines: la santificación de sus miembros para gloria de Dios.
El Papa continuaba su encíclica declarando que la Iglesia es mucho más que una organización jurídica. Es el mismo Cuerpo de Cristo, un cuerpo tan especial, que debe tener un nombre especial: el Cuerpo Místico de Cristo. Cristo es la Cabeza del Cuerpo; cada bautizado es una parte viva, un miembro de ese Cuerpo, cuya alma es el Espíritu Santo.
El Papa nos advierte: «Es éste un misterio oculto, que durante este exilio terreno sólo podemos ver oscuramente.» Pero tratemos de verlo, aunque sea en oscuridad. Sabemos que nuestro cuerpo físico está compuesto de millones de células individuales, todas trabajando conjuntamente para el bien de todo el cuerpo, bajo la dirección de la cabeza.
Las distintas partes del cuerpo no se ocupan en fines propios y privados, sino que cada una labora todo el tiempo para el bien del conjunto. Los ojos, los oídos y demás sentidos acopian conocimiento para utilidad de todo el cuerpo. Los pies llevan al cuerpo entero a donde quiera ir. Las manos llevan el alimento a la boca, el intestino absorbe la nutrición necesaria para todo el cuerpo. El corazón y los pulmones envían sangre y oxígeno a todas las partes de la anatomía. Todos viven y actúan para todos.
Y el alma da vida y unidad a todas las distintas partes, a cada una de las células individuales. Cuando el aparato digestivo transforma el alimento en sustancia corporal, las nuevas células no se agregan al cuerpo de forma eventual, como el esparadrapo a la piel.
Las nuevas células se hacen parte del cuerpo vivo, porque el alma se hace presente en ellas, de modo igual que en el resto del cuerpo.
Apliquemos ahora esta analogía al Cuerpo Místico de Cristo. Al bautizarnos, el Espíritu Santo toma posesión de nosotros de modo muy parecido al que nuestra alma toma posesión de las células que se van formando en el cuerpo. Este mismo Espíritu Santo es, a la vez, el Espíritu de Cristo, que, para citar a Pío XII, «se complace en morar en la amada alma de nuestro Redentor como en su santuario más estimado; este Espíritu que Cristo nos mereció en la cruz por el derramamiento de su sangre... Pero, tras la glorificación de Cristo en la cruz, su Espíritu se vierte sobreabundantemente en la Iglesia, de modo que ella y sus miembros individuales puedan hacerse día a día más semejantes a su Salvador». El Espíritu de Cristo, en el Bautismo, se hace también nuestro Espíritu.
«El Alma del Alma» de Cristo se hace también Alma de nuestra alma. «Cristo está en nosotros por su Espíritu», continúa el Papa, «a quien nos da y por quien actúa en nosotros, de tal modo que toda la divina actividad del Espíritu Santo en nuestra alma debe ser atribuida también a Cristo».
Así es, pues, la Iglesia vista desde «dentro». Es una sociedad jurídica, sí, con una organización visible dada por Cristo mismo. Pero es mucho más, es un organismo vivo, un Cuerpo viviente, cuya Cabeza es Cristo, nosotros los bautizados, sus miembros, y el Espíritu Santo, su Alma. Es un Cuerpo vivo del que podemos separarnos por herejía, cisma o excomunión, al modo que un dedo es extirpado por el bisturí del cirujano. Es un Cuerpo en que el pecado mortal, como el torniquete aplicado a un dedo, puede interrumpir temporalmente el flujo vital hasta que es quitado por el arrepentimiento. Es un Cuerpo en que cada miembro se aprovecha de cada Misa que se celebra, cada oración que se ofrece, cada buena obra que se hace por cada uno de sus miembros en cualquier lugar del mundo. Es el Cuerpo Místico de Cristo.
La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo. Yo soy miembro de ese Cuerpo. ¿Qué representa eso para mí? Sé que en el cuerpo humano cada parte tiene una función que realizar: el ojo, ver; el oído, oír; la mano, asir; el corazón, impulsar la sangre. ¿Hay en el Cuerpo Místico de Cristo una función que me esté asignada? Todos sabemos que la respuesta a esa pregunta es «SI». Sabemos también que hay tres sacramentos por los que Cristo nos asigna nuestros deberes.
Primero, el sacramento del Bautismo, por el que nos hacemos miembros del Cuerpo
Místico tenemos derecho a cualquier gracia que podamos necesitar para ser fuertes en la fe, y cualquier iluminación que necesitemos para hacer nuestra fe inteligible a los demás, siempre dando, por supuesto, claro está, que hagamos lo que esté de nuestra parte para aprender las verdades de la fe y nos dejemos guiar por la autoridad docente de la Iglesia, que reside en los obispos. Una vez confirmados tenemos como una doble responsabilidad de ser laicos apóstoles y doble fuente de gracia y fortaleza para cumplir este deber.
Finalmente, el tercero de los sacramentos «partícipes del sacerdocio» es el Orden Sagrado. Esta vez Cristo comparte plenamente su sacerdocio -completamente en los obispos, y sólo un poco menos en los sacerdotes-. En el sacramento del Orden no hay sólo una llamada, no hay sólo una gracia, sino, además, un poder. El sacerdote recibe el poder de consagrar y perdonar, de santificar y bendecir. El obispo, además, recibe el poder de ordenar a otros obispos y sacerdotes, y la jurisdicción de regir las almas y de definir las verdades de fe.
Pero todos somos llamados a ser apóstoles. Todos recibimos la misión de ayudar al Cuerpo Místico de Cristo a crecer y mantenerse sano. Cristo espera que cada uno de nosotros contribuya a la salvación del mundo, la pequeña parte de mundo en que vivimos: nuestro hogar, nuestra comunidad, nuestra parroquia, nuestra diócesis. Espera que, por medio de nuestras vidas, le hagamos visible a aquellos con quienes trabajamos y nos recreamos. Espera que sintamos un sentido pleno de responsabilidad hacia las almas de nuestros prójimos, que nos duelan sus pecados, que nos preocupe su descreimiento.
Cristo espera de cada uno de nosotros que prestemos nuestra ayuda y nuestro activo apoyo a obispos y sacerdotes en su gigantesca tarea.
Y esto es sólo un poco de lo que significa ser apóstol laico, puesto que cabe también la posibilidad de enrolarse en asociaciones de naturaleza apostólica con una clara finalidad de santificación personal y ajena, sin dejar por eso de ser laicos.
Del director
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