conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte 1.- El credo » CAPÍTULO XII LAS NOTAS Y ATRIBUTOS DE LA IGLESIA

¿Dónde la encontramos?

«No es producto genuino si no lleva esta marca.» Encontramos a menudo este lema en los anuncios de los productos. Quizá no nos creamos toda la cháchara sobre «productos de calidad» y «los entendidos lo recomiendan», pero muchos, cuando vamos de compras, insistimos en que nos sirvan determinada marca, y casi nadie compra un artículo de plata sin darle la vuelta para comprobar si lleva el contraste que garantiza que es plata de ley, y muy pocos compran un anillo sin mirar antes la marca de los quilates.

Al ser la sabiduría de Cristo la misma sabiduría de Dios, es de esperar que, al establecer su Iglesia, haya previsto unos medios para reconocerla no menos inteligentes que los de los modernos comerciantes, unas «marcas» para que todos los hombres de buena voluntad puedan reconocerla fácilmente. Esto era de esperar, especialmente si tenemos en cuenta que Jesús fundó su Iglesia al costo de su propia vida. Jesús no murió en la cruz «por el gusto de hacerlo». No dejó a los hombres la elección de pertenecer o no a la Iglesia, según sus preferencias. Su Iglesia es la Puerta del Cielo, por la que todos (al menos con deseo implícito) debemos entrar.

Al constituir la Iglesia prerrequisito para nuestra felicidad eterna, nuestro Señor no dejó de estamparla claramente con su marca, con la señal de su origen divino, y tan a la vista que no podemos dejar de reconocerla en medio de la mezcolanza de mil sectas, confesiones y religiones del mundo actual. Podemos decir que la «marca» de la Iglesia es un cuadrado, y que el mismo Jesucristo nos ha dejado dicho que debíamos mirar en cada lado de ese cuadrado.

Primero, la unidad. «Tengo otras ovejas que no son de este aprisco, y es preciso que yo las traiga, y oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (lo 10,16). Y también:

«Padre santo, guarda en tu nombre a estos que me has dado, para que sean uno como nosotros» (Io 17,11).

Luego, la santidad. «Santifícalos en la verdad... Yo por ellos me santifico, para que ellos sean santificados en verdad» (Io 17,17-19). Esta fue la oración del Señor por su Iglesia, y San Pablo nos recuerda que Jesucristo «se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celador de buenas obras» (Tit 2,14).

El tercer lado del cuadrado es la catolicidad o universalidad. La palabra «católico» viene del griego, como «universal» del latín, pero ambas significan lo mismo: «todo». Toda la enseñanza de Cristo, a todos los hombres, en todos los tiempos y en todos los lugares.

Escuchemos las palabras del Señor: «Será predicado este Evangelio del reino en todo el mundo, como testimonio para todas las naciones» (Mt 24,14). «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta el extremo de la tierra» (Act 1,8).

El cuadrado se completa con la nota de apostolicidad. Esta palabra parece un poco trabalenguas, pero significa sencillamente que la Iglesia que clame ser de Cristo debe ser capaz de remontar su linaje, en línea ininterrumpida, hasta los Apóstoles. Debe ser capaz de mostrar su legítima descendencia de Cristo por medio de los Apóstoles. De nuevo habla Jesús: «Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18). Dirigiéndose a todos los Apóstoles: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo» (Mt 28,18-20). San Pablo asegura esta nota de la catolicidad cuando escribe a los efesios. «Por tanto, ya no sois extranjeros y huéspedes, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús» (Eph 2,19- 20).

Cualquier Iglesia que clame ser de Cristo debe mostrar estas cuatro notas. Hay muchas «iglesias» en el mundo de hoy que se llaman cristianas. Abreviemos nuestra labor de escrutinio tomando nuestra propia iglesia, la Iglesia Católica, y si encontramos en ella la marca de Cristo no necesitaremos examinar las demás.

Por muy errado que estés sobre alguna cosa, siempre resulta molesto que alguien te lo diga sin ambages. Y mientras ese alguien te explica cuidadosamente por qué estás equivocado, es probable que tú te muestres más y más terco. Quizá no siempre te suceda así, quizá tú seas muy santo y no te suceda nunca. Pero, en general, los humanos somos así. Por esa razón, raras veces es bueno discutir sobre religión. Todos debemos estar dispuestos a exponer nuestra religión en cualquier ocasión, pero nunca a discutir sobre ella. En el instante en que decimos a alguien «tu religión es falsa y yo te diré por qué» hemos cerrado de un portazo la mente de esa persona, y nada de lo que consigamos decir después conseguirá abrirla. Por otra parte, si conocemos bien nuestra religión podemos explicarla inteligente y amablemente al vecino que no es católico o no practica: hay bastantes esperanzas en que nos escuche. Si podemos demostrarle que la Iglesia Católica es la verdadera Iglesia establecida por Jesucristo, no hay por qué decirle que su «iglesia» es falsa. Puede que sea terco, pero no estúpido, y uno puede confiar en que sacará sus propias conclusiones. Teniendo esto en la mente procedamos a examinar la Iglesia Católica para ver si lleva la marca de Cristo, si Jesús la ha señalado como suya, sin posibilidades de error.

Primero, veamos la unidad, que nuestro Señor afirmó debía ser característica de su rebaño.

Miremos esta unidad en sus tres dimensiones: unidad de credo, unidad de autoridad y unidad de culto.

Sabemos que los miembros de la Iglesia de Cristo deben mostrar unidad de credo. Las verdades que creen son las dadas a conocer por el mismo Cristo; son verdades que proceden directamente de Dios. No hay verdades más «verdaderas» que la mente humana pueda conocer y aceptar que las reveladas por Dios. Dios es verdad; lo sabe todo y no puede errar; es infinita-mente verdadero y no puede mentir. Es más fácil creer, por ejemplo, que no hay sol a pleno día que pensar que Jesús pudo equivocarse al decirnos que hay tres Personas en un solo Dios.

Por este motivo reputamos el principio del «juicio privado» como absolutamente ilógico.

Hay personas que mantienen el principio del juicio privado en materias religiosas. Admiten que Dios nos ha dado a conocer ciertas verdades, pero, dicen, cada hombre tiene que interpretar esas verdades según su criterio. Que cada uno lea su Biblia, y lo que piense que la Biblia significa, ése es el significado para él. Nuestra respuesta es que lo que Dios ha dicho que es, es para siempre y para todos. No está en nuestra mano escoger y ajustar la revelación de Dios a nuestras preferencias o a nuestras conveniencias.

Esta teoría del «juicio privado» ha llevado, naturalmente, a dar un paso más: negar toda verdad absoluta. Hoy mucha gente pretende que la verdad y la bondad son términos relativos. Una cosa es verdadera mientras la mayoría de los hombres opine que es útil, mientras parezca que esa cosa «funciona». Si creer en Dios te ayuda, entonces cree en Dios, pero está dispuesto a desechar esa creencia si piensas que entorpece la marcha del progreso. Y lo mismo ocurre con la bondad. Una cosa o una acción es buena si contribuye al bienestar y a la dicha del hombre. Pero si la castidad, por ejemplo, parece que frena el avance de un modo siempre en cambio, entonces, la castidad deja de ser buena. En resumen, que lo que puede llamarse bueno o verdadero es lo que aquí y ahora es útil para la comunidad, para el hombre como elemento constructivo de la sociedad, y es bueno o verdadero solamente mientras continúa siendo útil. Esta filosofía se llama pragmatismo.

Es muy difícil dialogar sobre la verdad con un pragmático, porque ha socavado el terreno bajo tus pies al negar la existencia de verdad alguna real y absoluta. Todo lo que un creyente puede hacer por él es rezar y demostrarle con una vida cristiana auténtica que el cristianismo «funciona».

Quizá nos hayamos desviado un poco de nuestro tema principal, es decir, que no hay iglesia que pueda clamar ser de Cristo si todos sus miembros no creen las mismas verdades, ya que esas verdades son de Dios, eternamente inmutables, las mismas para todos los pueblos. Sabemos que en la Iglesia Católica todos creemos las mismas verdades. Obispos, sacerdotes o párvulos; americanos, franceses y japoneses; blancos o negros; cada católico, esté donde esté, quiere decir exactamente lo mismo cuando recita el Credo de los Apóstoles.

No sólo estamos unidos por lo que creemos, también porque todos estamos bajo la misma autoridad. Jesucristo designó a San Pedro pastor supremo de su rebaño, y tomó las medidas para que los sucesores del Apóstol hasta el fin de los tiempos fueran cabeza de su Iglesia y custodios de sus verdades. La lealtad al Obispo de Roma, a quien llamamos cariñosamente el Santo Padre, será siempre el obligado centro de nuestra unidad y prueba de nuestra asociación a la Iglesia de Cristo: «¡Donde está Pedro allí está la Iglesia!».

Estamos unidos también en el culto como ninguna otra iglesia. Tenemos un solo altar, sobre el que Jesucristo renueva todos los días su ofrecimiento en la cruz. Sólo un católico puede dar la vuelta al mundo sabiendo que, dondequiera que vaya -África o India, Alemania o Sudamérica- se encontrará en casa desde el punto de vista religioso. En todas partes la misma Misa, en todas partes los mismos siete sacramentos.

Una fe, una cabeza, un culto. Esta es la unidad por la que Cristo oró, la unidad que señaló como una de las notas que identificarían perpetuamente a su Iglesia. Es una unidad que sólo puede ser encontrada en la Iglesia Católica.

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