conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte II.- Los mandamientos » CAPÍTULO XV LOS DOS GRANDES MANDAMIENTOS

El mayor bien

«Si me amas», dice Dios mandamientos-. «Si me amas mucho», añade, «esto es lo , «esto es lo que debes hacer» -y nos da sus que podrías hacer», y nos da los Consejos Evangélicos, una invitación a la práctica de la pobreza voluntaria, castidad perpetua y obediencia perfecta.

Se llaman «evangélicos» porque es en los Evangelios donde encontramos la invitación que Jesús nos hace para vivirlos.

Vale la pena reseñar en su totalidad el patético incidente que San Mateo nos cuenta en el capítulo XIX de su Evangelio (versículos 16-20): «Acercósele uno y le dijo: Maestro, ¿qué obra buena he de realizar para alcanzar la vida eterna? El le dijo: ¿Por qué me preguntas sobre lo bueno? Uno sólo es bueno: si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. Díjole él: ¿Cuáles? Jesús respondió:

No matarás, no adulterarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre y ama al prójimo como a ti mismo. Díjole el joven: Todo esto lo he guardado. ¿Qué me queda aún? Díjole Jesús: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme. Al oír esto el joven, se fue triste, porque tenía muchos bienes».

Sentimos una gran compasión hacia ese joven que tan cerca estuvo de ser uno de los primeros discípulos del Señor, pero perdió su gloriosa oportunidad porque no tuvo generosidad. No hay duda que hoy también Jesús está llamando a multitud de almas. ¡Queda tanto de su obra por realizar, hacen falta tantos obreros! Si el número de sus obreros es insuficiente (y siempre lo es) no es porque Jesús no llame. Puede ocurrir que no se quiera oír su voz, o que, como al joven del Evangelio, falte generosidad para seguirle. Por esta razón, es esencial que todos, padres e hijos, comprendamos la naturaleza de los Consejos Evangélicos y la naturaleza de la vocación de la vida religiosa.

De todos los consejos y directrices que se dan en el Evangelio, los Consejos son los más perfectos.

Su observancia nos libera, en la medida en que la naturaleza humana puede ser libre, de los obstáculos que se oponen a su crecimiento en santidad, en amor de Dios. El que abraza estos Consejos renuncia a unos bienes preciosos, pero menores, que en nuestra naturaleza caída compiten a menudo con el amor a Dios. Al esposarnos voluntariamente con la pobreza, maniatamos la codicia y la ambición, instigadores de tantos pecados contra Dios y contra el prójimo. Al darnos a Dios por la castidad perfecta, sojuzgamos la carne para que el espíritu pueda elevarse sin ataduras ni divisiones hasta Dios. Al adherirnos a la obediencia perfecta hacemos la más costosa de las renuncias, entregamos lo que es más caro al hombre, más que la ambición de poseer o al poder de procrear: renunciamos al dominio de nuestra propia voluntad. Vaciados de nosotros mismos tan completamente como puede serlo un hombre -sin propiedad, sin familia, sin voluntad propia- quedamos libres al máximo de nuestras posibilidades para la operación de la gracia; estamos en el camino de perfección.

Si queremos progresar en santidad, el espíritu de los Consejos Evangélicos nos es imprescindible a todos. Para todos, casados o solteros, religiosos o fieles corrientes, es necesario el desasimiento de los bienes de este mundo, el mantener la sobriedad en nuestros gustos y necesidades, compartiendo generosamente nuestros bienes con otros menos afortunados, agradeciendo a Dios lo que nos da, a la vez que estamos desprendidos de ello por si El nos pidiera su devolución.

Para cada uno según su estado, la castidad es imprescindible. Para el soltero la castidad debe ser absoluta, con voto o sin él. Ciertamente es una de las glorias de nuestra religión que tantos vivan la castidad perfecta, fuera y dentro del mundo, cuyas seducciones son tan abundantes y las ocasiones tan frecuentes. Hay heroísmo auténtico en la pureza de nuestros jóvenes, quienes dominan el imperioso instinto sexual hasta que la edad y las circunstancias les permiten contraer matrimonio. Hay un heroísmo más inadvertido, pero no menos real en los solteros de mayor edad, cuya situación es tal que no les permite casarse, quizá para siempre. Hay un noble heroísmo en la continencia de aquellos que han escogido permanecer solteros en el mundo para poder darse más plenamente al servicio de los demás. Hay en estos seglares célibes una profunda reverencia hacia la facultad sexual, que ven como un maravi lloso don de Dios, reservado para los fines que El ha designado, que debe mantenerse impoluto mientras esos fines no sean posibles. Y también dentro del matrimonio debe vivirse la castidad; la hermosísima castidad de los esposos cristianos, para quienes la unión física no es una diversión o un medio para la satisfacción egoísta, sino la gozosa expresión de la interior y espiritual unión del uno con el otro y con Dios, para cumplir su Voluntad, sin poner límite a los hijos que El quiera enviar, absteniéndose de usar el matrimonio siempre que ello sirva mejor a los fines de Dios.

Igualmente hay obediencia en el mundo, la sujeción de la voluntad que el verdadero amor a Dios y al prójimo tan frecuentemente hace obligatoria. Esta obediencia implica no sólo la sujeción de todos a la voz de Dios en su Iglesia y a la voluntad de Dios en las circunstancias de la vida, muchas veces causa de contrariedades. Implica la sujeción diaria de la voluntad y la disciplina de los deseos para todos los que quieren vivir en paz y caridad con los demás, esposo con esposa, vecino con vecino.

Sí, ciertamente, el espíritu de los Consejos -pobreza, castidad y obediencia- no se encierra entre los muros de los conventos y monasterios.

Este espíritu es esencial a toda vida auténticamente cristiana. Todos los cristianos están llamados a vivir este espíritu de los Consejos Evangélicos, cuya observancia pública u oficial sólo se pide a unos pocos. El Cuerpo Místico de Cristo es un cuerpo, y no sólo alma. Por ello tiene, que haber padres cristianos que perpetúan los miembros de ese Cuerpo. Más aún, si el espíritu de Cristo debe empapar el mundo, debe haber ejemplos de Cristo en todas las circunstancias de la vida, debe haber hombres y mujeres cristianos en todos los oficios, profesiones y estados. Para ellos, el cumplimiento de los Consejos debe ser relativo a los particulares deberes de cada uno.

Pero no habría un grado «relativo», particular, si no hubiera otro «absoluto», público. Yo puedo afirmar que mi reloj es exacto porque hay un observatorio astronómico que es público y absolutamente exacto en la medición del tiempo. Esta es una razón por la que Dios en su Providencia ha inspirado en la Iglesia el público estado de vida conocido como estado religioso. En él los Consejos Evangélicos se muestran plena y públicamente por medio de los votos de pobreza absoluta, castidad perpetua y obediencia perfecta. La vida religiosa se llama vida de perfección no porque una persona se haga automáticamente perfecta al pronunciar los tres votos religiosos, sino porque ha puesto pie en la senda de la perfección al renunciar pública y socialmente a todo lo que podría embarazar su progreso hacia ella. La perfección que, tras el valiente comienzo, sea capaz de alcanzar dependerá del uso que haga de las abundantes gracias y oportunidades *.

Es evidente que hay mucha gente que vive «en el mundo» y es mucho más santa que otros que viven «en religión». Es igualmente evidente que nadie debe pensar que está condenado a una vida «imperfecta» porque no se ha hecho fraile o monja. Para cada individuo la vida más perfecta es aquella a la que Dios le llame. Hay santas en la cocina como las hay en el claustro; en el mercado tanto como en el convento. Pero, independientemente de la vocación particular de un determinado individuo, la vida religiosa es la vida de perfección. Sus comienzos son tan antiguos como la misma Iglesia. La vida religiosa que hoy conocemos -un bello mosaico compuesto de muchas órdenes y congregaciones - tiene su origen en las «Vírgenes» y «Confesores» de la primitiva cristiandad.

Además de la necesidad que tiene el mundo de testimonios vivos que muestren que el amor de Dios puede colmar el hueco de otros amores más pequeños, es decir, además de la necesidad de un ejemplo «absoluto» del que puedan derivarse ejemplos «relativos», hay otra razón para la provi dencial promoción de la vida religiosa. La Preciosísima Sangre de Cristo llama a las almas por las que murió con una urgencia que no puede ignorarse; su número es tan grande y la labor tan vasta que hay necesidad de una hueste de almas generosas y entregadas que se den, sin nada que pueda distraerlas, a las obras de misericordia corporales y espirituales. Hay necesidad de centrales de luz y energía espiritual, de oración, que consigan las gracias necesarias para los insensatos que no quieren rezar, y así tenemos las órdenes de monjes y monjas de clausura, cuyas vidas están totalmente dedicadas a la oración y penitencia en favor del Cuerpo Místico de Cristo.

Se necesitan brazos y corazones sin cuento para el cuidado de los enfermos, de los atribulados, de los sin hogar; para buscar en su domicilio y traer al redil las ovejas perdidas; para (*) Al traducir este párrafo, hemos tratado de aclarar o matizar lo que parecía sugerirse con las palabras «relativo» y «absoluto» («particular» y «público» son añadidos del T.). enseñar en las escuelas y colegios, donde se hable de Dios y no sólo de Julio César y de Shakespeare; para enseñar el catecismo y predicar las misiones. Y así tenemos las congregaciones de hombres y mujeres que se dedican a estas obras de caridad, no por la paga, el prestigio o la satisfacción, sino por amor a Dios y a las almas. Sólo Dios sabe cuánta labor hubiera quedado por hacer si no hubieran existido. La Providencia divina, al compás de las necesidades modernas, ha promovido el reciente desarrollo de los «institutos seculares». En ellos, hombres y mujeres se obligan a observar los Consejos Evangélicos, pero viven y visten como fieles corrientes. Así pueden llegar a sitios y desarrollar su labor en lugares a los que no podrían acceder los religiosos*.

Los que entran en religión se obligan a la observancia de la pobreza, castidad y obediencia.

Los votos pueden hacerse por vida o por un número determinado de años. Pero antes de hacer voto alguno hay un tiempo de formación y prueba espirituales, que se llama «noviciado», y que puede durar uno o dos años, al que siguen los votos temporales, que proporcionan un nuevo tiempo de prueba, hasta que se pronuncian los votos finales.

La vida de religión está abierta a cualquier persona soltera y mayor de quince años, que no esté impedida por obligaciones o responsabilidades que la hagan incompatible con la vida (*) Con la Const. Ap. Provida Mater Ecclesia (2 de febrero de 1947), Pío XII aprobó las Asociaciones de fieles que serían llamadas Institutos Seculares. De hecho, las diversas clases de Asociaciones que contribuyeron a su origen y desarrollo posterior han puesto de manifiesto que esa figura jurídica, como la Provida misma, era una fórmula de compromiso, necesaria en aquellos momentos, para dar reconocimiento e impulso oficial a cosas que eran y son heterogéneas entre sí. No existía la posibilidad de Asociaciones de fieles con naturaleza y régimen universal (las que había eran sólo a nivel local o diocesano, o vinculadas a órdenes religiosas), ni documentos oficiales como los del Vaticano II que admitiesen esa posibilidad y que recordasen solemnemente la llamada de todos los fieles a la santidad y al apostolado cada uno en su estado. Muchos Institutos Seculares de hecho eran y se han desarrollado como formas del estado religioso adaptadas a ciertas necesidades del mundo moderno (lo primordial es la profesión de los Consejos Evangélicos típicos del estado religioso o «estado de perfección»); y en este sentido parece expresarse el autor, como la mayor parte de la literatura teológica, ascética y jurídica al respecto. En cambio, otras eran y son las Asociaciones de fieles, sacerdotes o seglares sin más, extendidas y reconocidas en el ámbito de la Iglesia universal (lo primordial en este caso es la secularidad, el vivir en el mundo, con los derechos y deberes inherentes al oficio, trabajo, familia, etc., de cada uno); en esta línea, alguna de hecho no es un Instituto Secular. Por ejemplo, «el Opus Dei -con palabras de su mismo fundador- no es ni puede considerarse una realidad ligada al proceso evolutivo del estado de perfección en la Iglesia, no es una forma moderna o aggiornata de ese estado. En efecto, ni la concepción teológica del status perfectionis... ni las diversas concreciones jurídicas, que se han dado o pueden darse a ese concepto teológico, tienen nada que ver con la espiritualidad y el fin apostólico que Dios ha querido para nuestra Asociación. Basta considerar -porque una completa exposición doctrinal sería larga- que al Opus Dei no le interesan ni votos ni promesas, ni forma alguna de consagración diversa de la consagración que ya todos recibieron por el Bautismo. Nuestra Asociación no pretende de ninguna manera que s us socios cambien de estado, que dejen de ser simples fieles, iguales a los otros, para adquirir el peculiar status perfectionis» (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, 11 ed., Madrid 1976, núm. 20). (N. del T.) religiosa; como, por ejemplo, la obligación de cuidar a un pariente enfermo o impedido. Si uno tiene normal salud física y mental, no precisa más que rectitud de intención: el deseo de agradar a Dios, de salvar el alma, de ayudar al prójimo. Teniendo en cuenta las apremiantes necesidades actuales, podemos tener la certeza de que Dios llama a muchas almas, que no aceptan su invitación. Quizá no sigan su voz -El habla siempre con suavi - dad-; quizá la oyen, pero les asusta el costo, sin darse cuenta que quien llama es Dios, y El dará la fortaleza necesaria; quizá oyen y tienen la suficiente generosidad, pero son disuadidos por sus padres, quienes, con buena intención, aconsejan cautela y demoran la decisión, hasta que consiguen acallar la voz de Dios y malograr la vocación. ¡Cómo si se pudiera tener «cautela» con Dios! Es mejor probar y dejarlo que no querer ni probar siquiera. Debería ser una intención constante de nuestras oraciones pedir para que todos aquellos a quienes llama Dios, escuchen su voz y respondan; y para que aquellos que han respondido tengan la gracia de la perseverancia.

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