» bibel » Otros » La fe explicada » Parte II.- Los mandamientos » CAPÍTULO XVI EL PRIMER MANDAMIENTO DE DIOS
Nuestro primer deber
El supremo destino del hombre es dar honor y gloria a Dios. Para esto fuimos hechos. Cualquier otro motivo para crearnos hubiera sido indigno de Dios. Es, pues, correcto decir que Dios nos ha hecho para ser eternamente felices con El. Pero nuestra felicidad es una razón secundaria de nuestro existir; es la consecuencia de cumplir el fin primario al que hemos sido destinados: glorificar a Dios.
No es sorprendente, por lo tanto, que el primero de los Diez Mandamientos nos recuerde esta obligación. «Yo soy el Señor tu Dios», escribió Dios en las tablas de piedra de Moisés, «no tendrás dioses extraños ante Mí». Esta es una forma resumida del primer mandamiento. Según aparece en el libro del Éxodo, en el Viejo Testamento (capítulo XX, versículo 2 a 6), el primer mandamiento es mucho más largo: «Yo soy Yahvé, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre. No tendrás otro Dios que a mí. No te harás esculturas ni imagen alguna de lo que hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay abajo sobre la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas y no las servirás, porque Yo soy Yahvé, tu Dios, un Dios celoso, que castiga en los hijos las iniquidades de los padres hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian, y hago misericordia hasta mil generaciones de los que me aman y guardan mis mandamientos.»
Este es el primer mandamiento en su forma completa. Puede ser de interés señalar aquí que los mandamientos, según los dio Dios, no están claramente numerados del uno al diez. Su disposición en diez divisiones, para ayudar a memorizarlos, es cosa de los hombres. Antes que la invención de la imprenta tendiera a normalizar las cosas, los mandamientos se numeraban unas veces de una manera, y otras veces de otra. A menudo el primer largo mandamiento se dividía en dos:
«Yo soy el Señor, tu Dios..., no tendrás otros dioses ante mí», era el primer mandamiento. El segundo era: «No te harás esculturas ni imagen alguna... no te postrarás ante ellas y no las servirás.»
Después, para mantener justo el número de diez, los dos últimos mandamientos, «No desearás la mujer de tu prójimo... ni nada de cuanto le pertenece», se combinaron en uno solo. Cuando Martín Lutero originó la primera confesión protestante, escogió este sistema de numeración. El otro sistema, tan familiar para nosotros, se hizo común en la Iglesia Católica. Esta circunstancia hizo que, para muchos protestantes, nuestro segundo mandamiento sea su tercero, nuestro tercero su cuarto y así sucesivamente. En un catecismo protestante es el séptimo mandamiento y no el sexto el que prohíbe el adulterio. En ambos casos, los mandamientos son los mismos, no hay más que distintos sistemas de numeración.
Ya hemos mencionado que el número de diez no es más que una ayuda mnemotécnica. Vale la pena recordar que los mandamientos en sí son también ayudas que Dios proporciona a la memoria, al margen de su sistema de numeración. En el monte Sinaí, Dios -a excepción de destinar un día específico para El- no impuso nuevas obligaciones a la humanidad.
Desde Adán la ley natural exigía al hombre la práctica del culto a Dios, de la justicia, veracidad, castidad y demás virtudes morales. Dios no hizo más que grabar en tablas de piedra lo que la ley natural ya exigía del hombre. Pero, en el monte Sinaí, Dios tampoco dio un tratado exhaustivo de ley moral. Se limitó a proporcionar una lista de los pecados más graves contra las virtudes más importantes: idolatría contra religión, profanación contra reverencia, homicidio y robo contra justicia, perjurio contra veracidad y caridad, y dejó al hombre estas virtudes como guías en que encuadrar los deberes de naturaleza similar.
Podríamos decir, que los Diez Mandamientos son como diez perchas en que podemos colgar ordenadamente nuestras obligaciones morales.
Pero volvamos ahora a la consideración particular del primer mandamiento. Podemos decir que pocos de nosotros se hallan en situación de cometer un pecado de idolatría en sentido literal. Sí se podría hablar figurativamente de aquellos que rinden culto al falso dios de sí mismo. Del mismo modo podríamos aplicarlo a los que colocan las riquezas, los negocios, el éxito social, el placer mundano o el bienestar físico delante de sus deberes con Dios. Sin embargo, estos pecados de autoidolatría se encuadran en general en mandamientos distintos del primero.
Asumiendo que el pecado de idolatría no es problema para nosotros, podemos dirigir ahora nuestra atención al significado positivo del primer mandamiento. De él -como de casi todos los restantes - se puede afirmar que la forma negativa en que se expresan no es más que una fórmula literaria para resaltar en forma compendiada nuestros deberes positivos. Así, el primer mandamiento nos ordena ofrecer sólo a Dios el culto supremo, culto que le es debido como Creador y fin nuestro, y esta obligación positiva abarca mucho más que la mera abstención de la idolatría.
Nunca se insistirá en demasía en la idea que llevar una vida virtuosa es mucho más que la simple abstención del pecado. La virtud, como las monedas, tiene anverso y reverso.
Guardarse del mal es sólo una cara de la moneda. La otra es la necesidad de hacer buenas obras, que son lo contrario de las malas a que renunciamos. Así, pues, no basta pasar ante un ídolo pagano y no quitarnos el sombrero ante él. Debemos dar activamente al verdadero Dios el culto que le es debido. Nuestro Catecismo resume los deberes a este respecto al decir: «damos culto a Dios por medio de actos de fe, esperanza y caridad, adorándole y dirigiendo a El nuestras oraciones».
En religión todo se basa en la fe. Sin ella, no hay nada. Por esta razón tenemos que empezar centrando nuestra atención en la virtud de la fe.
Sabemos que la virtud de la fe se infunde en nuestra alma, junto con la gracia santificante, al ser bautizados. Pero la virtud de la fe quedaría anquilosada en nuestra alma si no la vitalizáramos haciendo actos de fe. Hacemos un acto de fe cada vez que asentimos conscientemente a las verdades reveladas por Dios; no precisamente porque las comprendamos plenamente; no precisamente porque nos hayan sido demostradas y convencido científicamente; sino, primordialmente, porque Dios las ha revelado. Dios, al ser infinitamente sabio, no puede equivocarse. Dios, al ser infinitamente veraz, no puede mentir.
En consecuencia, cuando Dios dice que algo es de una manera, no se puede pedir certidumbre mayor. La palabra divina contiene más certeza que todos los tubos de ensayo y razonamientos lógicos del mundo.
Es fácil ver la razón de que un acto de fe sea un acto de culto a Dios. Cuando digo «Dios mío, creo en estas verdades porque las has revelado Tú, que no puedes engañarte ni engañarme», estoy honrando la sabiduría y veracidad infinitas de Dios del modo más práctico posible: aceptándolas bajo su palabra.
Este deber de dar culto a Dios por la fe nos impone unas obligaciones concretas. Dios no hace las cosas sin motivos. Es evidente que si Dios ha dado a conocer ciertas verdades, es porque, de algún modo, nos serán útiles para alcanzar nuestro fin, que es dar gloria a Dios por el conocimiento, el amor y el servicio. Así, saber qué verdades son éstas se convierte en una responsabilidad para nosotros, según nuestra capacidad y oportunidades.
Para un no católico esto significa que en cuanto comience a sospechar que no posee la religión verdadera revelada por Dios, está obligado inmediatamente a buscarla. Cuando la encuentre, está obligado a abrazarla, hacer su acto de fe. Quizá no podamos juzgar, pues sólo Dios lee los corazones, pero todo sacerdote, en el curso de su ministerio, encuentra personas que parecen estar convencidas de que la fe católica es la verdadera, y, sin embargo, no entran en la Iglesia. Parece como si el precio les pareciera demasiado elevado: pérdida de amigos, negocios o prestigio. A veces, su impedimento es el temor a disgustar a los padres según la carne, como si la lealtad hacia ellos precediera a la superior lealtad que debemos a nuestro Padre Dios.
Nosotros, que ya poseemos la fe, tenemos que mirar de no dormirnos en los laureles. No podemos estar tranquilos pensando que, porque fuimos a un colegio donde se nos enseñó el Catecismo en nuestra juventud, ya sabemos todo lo que nos hace falta sobre religión. Una mente adulta necesita una comprensión de adulto de las verdades divinas. Oír con atención sermones y pláticas, leer libros y revistas doctrinales, participar en círculos de estudio, no son simples cuestiones de gustos, cosas en que ocuparnos si nos diera por ahí. Estas no son prácticas «pías» para «almas devotas».
Es un deber esencial procurarnos un adecuado grado de conocimiento de nuestra fe, deber que establece el primero de los mandamientos. No podemos hacer actos de fe sobre una verdad o verdades que ni siquiera conocemos. Muchas tentaciones sobre la fe, si las tenemos, desaparecerían si nos tomáramos la molestia de estudiar un poco más las verdades de nuestra fe.
El primer mandamiento no sólo nos obliga a buscar y conocer las verdades divinas y aceptarlas.
También nos pide que hagamos actos de fe, que demos culto a Dios por el asentimiento explícito de nuestra mente a sus verdades, una vez alcanzado el uso de razón. ¿Con qué frecuencia hay que hacer actos de fe? No hace falta decir que a menudo, pero especialmente debo hacerlos cuando llega a mi conocimiento una verdad de fe que desconocía previamente. Debo hacer un acto de fe cada vez que se presente una tentación contra esta virtud u otra cualquiera en que la fe esté implicada. Debo hacer un acto de fe frecuentemente en la vida, para que no quede inactiva por falta de ejercicio.
La práctica corriente de los buenos cristianos es hacer actos de fe todos los días, como parte de las oraciones de la mañana y de la noche.
No sólo tenemos que procurar conocer la verdad. No sólo debemos darle nuestro asentimiento interior. El primer mandamiento requiere además que hagamos profesión externa de nuestra fe. Esta obligación se hace imperativa cada vez que el honor de Dios o el bien del prójimo lo requieran. El honor de Dios lo requiere cuando omitir esta profesión de fe equivaldría a su negación. Esta obligación no se aplica solamente a los casos extremos, en que se nos exija la negación expresa de nuestra fe, como en la antigua Roma o en los modernos países comunistas. Se aplica también a la vida ordinaria de cada uno de nosotros. Podemos tener reparo a expresar nuestra fe por miedo a que perjudique a nuestros negocios , por miedo a llamar la atención, a las alusiones o al ridículo. El católico que asiste a un congreso, el católico que estudia en la universidad, la católica que tiene reuniones sociales, y miles de ocasiones parecidas, pueden dar lugar a que ocultar nuestra fe equivalga a su negación, con detrimento del honor debido a Dios.
Y, muchas veces, cuando omitimos profesar nuestra fe por cobardía, el prójimo sufre también. Muchas veces el hermano o hermana en la fe más débiles, observan nuestra conducta antes de decidir su forma de actuar. En verdad se nos presentarán muchas ocasiones en que la necesidad concreta de dar testimonio de nuestra fe surgirá de la obligación de sostener con nuestro ejemplo el valor de otros.
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