conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte II.- Los mandamientos » CAPÍTULO XVII EL SEGUNDO Y TERCERO DE LOS MANDAMIENTOS DE DIOS

Bendecid y no maldigáis

«Bendecid a los que os persiguen, bendecid y no maldigáis», dice San Pablo en su epístola a los Romanos (12,14). Maldecir significa desear mal a una persona, lugar o cosa. Una maldición frecuente en boca de los que tienen poco respeto al nombre de Dios es «Dios te maldiga», que es igual que decir «Dios te envíe al infierno». Es evidente que una maldición de este estilo sería pecado mortal si se profiriera en serio. Pedir a Dios que condene a un alma que El ha creado y por la que Cristo ha muerto es acto grave de des honra a Dios, a nuestro Padre infinitamente misericordioso.

Es también un pecado grave contra la caridad que nos obliga a desear y pedir la salvación de todas las almas, no su condenación eterna.

Normalmente, una maldición así surge de la ira, impaciencia u odio y no a sangre fría; quien la dice no la dice en serio. Si no fuera así, sería pecado mortal, aunque también hubiera ira. Al considerar los abusos al nombre de Dios, conviene tener esto presente: que, más que las palabras dichas, el pecado real es el odio, la ira o la impaciencia. Al confesarnos es más correcto decir: «Me enfadé, y llevado del enfado, maldije a otro» o «Por enfado fui irreverente con el nombre de Dios» que, simplemente, confesarnos de haber maldecido o blasfemado.

Además de los ejemplos mencionados hay, por supuesto, otras maneras de maldecir. Cada vez que deseo mal a otro, soy culpable de maldecir.

«Así te mueras y me dejes en paz», «¡Ojalá se rompa la cabeza!», «Que se vayan al diablo él y todos los suyos». En estas o parecidas frases (ordinariamente proferidas sin deliberación) se falta a la caridad y al honor de Dios.

El principio general es que si el daño que deseamos a otro es grave, y lo deseamos en serio, el pecado es mortal. Si desearnos un mal pequeño («Me gustaría que le abollaran el coche y le bajaran los humos», «Tanto presumir de peluquería, ¡ojalá le coja un buen chaparrón!»), el pecado sería venial. Y, como ya se ha dicho, un mal grave deseado a alguien es sólo pecado venial cuando falte la consideración debida.

Si recordamos que Dios ama a todo lo que ha salido de sus manos, comprenderemos que sea una deshonra a Dios maldecir a cualquiera de sus criaturas, aunque no sean seres humanos. Sin embargo, los animales y cosas inanimadas tienen un valor incomparablemente inferior, pues carecen de alma inmortal. Y así, el aficionado a las carreras que exclama «¡Ojalá se mate ese caballo!», o el fontanero casero que maldice a la cisterna que no consigue arreglar, con un «¡el diablo te lleve!», no cometen necesariamente un pecado. Pero es útil recordar aquí a los padres la importancia de formar rectamente las conciencias de sus hijos en esta materia de la mala lengua como en otras. No todo lo que llamamos palabrotas es un pecado, y no debe decirse a los niños que es pecado lo que no lo es. Por ejemplo, las palabras como «diablos» o «maldito» no son en sí palabras pecaminosas. El hombre que exclama «Me olvidé de echar al correo la maldita carta», o la mujer que dice «¡Maldita sea!, otra taza rota» utilizan un lenguaje que algunos reputarán de poco elegante, pero, desde luego, no es lenguaje pecaminoso.

Y esto se aplica también a aquellas palabras vulgarmente llamadas «tacos» de tan frecuente uso en algunos ambientes, que describen partes y procesos corporales. Estas palabras serán soeces, pero no son pecado.

Cuando el niño viene de jugar con un «taco» recién aprendido en los labios, sus padres cometen un gran error si se muestran gravemente escandalizados y le dicen muy serios: «Esa palabra es un gran pecado, y Jesús no te querrá si la dices». Decirle eso a un niño es enseñarle una idea distorsionada de Dios y enredar el criterio de su conciencia quizá permanentemente. El pecado es un mal demasiado grave y terrible como para utilizarlo como «coco» en la enseñanza de urbanidad a los niños. Es suficiente decirle sin alterarse: «Juanito, ésa es una palabra muy fea; no es pecado, pero los niños bien educados no la dicen. Mamá estará muy contenta si no te la oye más». Esto será suficiente para casi todos los niños. Pero si no se enmienda y la sigue usando, convendrá explicarle entonces que hay allí un pecado de desobediencia. Pero, en la educación moral de los hijos, hay que mantenerse siempre en la verdad.

En la blasfemia hay distintos grados. A veces es la reacción impremeditada de contrariedad, dolor o impaciencia ante una contradicción: «Si Dios es bueno, ¿cómo permite que esto ocurra?», «Si Dios me amara no me dejaría sufrir tanto». Otras veces se blasfema por frivolidad: «Ese es más listo que Dios», «Si Dios le lleva al cielo es que no sabe lo que se hace». Pero también puede ser claramente antirreligiosa e, incluso, proceder del odio a Dios: «Los Evangelios son un cuento de hadas», «La Misa es un camelo» y llegar a afirmar: «Dios es un mito, una fábula». En este último tipo de blas femias hay, además, un pecado de herejía o infidelidad. Cada vez que una expresión blasfema implica negación de una determinada verdad de fe como, por ejemplo, la virginidad de María o el poder de la oración, además del pecado de blasfemia hay un pecado de herejía. (Una negación de la fe, en general, es un pecado grave de infidelidad.)

Por su naturaleza, la blasfemia es siempre pecado mortal, porque siempre lleva implícita una grave deshonra a Dios. Solamente cuando carece de suficiente premeditación o consentimiento es venial, como sería el caso de proferirla bajo un dolor o angustia grandes.

Con el pecado de blasfemia redondeamos el catálogo de las ofensas al segundo mandamiento: pronunciar sin respeto el nombre de Dios, jurar innecesaria o falsamente, hacer votos frívolamente o quebrantarlos, maldecir y blasfemar. Al estudiar los mandamientos es preciso ver su lado negativo para adquirir una conciencia rectamente formada. Sin embargo, en este mandamiento, como en todos, abstenerse de pecado es sólo la mitad del cuadro. No podemos limitarnos a evitar lo que desagrada a Dios, también debemos hacer lo que le agrada. De otro modo, nuestra religión sería como un hombre sin pierna ni brazo derechos.

Así, en el lado positivo, debemos honrar el nombre de Dios siempre que tengamos que hacer un juramento necesario. En esta condición, un juramento es un acto de culto agradable a Dios y meritorio. Y lo mismo ocurre con los votos; aquella persona que se obliga con un voto prudente bajo pena de pecado a hacer algo grato a Dios, obra un acto de culto divino que le es agradable, un acto de la virtud de la religión. Y cada acto derivado de ese voto es también un acto de religión.

Las ocasiones de honrar el nombre de Dios no se limitan evidentemente a juramentos y votos.

Existe, por ejemplo, la laudable costumbre de hacer una discreta reverencia cada vez que pronunciamos u oímos pronunciar el nombre de Jesús. O el excelente hábito de hacer un acto de reparación cada vez que se falte al respeto debido al nombre de Dios o de Jesús en nuestra presencia, diciendo interiormente «Bendito sea Dios», o «Bendito sea el nombre de Jesús». Hay también el acto público de reparación que hacemos siempre que nos unimos a las alabanzas que se rezan en la Bendición con el Santísimo o después de la Misa.

Se honra públicamente el nombre de Dios en procesiones, peregrinaciones y otras reuniones de gente organizadas en ocasiones especiales. Son testimonios públicos de cuya participación no deberíamos retraernos. Cuando la divinidad de Cristo o la gloria de su Madre es la razón primordial de tales manifestaciones públicas, nuestra activa participación honra a Dios y a su santo nombre, y El la bendice.

Pero, lo esencial es que, si amamos a Dios de veras, amaremos su nombre y, en consecuencia, lo pronunciaremos siempre con amor, reverencia y respeto. Si tuviéramos el desgraciado hábito de usarlo profanamente, pediremos a Dios ese amor que nos falta y que hará el uso irreverente de su nombre amargo como la quinina en nuestros labios.

Nuestra reverencia al nombre de Dios nos llevará además a encontrar un gueto especial en esas oraciones esencialmente de alabanza, como el «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo» que debiéramos decir con mucha frecuencia, el «Gloria» y el «Sanctus» de la Misa.

A veces tendríamos que sentirnos movidos a utilizar el Libro de los Salmos para nuestra oración, esos bellos himnos en que David canta una y otra vez sus alabanzas a Dios, como el Salmo 112, que comienza:

«¡Aleluya! Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor.

Sea bendito el nombre del Señor, desde ahora y por siempre.

Desde el levante del sol hasta su ocaso sea ensalzado el nombre del Señor.»

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