conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte II.- Los mandamientos » CAPÍTULO XVIII LOS MANDAMIENTOS CUARTO Y QUINTO DE DIOS

La vida es de Dios

Sólo Dios da la vida; sólo Dios puede tomarla. Cada alma es individual y personalmente creada por Dios y sólo Dios tiene derecho a decidir cuándo su tiempo de estancia en la tierra ha terminado.

El quinto mandamiento, «no matarás», se refiere exclusivamente al alma humana. Los animales han sido dados por Dios al hombre para su uso y convivencia. No es pecado matar animales por causa justificada, como eliminar plagas, proveer alimentos o la experimentación científica. Sería injusto herir o matar a animales sin razón, pero si hubiera pecado, éste se debería al abuso de los dones de Dios. No iría contra el quinto mandamiento.

El hecho de que la vida humana pertenece a Dios es tan evidente que la gravedad del homicidio -de tomar injustamente la vida a otro está reconocido universalmente por la sola ley de la razón entre los hombres de buena voluntad. La gravedad del pecado de suicidio -de quitarse la vida deliberadamente- es igualmente evidente. Y como el suicida muere en el acto mismo de cometer un pecado mortal, no puede recibir cristiana sepultura. En la práctica resulta muy raro que un católico se quite la vida en pleno uso de sus facultades mentales; y, cuando hay indicios de que el suicidio pudiera ser debido a enajenación mental, incluso temporal, jamás se rehúsa la sepultura cristiana al suicida.

¿Es alguna vez lícito matar a otro? Sí, en defensa propia. Si un agresor injusto amenaza mi vida o la de un tercero, y matarle es el único modo de detenerle, puedo hacerlo. De hecho, es permisible matar también cuando el criminal amenaza tomar o destruir bienes en gran valor y no hay otra forma de pararle. De ahí se sigue que los guardianes de la ley no violan el quinto mandamiento cuando, no pudiendo disuadir al delincuente de otra manera, le quitan la vida.

Un duelo, sin embargo, no puede calificarse como defensa propia. El duelo es un combate preestablecido entre dos personas con armas letales, normalmente en defensa -real o imaginariadel «honor». El duelo fue un pecado muy común en Europa y más raro en América. En su esfuerzo por erradicar este mal, la Iglesia excomulga a todos los que participan en un duelo,. no sólo a los contendientes, también a los padrinos, testigos y espectadores voluntarios que no hagan todo lo que puedan para evitarlo.

Debe tenerse en cuenta que el principio de defensa propia sólo se aplica cuando se es víctima de una agresión injusta. Nunca es lícito tomar la vida de un inocente para salvar la propia. Si naufrago con otro y sólo hay alimentos para una persona, no puedo matarlo para salvar mi vida. Tampoco puede matarse directamente al niño gestante para salvar la vida de la madre. El niño aún no nacido no es agresor injusto de la madre, y tiene derecho a vivir todo el tiempo que Dios le conceda. Destruir directa y deliberadamente su vida es un pecado de suma gravedad; es un asesinato y tiene, además, la malicia añadida del envío a la eternidad de un alma sin oportunidad de bautismo. Este es otro de los pecados que la Iglesia trata de contener imponiendo la excomunión a todos los que toman parte en él voluntariamente: no sólo a la madre, también al padre que consienta y a los médicos o enfermeras que lo realicen.

El principio de defensa propia se extiende a las naciones tanto como a los individuos. En consecuencia, el soldado que combate por su país en una guerra justa no peca si mata. Una guerra es justa: a) si se hace necesaria para que una nación defienda sus derechos en materia grave; b) si se recurre a ella en último extremo, una vez agotados todos los demás medios de dirimir la disputa; c) si se lleva a cabo según los dictados de las leyes natural e internacional, y d) si se suspende tan pronto como la nación agresora ofrece la satisfacción debida. En la práctica resulta a veces muy difícil para el ciudadano medio decidir si la guerra en que su nación se embarca es justa o no. Raras veces conoce el hombre de la calle todos los intríngulis de una situación internacional. Pero igual que los hijos deben dar a sus padres el beneficio de la duda en asuntos dudosos, cuando no sea evidente la justicia de una guerra, el ciudadano debe conceder a su Gobierno el beneficio de la duda. Pero incluso en una guerra justa se puede pecar por el uso injusto de los medios bélicos, como en casos de bombardeo directo o indiscriminado de civiles en objetivos que carecen de valor militar.

Nuestra vida no es nuestra. Es un don de Dios del que somos sus administradores. Este motivo nos obliga a poner todos los medios razonables para preservar tanto nuestra vida como la del prójimo. Es a todas luces evidente que pecamos si causamos deliberado daño físico a otros; y el pecado se hace mortal si el daño fuera grave. Por ello, pelear es un pecado contra el quinto mandamiento, además de ser un pecado contra la virtud de la caridad, y dado que la ira, el odio o la venganza llevan a causar daño físico al prójimo, son también pecados contra el quinto mandamiento además de ser pecados contra la caridad. Cuando hay que defender un castillo (la vida en este caso), hay que defender también sus accesos. En consecuencia, el quinto mandamiento proscribe todo lo que induzca a tomar injustamente la vida o a causar injustamente daño físico.

De aquí se deducen algunas consecuencias prácticas. Es evidente que el que deliberadamente conduce su coche de forma imprudente es reo de pecado grave, pues expone su vida y la de otros a un peligro innecesario. Esto también se aplica al conductor cuyas facultades están mermadas por el alcohol. El conductor bebido es criminal además de pecador. Más todavía, la misma embriaguez es un pecado contra el quinto mandamiento, aunque no esté agravada por la conducción de un coche en ese estado. Beber en exceso, igual que comer excesivamente, es un pecado porque perjudica a la salud, y porque la intemperancia causa fácilmente otros efectos nocivos. El pecado de embriaguez se hace mortal cuando de tal modo afecta al bebedor que ya no sabe lo que se hace.

Pero beber en grado menor también puede ser un pecado mortal por sus consecuencias malas: perjudicar la salud, causar escándalo o descuidar los deberes con Dios o el prójimo. Quien habitualmente bebe en exceso y se juzga libre de pecado porque aún conserva noción del tiempo del día, se engaña a sí mismo normalmente; raras veces la bebida habitual no produce daño grave a uno mismo o a los demás.

Somos responsables ante Dios por la vida que nos ha dado, y por ello tenemos obligación de cuidar nuestra salud dentro de límites razonables. Exponernos a peligros deliberados o innecesarios, descuidar la atención médica cuando sabemos o sospechamos tener una enfermedad curable es faltar a nuestros deberes como administradores de Dios. Evidentemente, hay personas que se preocupan demasiado por su salud, que no están contentas si no toman alguna medicina. Son los hipocondríacos. Su mal está en la mente más que en el cuerpo, y hay que compadecerlos, pues, sus males son muy reales para ellos.

La vida de todo el cuerpo es más importante que la de cualquiera de sus partes; en consecuencia, es lícito extirpar un órgano para conservar la vida. Está claro, pues, que la amputación de una pierna gangrenada o de un ovario canceroso es moralmente recto. Es pecado, sin embargo, mutilar el cuerpo innecesariamente; y pecado mortal si la mutilación es seria en sí o en sus efectos. El hombre o la mujer que voluntariamente se someta a una operación dirigida directamente a causar la esterilidad, comete un pecado mortal, igual que el cirujano que la realiza. Algunos estados tienen leyes para la esterilización de los locos o débiles mentales. Tales leyes son opuestas a la ley de Dios, puesto que ningún Gobierno tiene derecho a mutilar a un inocente. La llamada «eutanasia» - matar a un enfermo incurable para acabar con sus sufrimientos- es ,pecado grave, aunque el mismo enfermo lo pida. La vida es de Dios. Si una enfermedad incurable es parte de la provi - dencia de Dios para mí, ni yo ni nadie tiene derecho a torcerla.

Si pasamos del mundo de la acción al del pensamiento, veremos que el odio (el resentimiento amargo que desea el mal del prójimo y se goza en su infortunio) y la venganza (buscar el desquite por una injuria sufrida) son casi siempre pecados mortales. Teóricamente se puede odiar «un poquito» o vengarse «un poquito». Pero en la práctica no resulta tan fácil controlar ese «poquito».

La gravedad del pecado de ira es fácil de ver. La ira causada por una mala acción y no dirigida a la persona que la cometió (siempre que la ira no sea excesiva) no es pecado. Es lo que podríamos llamar recta ira. Un buen ejemplo es el del padre airado (recuerda, ¡no en exceso!) por una trastada de su hijo. El padre aún ama a su hijo, pero está enfadado por su mala conducta. Pero la ira dirigida a personas -normalmente hacia el que ha herido nuestro amor propio o contrariado nuestros intereses-, y no contra malas acciones, es una ira pecaminosa. En general, podríamos decir que cuando nos airamos por lo que nos han hechos a nosotros y no por lo que han hecho a Dios, nuestra ira no es rec ta. La mayoría de los enfados carecen de deliberación -nos hirvió la sangre- y no son pecado grave. Sin embargo, si nos damos cuenta de que nuestra ira es pecaminosa y la alentamos y atizamos deliberadamente, nuestro pecado se hace grave. O, si tenemos un carácter irascible, lo sabemos, y no hacemos ningún esfuerzo para controlarlo, es muy fácil que cometamos pecado mortal.

Hay un último punto en los atentados al quinto mandamiento: el mal ejemplo. Si es pecado matar o herir el cuerpo del prójimo, matar o herir su alma es un pecado mayor. Cada vez que mis malas palabras o acciones incitan a otro al pecado, me hago reo de un pecado de escándalo, y el pecado de dar mal ejemplo se hace mortal si el daño que de él se sigue es grave. Lo mismo espiritual que físicamente soy el guardián de mi hermano.

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