conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte II.- Los mandamientos » CAPÍTULO XX LOS MANDAMIENTOS SEPTIMO Y DECIMO DE DIOS

Lo mío y lo tuyo

¿Es pecado que un hambriento hurte un pan, aunque tenga que romper un escaparate para hacerlo?

¿Es pecado que un obrero hurte herramientas del taller en que trabaja si todo el mundo lo hace?

Si una mujer encuentra una sortija de diamantes y nadie la reclama, ¿puede quedársela? ¿Es inmoral comprar neumáticos a un precio de ganga si se sospecha que son robados? El séptimo mandamiento de la ley de Dios dice: «No robarás», y parece un mandamiento muy claro a primera vista. Pero luego comienzan a llegar los «peros» y los «aunques», y ya no se ve tan claro.

Antes de empezar a examinar este mandamiento, podemos despachar el décimo, «No codiciarás los bienes ajenos», muy rápidamente. El décimo mandamiento es compañero del séptimo, como el noveno lo es del sexto. En ambos casos se nos prohíbe hacer de pensamiento lo que se nos prohíbe en la acción. Así, no sólo es pecado robar, también es pecado querer robar: desear tomar y conservar lo que pertenece al prójimo. Todo lo que digamos de la naturaleza y gravedad de las acciones contra este mandamiento, se aplica también a su deseo, excepto que en este caso no se nos exige restitución. Este punto debe tenerse en cuenta en todos los mandamientos: que el pecado se comete en el momento en que deliberadamente se desea o decide cometerlo. Realizar la acción agrava la culpa, pero el pecado se cometió ya en el instante en que se tomó la decisión o se consintió en el deseo. Por ejemplo, si decido robar una cosa si se presenta la ocasión, y ésta jamás viene, impidiendo llevar adelante mi propósito, ese pecado de intento de robo estará en mi conciencia.

Luego, ¿a qué obliga el séptimo mandamiento? Nos exige que practiquemos la virtud de la justicia, que se define como la virtud moral que obliga a dar a cada uno lo que le es debido, lo suyo.

Puede violarse esta virtud de muchas maneras. En primer lugar, por el pecado de robo, que es hurto cuando se toman los bienes ajenos ocultamente, o rapiña si se toman con violencia y manifiestamente.

Robar es tomar o retener voluntariamente contra el derecho y la razonable voluntad del prójimo lo que le pertenece. «Contra él derecho y la razonable voluntad del prójimo» es una cláusula importante. La vida es más importante que la propiedad. Es irrazonable rehusar dar a alguien algo que necesita para salvar su vida. Así, el hambriento que toma un pan, no roba. El refugiado que toma un coche o un bote para escapar de sus perseguidores, que amenazan su vida o su libertad, no roba.

Esta cláusula distingue también robar de tomar prestado. Si mi vecino no está en su casa y le cojo del garaje unas herramientas para reparar mi coche, sabiendo que él no pondría objeciones, está claro que no robo. Pero está igual de claro que es inmoral tomar prestado algo cuando sé que su propietario pondría dificultades. El empleado que toma prestado de la caja aunque piense devolver algún día ese «préstamo», es reo de pecado.

Siguiendo el principio de que todo lo que sea privar a otro contra su voluntad de lo que es suyo, si se hace deliberadamente, es pecado, ya vemos que, además de robar, hay muchas maneras de violar el séptimo mandamiento. Incumplir un contrato o un acuerdo de negocios, si causa perjuicios a la otra parte contratante, es pecado. También lo es incurrir en deudas sabiendo que no se podrán satisfacer, un pecado muy común en estos tiempos en que tanta gente vive por encima de sus posibilidades. Igualmente es pecado dañar o destruir deliberadamente la propiedad ajena.

Luego, están los pecados de defraudación: privar a otro con engaño de lo suyo. A este grupo pertenecen las prácticas de sisar en el peso, medidas o cambios, dar productos de inferior calidad sin abaratar el precio, ocultar defectos de la mercancía (los vendedores de coches de segunda mano, bueno, todos los vendedores, deben precaverse contra esto), vender con márgenes exorbitantes, pasar moneda falsa, vender productos adulterados, y todos los demás sistemas de hacerse rico en seguida, que tanto abundan en la sociedad moderna. Una forma de fraude es también no pagar el justo salario, rehusando a obreros y empleados el salario suficientes para vivir porque el exceso de mano de obra en el mercado permite al patrono decir: «Si no te gusta trabajar aquí, lárgate». Y también pecan los obreros que defraudan un salario justo si deliberadamente desperdician los materiales o el tiempo de la empresa, o no rinden un justo día de trabajo por el justo jornal que reciben.

Los empleados públicos son otra categoría de personas que necesitan especial precaución en este mandamiento. Estos empleados son elegidos y pagados para ejecutar las leyes y administrar los asuntos públicos, con imparcialidad y prudencia, para el bien común de todos los ciudadanos. Un empleado público que acepte sobornos -por muy hábilmente que se disfracen- a cambio de favores políticos, traiciona la confianza de sus conciudadanos que le eligieron o designaron, y peca contra el séptimo mandamiento.

También peca quien exige regalos de empleados inferiores.

Dos nuevas ofensas contra la justicia completan el cuadro de los pecados más comunes contra el séptimo mandamiento. Una es la recepción de bienes que se conocen son robados, tanto si nos los dan gratis o pagando. Una sospecha fundada equivale al conocimiento en este respecto. A los ojos de Dios, quien recibe bienes robados es tan culpable como el ladrón. También es pecado quedarse con objetos hallados sin hacer un esfuerzo razonable para encontrar a su propietario. La medida de este esfuerzo (inquirir y anunciar) dependerá, claro está, de su valor; y el propietario, si aparece, está obligado a reembolsar al que lo encontró de todos los gastos que sus pesquisas le hayan ocasionado.

No se puede medir el daño moral con una cinta métrica, ni hallar su total en una sumadora. Así, cuando alguien pregunta: «¿Qué suma hace que un pecado sea mortal?», no hay una respuesta preparada e instantánea. No podemos decir: «Si el robo no llega a 2.999 pesetas, es pecado venial; de 3.000 pesetas para arriba es ya pecado mortal». Sólo se puede hablar en general y decir que el robo de algo de poco valor será pecado venial y que robar algo valioso será pecado mortal (tanto si su gran valor es relativo como absoluto). Esto, como es natural, se aplica tanto al hurto propiamente dicho como a los demás pecados contra la propiedad: rapiña, fraude, recibir bienes robados, etcétera.

Cuando hablamos del valor relativo de algo, nos referimos a su valor considerando las circunstancias. Para un obrero con familia que mantener la pérdida de un jornal será normalmente una pérdida considerable. Robarle o estafarle su equivalente podría ser fácilmente pecado mortal. La gravedad de un pecado contra la propiedad se mide, pues, tanto por el daño que causa al des pojado como por el valor real del objeto implicado.

Pero, al juzgar el valor de un objeto (o de una suma de dinero) llegaremos a un punto en que toda persona razonable asentirá en que es un valor considerable, tanto si el que sufre la pérdida es pobre como si es rico. Este valor es el que denominaremos absoluto, un valor que no depende de las circunstancias. Y en este punto, la frontera entre pecado mortal y pecado venial es conocida sólo de Dios. Nosotros podemos decir con certeza que robar una peseta es pecado venial, y que robar diez mil, aunque su propietario sea la General Motors, es pecado mortal. Pero nadie puede decir exactamente dónde trazar la línea divisoria. Hace unos diez años los teólogos estaban de acuerdo en afirmar que el robo de tres o cuatro mil pesetas era materia grave absoluta, y una injusticia por ese importe era generalmente pecado mortal. Sin embargo, una pe seta de hoy no vale lo mismo que la peseta de hace diez años, y los libros de teología no pueden revisarse cada seis meses según el índice del «costo de vida». La conclusión evidente es que, si somos escrupulosamente honrados en nuestros tratos con el prójimo, nunca tendremos que preguntarnos: «¿Es esto pecado mortal o venial?» Para el que haya pecado contra la justicia, otra conclusión también evidente es que debe arrepentirse de su pecado, confesarlo, reparar la injusticia y no volver a cometerlo.

Y esto trae a cuento la cuestión de la restitución, es decir, resarcir los perjuicios causados por lo que hemos adquirido o dañado injustamente. El verdadero dolor de los pecados contra el séptimo mandamiento debe incluir siempre la intención de reparar tan pronto sea posible (aquí y ahora si se puede) todas las consecuencias de nuestra injusticia. Sin esta sincera intención de parte del penitente, el sacramento de la Penitencia es impotente para perdonar un pecado de injusticia.

Si el pecado ha sido mortal y el ladrón o estafador muere sin haber hecho ningún intento para restituir aun pudiendo hacerlo, muere en estado de pecado mortal. Ha malbaratado su felicidad eterna cambiándola por sus ganancias injustas.

Incluso los pecados veniales de injusticia no pueden perdonarse si no se restituye o no se hace el propósito sincero de restituir. Quien muere con pequeños hurtos o fraudes sin reparar, comprobará que el precio que sus bribonerías le costarán en el Purgatorio excede con mucho al de los beneficios ilícitos que realizó en su vida. Y referente a los pecados veniales contra el séptimo mandamiento será bueno mencionar de pasada que incluso los pequeños hurtos pueden constituir un pecado mortal si se da una serie continuada de ellos en un período corto de tiempo, de modo que su total sea considerable. Una persona que se apodere injustamente por valor de cien o doscientas pesetas cada semana, será reo de pecado mortal cuando el importe total alcance a ser materia grave pecaminosa.

Hay ciertos principios fundamentales que rigen las cuestiones de restitución. El primero de ellos es que la restitución debe hacerse a la persona que sufrió la pérdida, o a sus herederos si falleció. Y, suponiendo que no pudiera ser hallada y que sus herederos sean desconocidos, se aplica otro principio: nadie puede beneficiarse de su injusticia. Si el propietario es desconocido o no se puede hallar, la restitución deberá hacerse entonces dando los beneficios ilícitos a beneficencia, a instituciones apostólicas, etc. No se exige que el que restituye exponga su injusticia y arruine con ello su reputación; puede restituir anónimamente, por correo, por medio de un tercero o por cualquier otro sistema que proteja su buen nombre. Tampoco se exige que una persona se prive a sí misma o a su familia de los medios para atender las necesidades ordinarias de la vida para efectuar esa restitución. Sería un proceder pésimo gastar en lujos o caprichos sin hacer la restitución, comprando, por ejemplo, un coche o un abrigo de piel. Pero esto tampoco quiere decir que estemos obligados a vivir de garbanzos y dormir bajo un puente hasta que hayamos restituido.

Otro principio es que es el mismo objeto que se robó (si se robó un objeto) el que debe devolverse al propietario, junto con cualquiera otra ganancia natural que de él hubiera resultado; las terneras, por ejemplo, si lo que sé robó fue una vaca. Solamente cuando ese objeto ya no exista o esté estropeado sin posible reparación, puede hacerse la restitución entregando su valor en efectivo.

Quizá se haya dicho ya lo suficiente para hacernos una idea de lo complicadas que, a veces, pueden hacerse estas cuestiones de la justicia y los derechos. Por eso, no debe sorprendernos que incluso el sacerdote tenga que consultar sus libros de teología en estas materias.

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