» bibel » Otros » La fe explicada » Parte II.- Los mandamientos » CAPÍTULO XXI EL OCTAVO MANDAMIENTO DE DIOS
Sólo la verdad
El quinto mandamiento, además del homicidio, prohíbe muchas cosas. El sexto se aplica a muchos otros pecados aparte de la infidelidad marital. El séptimo abarca muchas ofensas contra la propiedad además del simple robo. El enunciado de los mandamientos, sabemos, es una ayuda para la memoria. Cada uno de ellos menciona un pecado específico contra la virtud a que dicho mandamiento se aplica, y se espera de nosotros que utilicemos ese enunciado como una especie de percha en que colgar los restantes pecados contra la misma virtud.
Así, no nos sorprende que el octavo mandamiento siga el mismo procedimiento. «No levantarás falso testimonio» prohíbe explícitamente el pecado de calumnia: dañar la reputación del prójimo mintiendo sobre él. Sin embargo, además de la calumnia, hay otros modos de pecar contra la virtud de la veracidad y contra la virtud de la caridad en palabras y obras.
La calumnia es uno de los pecados peores contra el octavo mandamiento porque combina un pe cado contra la veracidad (mentir), con un pecado contra la justicia (herir el buen nombre ajeno), y la caridad (fallar en el amor debido al prójimo). La calumnia hiere al prójimo donde más duele: en su reputación. Si a un hombre le robamos dinero, puede airarse o entristecerse, pero, normalmente, se rehará y ganará más dinero. Cuando manchamos su buen nombre, le robamos algo que todo el trabajo del mundo no le podrá devolver. Es fácil ver, pues, que el pecado de calumnia es mortal si con él dañamos seriamente el honor del prójimo, aunque sea en la estimación de una sola persona. Y esto es así incluso aunque ese mismo prójimo sea ajeno al daño que le hemos causado.
De hecho, esto es cierto también cuando dañamos seriamente la reputación del prójimo, deliberada e injustamente, sólo en nuestra propia mente. Esto es el juicio temerario, un pecado que afecta a mucha gente y del que quizá descuidamos examinarnos cuando nos preparamos para la confesión.
Si alguien inesperadamente realiza una buena acción, y yo me sorprendo pensando: «¿A quién tratará de engatusar?», he cometido un pecado de juicio temerario. Si alguien hace un acto de generosidad, y yo me digo: «Ahí está ése, haciéndose el grande», peco contra el octavo mandamiento. Quizá mi pecado no sea mortal, aunque fácilmente podría serlo si su reputación sufre seriamente en mi estimación por mi sospecha injusta.
La detracción es otro pecado contra el octavo mandamiento. Consiste en dañar la reputación ajena manifestando sin justo motivo pecados y defectos ajenos que son verdad, aunque no comúnmente conocidos. Por ejemplo, cuando comunico a amigos o vecinos las tremendas peleas que tiene el matrimonio de al lado, o que el marido viene borracho todos los sábados. Puede que haya ocasiones en que, con fines de corrección o prevención, sea necesario revelar a un padre las malas compañías del hijo; en que convenga informar a la policía que cierta persona salía furtivamente de la tienda que fue robada. Puede ser necesario advertir a los padres del vecindario que ese nuevo vecino tiene antecedentes de molestar sexualmente a niños. Pero, más comúnmente, cuando empezamos diciendo: «Creo que debería decirte...», lo que en realidad queremos decir es:
«Me muero de ganas de decírtelo, pero no quiero reconocer el hecho de que me encanta murmurar».
Aunque, por decirlo así, una persona hiera ella misma su propia fama por su conducta inmoral, sigue siendo pecado para mí difundir sin necesidad la noticia de su falta. Es en cierto modo parecido a robar a un ladrón: aunque sea un ladrón, si yo le robo, peco. No hace falta decir que mencionar lo que es común conocimiento de todos, no es pecado, como el caso del crimen cometido por alguien a quien condena un tribunal público. Pero, aún en estos casos, la caridad nos llevará a condenar el pecado y no al pecador, y a rezar por él.
En el octavo mandamiento, tanto como pecados de palabra y mente, hay pecados de oído.
Cometemos pecado si escuchamos con gusto la calumnia y difamación, aunque no digamos una palabra nosotros. Ese mismo silencio fomenta la difusión de murmuraciones maliciosas. Si nuestro placer al escuchar se debe a mera curiosidad, el pecado sería venial. Pero si nuestra atención está motivada por odio a la persona difamada, el pecado sería mortal. Cuando se ataque la fama de alguien en nuestra presencia, nuestro deber es cortar la conversación, o, por lo menos, mostrar con nuestra actitud que aquel tema no nos interesa.
El insulto personal (los teólogos prefieren llamarlo «contumelia») es otro pecado contra el octavo mandamiento. Es un pecado contra el prójimo que se comete en su presencia, y que reviste muchas formas. De palabra u obra podemos rehusar darle las muestras de respeto y amistad que le son debidas, como volverle la espalda o ignorar su mano extendida, como hablarle de modo grosero o desconsiderado o ponerle motes peyorativos. Un pecado parecido de grado menor es esa crítica despreciativa, ese encontrar faltas en todo, que para muchas personas parece constituir un hábito profundamente arraigado.
El chisme es también un pecado contra el oc tavo mandamiento. Este es el pecado del correveidile encizañador, a quien le falta tiempo para decir a Pedro lo que Juan ha dicho de él. También aquí ese chisme va precedido generalmente de «Creo que te convendría conocer...», cuando, muy al contrario, sería mejor que Pedro ignorara esa alusión que Juan ha hecho de él, una alusión que quizás salió por descuido o en un momento de irritación.
«Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios» es una buena cita para recordar en estas ocasiones.
Una mentira simple, es decir, la que no causa perjuicio ni se dice bajo juramento, es pecado venial. De este tipo suelen ser las que suelen contar los fanfarrones (y, muchas veces, los aficionados a la pesca). Están también las mentiras que se dicen para evitar una situación embarazosa a sí o a otros. Luego, aquellas que cuentan los bromistas burlones.
Pero, sea cual sea la motivación de una mentira, no decir la verdad es siempre pecado.
Dios nos ha dado el don de poder comunicar nuestros pensamientos para que manifestemos siempre la verdad. Cada vez que de palabra o hecho impartimos falsedad, abusamos de un don divino y pecamos.
De ahí se sigue que no existen las «mentirijillas blancas» ni las mentiras inocuas. Un mal moral, aun el mal moral de un pecado venial, es mayor que cualquier mal físico. No es lícito cometer un pecado venial ni siquiera para salvar de su des trucción al mundo entero.
Sin embargo, hay también que mencionar que puedo no decir la verdad sin pecar cuando injustamente traten de averiguar algo por mí. Lo que diga en ese caso podrá ser falso, pero no es una mentira: es un medio lícito de autodefensa cuando no queda otra alternativa.
Tampoco hay obligación de decir siempre toda la verdad. Desgraciadamente hay demasiados oliscones en este mundo que preguntan lo que no tienen derecho a saber. Es perfectamente legítimo dar a tales personas una respuesta evasiva. Si alguien me preguntara cuánto dinero llevo encima (y me sospecho que busca el «sablazo»), y yo le contestara que llevo mil pesetas cuando, en realidad, tengo diez mil, no miento. Tengo mil pesetas, pero no menciono las otras nueve mil que también tengo. Pero, sería una mentira, claro está, afirmar que tengo diez mil pesetas cuando sólo tengo mil.
Hay frases convencionales que, aparentemente, son mentiras, pero no lo son en realidad porque toda persona inteligente sabe qué significan. «No sé» es un ejemplo de esas frases.
Cualquier persona medianamente inteligente sabe que decir «no sé» puede significar dos cosas: que realmente desconozco aquello que me preguntan, o que no estoy en condiciones de revelarlo. Es la respuesta del sacerdote -del médico, abogado o pariente- cuando alguien trata de sonsacarle información confidencial. Una frase similar es «no está en casa». «Estar en casa» puede significar que esa persona ha salido efectivamente, o que no recibe visitas. Si la niña al abrir la puerta dice al visitante que mamá no está en casa, no miente; no tiene por qué manifestar que mamá está en el baño o haciendo la colada. A quien se engañe con frases como ésta (u otras parecidas de uso corriente) no le engañan: se engaña a sí mismo.
El mismo principio se aplica al que acepta como verídica una historia que se narra como chiste, sobre lo que cualquiera, con un poco de talento, se percata en seguida. Por ejemplo, si afirmo que en mi pueblo el maíz crece tanto que hay que cosecharlo en helicóptero, quien lo tome literalmente se está engañando a sí mismo. Sin embargo, estas mentiras jocosas pueden hacerse verdaderas mentiras si no aparece claramente ante el auditorio que lo que cuento es una broma.
Otro posible pecado contra el octavo mandamiento es revelar los secretos que nos han sido confiados. La obligación de guardar un secreto puede surgir de una promesa hecha, de la misma profesión (médicos, abogados, periodistas, etc.), o, simplemente, porque la caridad prohiba que yo divulgue lo que pueda ofender o herir al prójimo. Las únicas circunstancias que permiten revelar secretos sin pecar son aquellas que hacen necesario hacerlo para prevenir un daño mayor a la comunidad, a un tercero inocente o a la misma persona que me comunicó el secreto. Se incluye en este tipo de pecados leer la correspondencia ajena sin permiso o tratar de oír conversaciones privadas. En estos casos la gravedad del pecado será en proporción al daño u ofensa causados.
Antes de cerrar el tema del octavo mandamiento debemos tener presente que este mandamiento, igual que el séptimo, nos obliga a restituir. Si he perjudicado a un tercero, por calumnia, detracción, insulto o revelación de secretos confiados, mi pecado no será perdonado si no trato de reparar el daño causado lo mejor que pueda. Y esto es así incluso aunque hacer esa reparación exija que me humille o que sufra un perjuicio yo mismo. Si he calumniado, debo proclamar que me había equivocado radicalmente; si he murmurado, tengo que compensar mi detracción con alabanzas justas o moviendo a caridad; si he insultado, debo pedir disculpas, públicamente, si el insulto fue público; si he violado un secreto, debo reparar el daño causado del modo que pueda y tan deprisa como pueda.
Todo esto debe llevarnos a renovar la determinación sobre dos propósitos que, sin duda, hicimos tiempo ha: no abrir la boca si no es para decir lo que estrictamente creemos ser cierto; nunca hablar del prójimo -aunque digamos verdades sobre él- si no es para alabarle; o, si tenemos que decir de él algo peyorativo, que lo hagamos obligados por una razón grave.
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