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Leyenda negra (y II)

La cuestión de las distintas colonizaciones de las Américas (la ibérica y la anglosajona) es tan amplia, y son tantos los prejuicios acumulados, que sólo podemos ofrecer algunas observaciones.

Volvamos a la población indígena, tal como señalamos prácticamente desaparecida en los Estados Unidos de hoy, donde están registradas como «miembros de tribus indias» aproximadamente un millón y medio de personas. En realidad, esta cifra, de por sí exigua, se reduciría aún más si consideramos que para aspirar al citado registro basta con tener una cuarta parte de sangre india.

En el sur la situación es exactamente la contraria; en la zona mexicana, en la andina y en muchos territorios brasileños, casi el noventa por ciento de la población o bien desciende directamente de los antiguos habitantes o es fruto de la mezcla entre los indígenas y los nuevos pobladores. Es más, mientras que la cultura de Estados Unidos no debe a la india más que alguna palabra, ya que se desarrolló a partir de sus orígenes europeos sin que se produjese prácticamente ningún intercambio con la población autóctona, no ocurre lo mismo en la América hispano-portuguesa, donde la mezcla no sólo fue demográfica sino que dio origen a una cultura y una sociedad nuevas, de características inconfundibles.

Sin duda, esto se debe al distinto grado de desarrollo de los pueblos que tanto los anglosajones como los ibéricos encontraron en aquellos continentes, pero también se debe a un planteamiento religioso distinto. A diferencia de los católicos españoles y portugueses, que no dudaban en casarse con las indias, en las que veían seres humanos iguales a ellos, a los protestantes (siguiendo la lógica de la que ya hemos hablado y que tiende a hacer retroceder hacia el Antiguo Testamento al cristianismo reformado) los animaba una especie de «racismo» o al menos, el sentido de superioridad, de «estirpe elegida», que había marcado a Israel. Esto, sumado a la teología de la predestinación (el indio es subdesarrollado porque está predestinado a la condenación, el blanco es desarrollado como signo de elección divina) hacía que la mezcla étnica e incluso la cultural fueran consideradas como una violación del plan providencial divino.

Así ocurrió no sólo en América y con los ingleses, sino en todas las demás zonas del mundo a las que llegaron los europeos de tradición protestante: el apartheid sudafricano, por citar el ejemplo más clamoroso, es una creación típica y teológicamente coherente del calvinismo holandés. Sorprende, por lo tanto, esa especie de masoquismo que hace poco impulsó a la Conferencia de obispos católicos sudafricanos a sumarse, sin mayores distinciones ni precisiones, a la «Declaración de arrepentimiento» de los cristianos blancos hacia los negros de aquel país. Sorprende porque aunque por parte de los católicos pudo haber algún comportamiento condenable, dicho comportamiento, al contrario de lo ocurrido en el caso protestante, iba en contra de la teoría y la práctica católicas. Pero da igual, hoy por hoy, parece ser que existen no pocos clericales dispuestos a endilgarle a su Iglesia culpas que no tiene.

Las formas de conquista de las Américas se originan precisamente en las distintas teologías: los españoles no consideraron a los pobladores de sus territorios como una especie de basura que había que eliminar para poder instalarse en ellos como dueños y señores. Se reflexiona poco sobre el hecho de que España (a diferencia de Gran Bretaña) no organizó nunca su imperio americano en colonias, sino en provincias. Y que el rey de España no se ciñó nunca la corona de emperador de las Indias, a diferencia de cuanto hará, incluso a principios del siglo XX, la monarquía inglesa. Desde el comienzo, y más tarde, con implacable constancia, durante toda la historia posterior, los colonos protestantes se consideraron con el derecho, fundado en la misma Biblia, de poseer sin problemas ni limitaciones toda la tierra que lograran ocupar echando o exterminando a sus habitantes. Estos últimos, como no formaban parte del «nuevo Israel» y como llevaban la marca de una predestinación negativa, quedaron sometidos al dominio total de los nuevos amos.

El régimen de suelos instaurado en las distintas zonas americanas confirma esta diferencia de las perspectivas y explica los distintos resultados: en el sur se recurrió al sistema de la encomienda, figura jurídica de inspiración feudal, por la cual el soberano concedía a un particular un territorio con su población incluida, cuyos derechos eran tutelados por la Corona, que seguía siendo la verdadera propietaria. No ocurrió lo mismo en el norte, donde primero los ingleses y después el gobierno federal de Estados Unidos se declararon propietarios absolutos de los territorios ocupados y por ocupar; toda la tierra era cedida a quien lo deseara al precio que se fijó posteriormente en una media de un dólar por acre. En cuanto a los indios que podían habitar esas tierras, correspondía a los colonos alejarlos o, mejor aún, exterminarlos, con la ayuda del ejército, si era preciso.

El término «exterminio» no es exagerado y respeta la realidad concreta. Por ejemplo, muchos ignoran que la práctica de arrancar el cuero cabelludo era conocida tanto por los indios del norte como por los del sur. Pero entre estos últimos desapareció pronto, prohibida por los españoles. No ocurrió lo mismo en el norte. Por citar un ejemplo, la entrada correspondiente en una enciclopedia nada sospechosa como la Larousse dice: «La práctica de arrancar el cuero cabelludo se difundió en el territorio de lo que hoy es Estados Unidos a partir del siglo XVII, cuando los colonos blancos comenzaron a ofrecer fuertes recompensas a quien presentara el cuero cabelludo de un indio fuera hombre, mujer o niño.»

En 1703 el gobierno de Massachusetts pagaba doce libras esterlinas por cuero cabelludo, cantidad tan atrayente que la caza de indios, organizada con caballos y jaurías de perros, no tardó en convertirse en una especie de deporte nacional muy rentable. El dicho «el mejor indio es el indio muerto», puesto en práctica en Estados Unidos, nace no sólo del hecho de que todo indio eliminado constituía una molestia menos para los nuevos propietarios, sino también del hecho de que las autoridades pagaban bien por su cuero cabelludo. Se trataba pues de una práctica que en la América católica no sólo era desconocida sino que, de haber tratado alguien de introducirla de forma abusiva, habría provocado no sólo la indignación de los religiosos, siempre presentes al lado de los colonizadores, sino también las severas penas establecidas por los reyes para tutelar el derecho a la vida de los indios.

Sin embargo, se dice que millones de indios murieron también en América Central y del Sur. Murieron, qué duda cabe, pero no como para estar al borde de la desaparición como en el norte. Su exterminio no se debió exclusivamente a las espadas de acero de Toledo y a las armas de fuego (que, como ya vimos, casi siempre fallaban), sino a los invisibles y letales virus procedentes del Viejo Mundo.

El choque microbiano y viral que en pocos años causó la muerte de la mitad de la población autóctona de Iberoamérica fue estudiado por el grupo de Berkeley, formado por expertos de esa universidad. El fenómeno es comparable a la peste negra que, procedente de India y China, asoló Europa en el siglo XIV. Las enfermedades que los europeos llevaron a América como la tuberculosis, la pulmonía, la gripe, el sarampión o la viruela eran desconocidas en el nicho ecológico aislado de los indios, por lo tanto, éstos carecían de las defensas inmunológicas para hacerles frente. Pero resulta evidente que no se puede responsabilizar de ello a los europeos, víctimas de las enfermedades tropicales a las que los indios resistían mejor. Es de justicia recordar aquí, cosa que se hace con poca frecuencia, que la expansión del hombre blanco fuera de Europa asumió a menudo el aspecto trágico de una hecatombe, con una mortalidad que, en el caso de ciertos barcos, ciertos climas y ciertos autóctonos, alcanzó cifras impresionantes.

Al desconocer los mecanismos del contagio (faltaba mucho aún para Pasteur) hubo hombres como Bartolomé de las Casas -figura controvertida que habrá que analizar prescindiendo de esquemas simplificadores- que fueron víctimas del equívoco: al ver que aquellos pueblos disminuían drásticamente, sospecharon de las armas de sus compatriotas, cuando en realidad no eran las armas las asesinas, sino los virus. Se trata de un fenómeno de contagio mortífero observado más recientemente entre las tribus que permanecieron aisladas en la Guayana francesa y en la región del Amazonas, en Brasil.

La costumbre española de decir ¡Jesús!, a manera de augurio a quien estornuda, nace del hecho de que un simple resfriado (del cual el estornudo es síntoma) solía ser mortal para los indígenas que lo desconocían y para el que carecían de defensas biológicas.

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