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Derechos del hombre (3)
A los problemas generales (de los que hemos hablado) planteados por la «Declaración de los derechos del hombre» de 1789 y la de 1948, otros se añadían -y se añaden- cuando se examinan concretamente los textos.
El texto de 1789 dice: «La Asamblea Nacional reconoce y declara, en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo, los siguientes derechos del hombre y del ciudadano. Artículo 1: Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos.»
Ese «Ser Supremo» (el Dios sin cara e inaccesible en el Cielo del deísmo de los ilustrados, el «Gran Relojero» de Voltaire, el «Gran Arquitecto del Universo» de los masones) es la única referencia «religiosa». Pero es una reverencia puramente ritual a Algo (más que a Alguien) que está sobre las nubes, que no tiene nada que ver con lo que los hombres establecen autónomamente, basándose sólo en aquel libre «pacto social» que, para Rousseau, es la única base de la convivencia humana.
Otra cosa es el Bill of Rights, aquella «Patente de derechos» proclamada doce años antes, en 1776, por los constituyentes americanos. La Constitución de Estados Unidos declara: «Todos los hombres han sido creados iguales y tienen unos derechos inalienables que el Creador les otorga...». Pese al origen estrictamente masónico de Estados Unidos (todos los padres fundadores, como Franklin o Washington, estuvieron abiertamente afiliados a las logias, y la gran mayoría de sus presidentes lo ha estado y lo está), el documento americano no establece el fundamento de los derechos del hombre en la voluntad de éste, sino en el proyecto de un Dios Creador. No es casualidad que ni la proclamación de independencia americana ni su Constitución provocaron reacciones en los ambientes católicos. Y siempre fue reconocida la lealtad patriótica de los católicos de la Federación.
La diferente actitud de Roma ante la «Declaración» francesa obedeció a que, mientras para los americanos es el Creador quien hace a los hombres iguales y libres, para los franceses los hombres nacen libres e iguales porque así lo establece la Razón, porque ellos lo quieren y lo proclaman. Hermanos: pero sin padre.
La paradoja es aún más evidente en la «Declaración» de la ONU: aquí, para conseguir el mayor consenso (pero aún así los países musulmanes no quisieron adherirse: mujeres y esclavos, para el Corán, no son y no pueden ser «iguales» a quien es hombre y libre) se eliminó cualquier referencia a ese inocuo «Ser Supremo». Dice el texto de las Naciones Unidas, en su primer artículo: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales por dignidad y derechos. Ellos están dotados de razón y conciencia y deben actuar los unos hacia los otros con espíritu de fraternidad.»
Aquí también nos encontramos ante el «deber» de una fraternidad sin paternidad común. No se dice, por lo tanto, dónde estriba este «deber», por qué hay que respetarlo, ni se quiere decir. Es el drama de toda moral «laica»: un «¿por qué escoger el bien en lugar del mal?» que queda sin ninguna respuesta razonable.
En efecto, la «Declaración» de las Naciones Unidas es quizás el documento internacional más violado y escarnecido de toda la historia, incluso por parte de gobiernos que, mientras pisan todos los derechos del hombre, que solemnemente han votado y aceptado, se sientan y pontifican en aquella misma Asamblea de Nueva York. Es suficiente dar una mirada al informe anual de Amnistía Internacional: lectura aterradora que nos enseña la eficacia de los «compromisos morales» y de las declaraciones de libertad, igualdad y fraternidad que sólo se basan en la «razón» y no derivan de Alguien cuya ley trascienda al hombre.
Que este resultado fuera inevitable ya lo había previsto la Iglesia, confirmando de hecho una desconfianza secular. Antes de ser proclamada la «Declaración» de la ONU, el Osservatore Romano (15 de octubre de 1948) publicaba un comunicado oficial, hoy completamente olvidado, escrito, según una atribución nunca desmentida, por Pío XII. Se observaba en él, entre otras cosas: «No es por lo tanto Dios, sino el hombre, quien anuncia a los hombres que son libres e iguales, dotados de conciencia e inteligencia, y que deben considerarse hermanos. Son los mismos hombres que se invisten de prerrogativas de las que también podrán arbitrariamente despojarse.» Una crítica en la línea de la tradición. Ya hemos recordado cómo la formulaba Étienne Gilson en 1934.
Confirmando la negativa a tomar en serio una «Declaración» cuyo efecto principal parecía el aumento de la hipocresía, más que de la fraternidad entre los hombres, el Papa Pacelli nunca mencionó el documento de la ONU en los diez años que le quedaban. Y cuando Juan XXIII, en 1963, publicó la Pacem in terris, citó aquel texto, pero (lo recordábamos) preocupándose de advertir que «en algún punto esta Declaración ha provocado objeciones y ha sido objeto de reservas justificadas». Interrogado a propósito de esto, el Papa Roncalli dijo que de todas las «reservas» y «objeciones» la principal era precisamente «la falta de fundamento ontológico»: o sea, los derechos humanos basados exclusivamente en el terreno blando y falaz de la buena voluntad del hombre.
Mirando al presente, ya se sabe con cuánta energía y pasión Juan Pablo II proclama esos «derechos» en el mundo, pero su adhesión - confirmada abiertamente en ocasión del 40.° aniversario de la ONU- no está falta de críticas.
Sólo dos ejemplos. El primero, la carta del 10 de diciembre de 1980 a los obispos de Brasil: «Los derechos del hombre sólo tienen vigor allá donde sean respetados los derechos imprescriptibles de Dios. El compromiso para aquéllos es ilusorio, ineficaz y poco duradero si se realiza al margen o en el olvido de éstos.»
Otro ejemplo: el discurso en Munich, el 3 de mayo de 1987: «Hoy día se habla mucho sobre derechos del hombre. Pero no se habla de los derechos de Dios.»
Y seguía: «Los dos derechos están estrechamente vinculados. Allá donde no se respete a Dios y su ley, el hombre tampoco puede hacer que se respeten sus derechos. Hay que dar a Dios lo que es de Dios. Así sólo será dado al hombre lo que es del hombre.» Como hablaba en ocasión de la beatificación de un jesuita víctima del nazismo, Juan Pablo II continuaba: «Nosotros ya hemos comprobado claramente, también en la conducta de los dirigentes del nacionalsocialismo, que sin Dios no existen sólidos derechos para el hombre. Ellos despreciaron a Dios y persiguieron a sus servidores; es así que trataron inhumanamente a los hombres.»
A propósito del nazismo, hay que decir (sin quitar nada al horror hitleriano) que en su caso, los mismos Estados que quisieron la «Declaración» de 1948 y que hoy celebran el segundo centenario de la de 1789, pasaron por alto el artículo 11 de la primera y el artículo 8 de la segunda. Dice el texto de la ONU: «Nadie será condenado por acciones u omisiones que, en el momento que se cometieron, no constituían acto delictivo según el derecho nacional e internacional.»
Y el texto de la Revolución: «Nadie puede ser condenado si no es en virtud de una ley establecida y promulgada con anterioridad al delito.» Eminentes juristas de todo el mundo, con garantías de objetividad, han señalado que, a la luz de la prohibición absoluta de una ley retroactiva, los procesos contra los jerarcas alemanes (empezando por el proceso de Nuremberg) y del Japón derrotado violan aquellas «Declaraciones». En efecto, una vez terminada la guerra -y expresamente, para estos procesos- se definieron las figuras (desconocidas hasta entonces) del «crimen contra la humanidad» y del «crimen contra la paz», por cuya violación -cometida cuando las figuras jurídicas aún no existían- aquellos jerarcas fueron condenados a la pena capital o a cadena perpetua. Que quede claro: desde el punto de vista moral, estos tipos merecían semejante fin. Pero a nivel jurídico es otro asunto (sin olvidar que, una vez más pasando por alto el derecho, los jueces -representantes de los vencedores- eran parte en causa y no magistrados imparciales).
Es un ejemplo más de lo que Juan Pablo II, igual que sus predecesores, recuerda: basado exclusivamente en el hombre, todo «derecho del hombre» está en poder del hombre, sufre impunemente violaciones y excepciones y puede ser manipulado según la conveniencia política.
Del director
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