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Los regicidas

Noche entre el 16 y 17 de mayo de 1793: la Convención Nacional vota la condena a muerte del rey Luis XVI. Los votantes (con llamada nominal, por lo tanto de forma manifiesta) son 721. De ellos, 361 dicen «sí» a la guillotina, 360 dicen «no». La diferencia es de un solo voto, pero para el rey y la monarquía es el fin. Ilustran bien el clima en que se desarrollaron la discusión y el voto, declaraciones como la del diputado jacobino Legendre, quien dijo estar convencido de la necesidad de «degollar al puerco» y enviar luego un trozo a cada departamento, como advertencia a los reaccionarios y exhortación para los revolucionarios. Danton recuerda en la Convención: «No queremos juzgar al rey, queremos matarlo.» Y Robespierre: «Ustedes no son jueces, no hay que hacer ningún proceso. Decapitar al rey es una medida indispensable para la salud pública.» El abbé Grégoire, el obispo líder de la Iglesia cortesana, quien ha jurado fidelidad al nuevo régimen, truena: «Los reyes son, en el orden espiritual, lo que la gangrena es en el orden material.»

Pero a veces los historiadores son indiscretos. Y alguien se ha molestado en mirar qué ocurrió con los 361 que votaron la guillotina para el que llamaban, despectivamente, «el ciudadano Luis Capeto». De ellos 74 murieron de forma violenta: casi todos, a su vez, degollados. Es la revolución que, como se sabe, siempre devora a sus propios padres e hijos. Otros murieron por otras causas. Pero de los supervivientes, 121 buscaron y obtuvieron cargos públicos, a veces de mucha responsabilidad, bajo el imperio de Napoleón.

Se habían llamado a sí mismos, con orgullo, «regicidas»; y en la petición de condena a muerte para Luis XVI habían visto (eso dijeron) el fin de todos los privilegios, los derechos divinos, las desigualdades, las autoridades que no derivaban del pueblo. Mataron pues a un rey tal vez inepto, pero pacífico; y pocos años más tarde se pusieron al servicio de un emperador feroz que había querido ser coronado por el Papa (lo que nunca pretendió la antigua dinastía), e intentaba restaurar los fastos monárquicos del Roi Soleil.

Cosas que es preciso recordar. Pero que no sorprenden a quien conoce un poco a los hombres. A partir, obviamente, de sí mismo.

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