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Cristianos y nazis (1)
A cien años del nacimiento de Hitler, queremos hacer una puntualización. Está dedicada a aquellos católicos que sólo entonan el mea culpa en respuesta al viejo coro de acusaciones, como si la Iglesia fuera la responsable de aquel cristiano austriaco.
Pero la verdad es ésta: en mayor o menor medida, todos comparten la responsabilidad de lo acaecido entre 1933 y 1945. Sin embargo, si Alemania hubiera sido católica, no habría responsabilidades que echarse en cara: el nacionalsocialismo habría seguido siendo una facción política impotente y folclórica.
Primero fueron Lutero y sus sucesores y luego, en el siglo XIX, Otto von Bismarck, quienes intentaron, con toda la violencia a su alcance, desterrar de Alemania el catolicismo, considerado como una sumisión a Roma indigna de un buen patriota alemán. El «Canciller de Hierro» definió su persecución de los católicos como Kulturkamp, «lucha por la civilización», con el fin de separarlos por la fuerza del papado «extranjero y supersticioso» y hacerlos confluir en una activa Iglesia nacional, al igual que pretendían los luteranos desde siglos atrás. No lo consiguió y al final fue él quien se vio obligado a ceder (sin embargo, la fidelidad a Roma fue hasta 1918 una deshonra que impedía el ascenso a los altos escalafones del Estado y del Ejército).
Después de la Reforma luterana, sólo un tercio de los alemanes siguió siendo católico. Hitler no llegó al poder mediante un golpe de Estado, lo hizo con toda legalidad, mediante el democrático método de elecciones libres. No obstante, en ninguna de aquellas elecciones obtuvo mayoría en los Länder católicos, los cuales, obedientes (entonces lo eran...) a las indicaciones de la jerarquía, votaron unidos, como siempre, por su partido, el glorioso Zentrum, que ya había desafiado victoriosamente a Bismarck y que también se opuso a Hitler hasta el último momento.
Y esto fue (dato que se olvida pronto), lo que no hicieron los comunistas, para quienes, hasta 1933, el enemigo principal no era el nazismo, sino la «herética» socialdemocracia. Se ha hecho todo lo posible para que olvidemos que Hitler nunca habría desencadenado la guerra sin la alianza con la Unión Soviética que, en 1939, bajó al campo de batalla con los nazis para dividirse Polonia. Y fueron los soviéticos quienes, al librar a Hitler de la amenaza del doble frente, le permitieron llegar hasta París, después de conquistar Varsovia. Hasta la «traición» de Hitler en el verano de 1941, las materias primas rusas sostuvieron el esfuerzo germano durante sus buenos veintidós meses. Los motores de los carros de combate nazis del Blitz en Polonia y en Francia y los aviones de la batalla de Inglaterra rodaron con el petróleo de la soviética Bakú. Hasta esa fecha, en los países ocupados, como Francia, los comunistas locales obedecían las directrices de Moscú y estaban de parte de los nazis, no de la resistencia.
Sirvan estos hechos por las décadas de alardes de «importantes méritos antifascistas» del comunismo internacional, tan predispuesto a definir a los católicos (los «clérigo-fascistas») de encubridores de la gran tragedia. No son méritos los que ostentan los comunistas sino responsabilidades gravísimas. Al nazismo no lo venció de ningún modo la iniciativa de Stalin, quien, por el contrario, se sintió traicionado por el ataque imprevisto de la aliada Berlín. Lo venció la resistencia, de cuyos méritos intentó luego apropiarse el marxismo, tras una decisión tardía y obligada por el revés alemán.
El nazismo cayó gracias a la obstinación de Inglaterra, que consiguió atraer tras de sí a la potencia industrial americana y que, de acuerdo con su política tradicional más que por motivos ideales (el propio Churchill había sido admirador de Mussolini y tuvo palabras de aprecio y elogio para Hitler; además, el partido fascista local recogía simpatía y apoyo en la isla), nunca había soportado la existencia de una potencia hegemónica en la Europa continental. Así había ocurrido con Napoleón y la entrada en la guerra de 1914: ésta no fue una guerra de principios sino de estrategia imperial. A principios de siglo, la Gran Bretaña victoriana no había mostrado intenciones y procedimientos muy distintos de los de la Alemania hitleriana contra los bóers sudafricanos. Por desgracia, en política (y en la guerra, que es su continuación), no existen los paladines de ideal inmaculado.
Volviendo al ascenso de Hitler, recordaremos que, también en las decisivas elecciones de marzo de 1933, los Länder protestantes le proporcionaron la mayoría, pero las zonas católicas lo mantuvieron en minoría. El presidente Hindenburg, respetando la voluntad de la mayoría de los electores, confió la cancillería a aquel austriaco de cuarenta y cuatro años, de orígenes oscuros (quizás parcialmente judío, según algunos historiadores). El 21 de marzo, día de la primera sesión del Parlamento del Tercer Reich, Goebbels proclamó el «Día de la Revancha Nacional». Las solemnes ceremonias se abrieron con un servicio religioso en el templo luterano de Postdam, antigua residencia prusiana.
Joachin Fest, el biógrafo de Hitler, escribe: «Los diputados del católico Zentrum tenían permiso para entrar en el servicio religioso (luterano) de la iglesia de los santos Pedro y Pablo sólo por una puerta lateral, en señal de escarnio y venganza. Hitler y los jerarcas nazis no se presentaron "a causa -dijeron- de la actitud hostil del obispado católico".» La famosa foto de Hindenburg estrechando la mano de un Hitler vestido con casaca se realizó en los escalones del templo protestante. «Inmediatamente después -escribe Fest- el órgano entonó el himno de Lutero: Nun danket alle Gott, y que ahora todos alaben a Dios.» Era el principio de una tragedia que vería el asesinato de cuatro mil sacerdotes y religiosos católicos, por el mero hecho de serlo.
Desde 1930, en la Iglesia luterana los Deutschen Christen (los Cristianos Alemanes) se habían organizado siguiendo el modelo del partido nazi en la «Iglesia del Reich» que sólo aceptaba a bautizados «arios». Después de las elecciones de 1933, Martin Niemoller, el teólogo que luego se pasó a la oposición, «en nombre -escribió- de más de dos mil quinientos pastores luteranos no pertenecientes a la "Iglesia del Reich"», envió un telegrama a Hitler: «Saludamos a nuestro "Führer", dando gracias por la viril acción y las claras palabras que han devuelto el honor a Alemania. Nosotros, pastores evangélicos, aseguramos fidelidad absoluta y encendidas plegarias.»
Se trata de una larga y penosa historia que, también en julio de 1944, tras el fallido atentado a Hitler, mientras lo que quedaba de la Iglesia católica alemana guardaba un profundo silencio, los jefes de la Iglesia luterana enviaban otro telegrama: «En todos nuestros templos se expresa en la oración de hoy la gratitud por la benigna protección de Dios y su visible salvaguarda.» Una pasividad, que, como veremos, no fue casual.
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