» bibel » Otros » Leyendas negras de la Iglesia » VI. LOS HERMANOS SEPARADOS Y LA IGLESIA
Arrepentimientos protestantes
Todos los años, a finales de agosto, se reúne en Torre Pellice el Sínodo de la Iglesia valdense, federada desde hace algún tiempo con la Iglesia metodista.
En esta ocasión se respira tensión entre los representantes de la única comunidad cristiana no católica de origen italiano. Hasta tal punto que en una intervención especialmente apreciada incluso por el moderador, un delegado ha pedido para su Iglesia «una moratoria penitencial de cinco años».
Entre las razones de esta propuesta de «penitencia» se cuenta el dato que incluso en los más altos niveles, los valdenses habían escogido muchos años atrás la «opción socialista», alineándose abiertamente no sólo con el «comunismo a la italiana» de los seguidores de Berlinguer, sino también, al menos en algunos sectores de las altas jerarquías, con el marxismo «puro y duro» de los grupos y grupúsculos extraparlamentarios.
Muchos pastores habrían presentado su candidatura en las listas comunistas, y no sólo para colaborar en el plano práctico. Ésta se justificaba a menudo teológicamente, con la Biblia, como si Jesucristo hubiera aparecido entre los hombres para allanar el terreno al verdadero, definitivo y «científico» Mesías, aquel otro judío llamado Karl Marx. Por otro lado, todavía se encuentra en el catálogo de la editorial valdense el nombre de Ferdinando Belo, el ex sacerdote portugués, autor de la grotesca «lectura materialista del Evangelio», que por desgracia fue tomada en serio. En el mismo catálogo se encuentran decenas de títulos semejantes que parecían anunciar el futuro y que, sin embargo, han acabado en la basura de la historia.
Cosas también acaecidas en la casa católica; sin embargo aquí, el paso a Marx para reforzarlo con la bendición de Abraham, Moisés y Jesucristo trastornó a no pocos religiosos y laicos, pero sólo a algunos obispos y, naturalmente, no salpicó a las élites. De esta suerte, el prefecto de la Congregación para la Fe se animó a definir el marxismo como «vergüenza de nuestro siglo» y fue atacado desde numerosos frentes, incluso en el seno de la propia Iglesia (y eso que ya estaban en 1985), pero la expresión que se utilizó entonces confirmaba una continuidad doctrinal que ya lleva siglo y medio de andadura.
En los documentos del Vaticano II no se cita nunca al marxismo y al comunismo, debido a un acuerdo secreto, hoy confirmado, entre la Santa Sede y la Iglesia ortodoxa rusa, cuyos jerarcas eran nombrados por el ministro soviético para los cultos, naturalmente con el visto bueno del KGB. El silencio sobre el marxismo, la ausencia de condena al comunismo, fue el precio puesto por los soviéticos a cambio de permitir participar a los observadores ortodoxos en el concilio y justificar así el calificativo de «ecuménico» que Juan XXIII anhelaba por encima de todo.
Un pacto desconcertante que algún cristiano amargado del Este aún no ha olvidado. También es cierto que el comunismo a la soviética, aunque silenciado, estuvo implícitamente incluido en la condena del ateísmo teórico pronunciada por los Padres conciliares en el documento final.
De cualquier modo, es preferible, naturalmente, el silencio «católico» que convertir a la Biblia en criada de Das Kapital, como sucedía tanto en las obras de los teólogos como también en los documentos oficiales de no pocas Iglesias protestantes, incluida la valdense. Con la oposición, todo sea dicho, de numerosos afiliados «de base», quienes enviaban al que esto escribe sus afligidos documentos en contra de la transformación de la fe en política «siniestra». Estos hermanos recordaban al grupo de mayoría valdense que «quien desposa el mundo, sus poderosos proveedores y sus modas, pronto queda viudo». Lo que sucedió puntualmente. Muchos tendrán ahora ocasión de meditar que el Evangelio no puede apresarse para ponerlo al servicio de los nuevos emperadores, aunque lleven haz y martillo y se proclamen «al servicio de los pobres».
El luto por el imprevisto y vergonzoso final de una «esperanza» mundana bautizada con entusiasmo es otro motivo de la solicitud de «moratoria penitencial» efectuada al Sínodo valdo-metodista.
Pero ya en los titulares de la primera página, el semanario que publica las crónicas y los actos de la audiencia de Torre Pellice habla de «sufrimiento».
La que sí ha sido sufrida es la decisión de revisar los pactos con el Estado y solicitar una participación en el reparto de la nada despreciable tarta del ocho por mil del IRPF.
Cuando tuvo lugar la revisión de los Pactos Lateranenses y se decidió este tipo de financiación para la Iglesia católica, así como para alguna pequeña comunidad que quiso acceder a ellos, entre los valdenses se elevó un coro de comentarios donde la indignación parecía ir acompañada de aquel afectado desprecio hacia el «papismo» que desde sus orígenes hasta nuestros días identifica a tantos sectores del mundo reformado.
Una vez más se atacó la «lógica concordatoria» que sólo identificaba al catolicismo romano. Por su parte, los valdenses también se habían puesto de acuerdo con el Estado italiano, pero a su pacto quisieron llamarlo «Intesa» y no «Concordato» porque esta última palabra les parecía antievangélica por excelencia. Así, rechazaron casi horrorizados la posibilidad de obtener aquel ocho por mil que los contribuyentes asignaban libremente, calificándola de «constantiniana».
Aun siendo un lector atento de la prensa valdense y considerándome algo versado en la historia del cristianismo, debo confesar que quedé sorprendido: es precisamente la propia Reforma la que sustituye al Papa con el príncipe y tiende a unificar la Iglesia y el Estado. La Alemania luterana, la Suiza calvinista, la Inglaterra anglicana ponen las finanzas de su Iglesia a cargo del Estado; sin ir más lejos, el sistema alemán todavía hoy tiene en el Estado a su recaudador de la «tasa eclesiástica». Por no hablar del Parlamento inglés, habilitado para legislar incluso sobre asuntos eclesiásticos, tanto teológicos como administrativos.
Por otro lado, como ya se le recordó al Sínodo, «los valdenses nunca han tenido problemas de conciencia por aceptar importantes contribuciones de las Iglesias hermanas en el extranjero, financiadas por sus propios Estados». Desde esta perspectiva resulta difícil el escandalizado rechazo, que se justificó en nombre del protestantismo y ahondando la polémica contra el «servil y venal catolicismo», de incluir también a la comunidad valdense entre las posibles destinatarias de la opción de los contribuyentes italianos. ¿Por qué hablar desde el púlpito de quien comparte la teología de la Iglesia de Estado de la «habitual búsqueda de privilegios de la Iglesia romana»?
En cualquier caso, la vida siempre es más fuerte que las teorías. Y los administradores «evangélicos» han divulgado que sin el dinero del ocho por mil, el 80 % de las obras valdo-metodistas está destinada al cierre. De ahí que en el Sínodo se produjera el sufrido debate, la votación y el predominio de una mayoría favorable a solicitar al Estado incluirlos también a ellos, los «puros», en la declaración de la renta como posibles beneficiarios de una cuota de los impuestos de los ciudadanos. El moderador votó en contra, pero al ser reelegido de inmediato, prometió, no sin cierta alusión a su «tormento», que respetaría la decisión del Sínodo y pediría al Estado que incluyera a su Iglesia en la «lógica concordatoria» tanto tiempo despreciada y anatemizada por los católicos.
Naturalmente, deseamos lo mejor a los valdo-metodistas, al igual que a cualquier otro hermano en Cristo, y sentimos hacia ellos una solidaridad de la que formamos parte. Por esta razón, una experiencia como la anterior nos parece muy positiva desde una perspectiva evangélica.
Es una lección de humildad cristiana, amarga pero benéfica; una llamada a no juzgar o despreciar a nadie, ni siquiera a aquellos católicos de quienes hasta hace poco fuentes valdenses decían que «vendían la pureza del Evangelio por un plato de lentejas».
A la luz de la fe no hay sólo «puros» o sólo «corruptos»: la condición humana y sus contradicciones nos unen a todos. Sólo Cristo está libre de pecado.
Del director
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