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La Sábana Santa (4)
El arzobispo de Turín, «custodio» del Santo Sudario en nombre de la Santa Sede, ha vuelto a hablar por fin tras el silencio de la jerarquía de la Iglesia después de la conferencia de prensa del 13 de octubre, que numerosos observadores juzgaron demasiado apresurada, como si todo siguiese más o menos igual que antes.
Resulta excelente la iniciativa del cardenal Ballestrero de retomar un asunto que únicamente podría parecer «secundario» a aquellos religiosos encerrados en los asépticos laboratorios de una teología supérflua por la ausencia de contacto con el «pueblo de Dios», al que sin embargo no cesan de aludir. Los centenares de cartas, telegramas y llamadas de teléfono que recibimos nosotros los periodistas comparten sentimientos de agitación: desconcierto, desilusión, amargura, rechazo a entregarse sin condiciones a la «Ciencia», incluso resentimiento por el modo en que se ha llevado a cabo y luego presentado el asunto. Aun admitiendo que el problema no sea «teológico» (incluso si, como apuntábamos, seis siglos de devoción y de liturgia planteen serios interrogantes al respecto), sigue siendo un importante problema pastoral que los hombres de Iglesia no pueden ignorar.
Manteniendo, pues, la «franqueza», el «hablar claro» -la parresía del Nuevo Testamento en lengua griega- que actualmente hasta los sínodos episcopales recomiendan a los laicos, consideramos un deber no ocultar nada. Nada. Ni siquiera el estado de ánimo que como periodistas (y, por tanto, intérpretes por oficio del humor popular) hemos advertido últimamente en el seno de esa «base de la Iglesia» a la que se dice querer tomar tan en serio como merece.
Es un estado de ánimo que puede empujar a un creyente, no precisamente lego en la materia, a escribir con amargura: «El Santo Lienzo fue custodiado y venerado religiosamente por los Saboya durante siglos y resulta que tan pronto llega a manos de los hombres de la Iglesia, por donación de la ilustre familia, se le hace pedazos y se le lanza a una irrespetuosa investigación a manos de extraños científicos que luego pregonan su falsedad.» Quien así se expresa es el mismo especialista (el archicatólico Romano Amerio, presidente emérito del Liceo cantonal de Lugano, reconocido internacionalmente por sus notables y acaso polémicos ensayos religiosos), que incluso llega a acusar a esos mismos «hombres de Iglesia» de «pecar contra la virtud religiosa, sin la menor consideración por el sentimiento del pueblo de Dios al que durante siglos mostraron la Sábana de Turín como una imagen impresionada directamente por el Santo Cuerpo del Señor, y no como un simple "icono", tal y como se pretende ahora». Más aún, según el mismo Amerio, «el pecado de los clérigos» sería nada menos que triple, incluyendo el de ir «contra la doctrina, otorgando a la ciencia una seguridad y exactitud que según el sistema católico no le competen». Y después, «el pecado contra la prudencia, por hacer dogma de la sentencia de tres peritos en lugar de proceder a nuevas pruebas, anulando de esta forma un siglo de estudios sindonológicos».
Son palabras duras que quizá estén dictadas por la comprensible conmoción del momento. Pero la parresía recomendada por la propia jerarquía obliga a reconocer que se trata de palabras que, aun llevándolos a un extremo inaceptable, expresan sentimientos realmente presentes en el seno del «pueblo de Dios», es decir, «signos de los tiempos» a los que deben enfrentarse los pastores de la Iglesia.
Volviendo a las declaraciones que el cardenal Ballestrero concedió en una entrevista al semanario de su diócesis, en ella dice: «Se ha dado crédito a la ciencia porque así lo ha pedido ella.» «Un gesto -añade- de coherencia cristiana.» Pero nunca hay nada sencillo, todo es siempre complicado. También el especialista inglés Christopher Derrick se remitía a la «coherencia», observando con el típico pragmatismo británico: «La ciencia y por tanto el C14 pueden considerarse exactos si damos por descontado que nunca tuvo lugar la Resurrección. Pero resultan menos creíbles si partimos de la hipótesis de que ésta haya podido tener lugar.»
En efecto, la ciencia sólo puede aplicarse a lo que es «repetible». Pero la Resurrección de Cristo es precisamente todo lo contrario. Como repite tres veces la carta a los Judíos es ápax por excelencia: algo que sucedió «una vez y para siempre». La fe nos induce a «apostar» por aquella Realidad fundacional de la propia fe, pero no sabemos nada de ella, empezando por lo que en el plano físico pueda significar esa misteriosa irrupción de vida en la tela del sudario al ponerse en contacto con aquel Cuerpo.
¿Y si los resultados de los análisis no fueran, como dicen algunos, una advertencia para conceder menos importancia a las «reliquias» sino, por el contrario, una llamada a tomarlas verdaderamente en serio, respetando su misterio y no cediendo al chantaje de los científicos que quieren «demostrar» con esos instrumentos suyos, que en este caso podrían manifestarse impotentes? ¿Quizás se trata de un «no tiréis las perlas...» con lo que va detrás (Mt. 7, 6)? Paul Claudel: «"De Él salía una fuerza que sanaba a todos" (Lc. 6, 19). Ha sido esa fuerza la que ha estampado las prodigiosas huellas.» ¿Ha sido esa misma fuerza la que de algún modo también ha trastornado la tela, cegando a nuestras máquinas?
Después de quedar excluida desde hace años cualquier otra hipótesis (imposible la pintura o la teoría de los vapores) parece existir un acuerdo sobre el hecho de que esa imagen es como «una ligera quemadura» imposible de obtener con medios humanos. ¿Qué «fuego» produjo tal fenómeno en el misterio de un sepulcro del que salió un ruido «como el de un gran terremoto» (Mt. 28, 2)? La «ciencia» es adecuada para el sudario de una momia. Pero si es «auténtico», éste es el Lienzo del que salió vivo de nuevo el Único que «Dios resucitó» (Ac. 2, 32). El carbono es un producto del Sol, ¿qué sucede si hipotéticamente se le pone en contacto con el Hijo de Aquel que ha creado y mueve el Sol? ¿Cómo «ponerle fecha» nosotros si está escrito: «Para Él un día es como mil años y mil años son como un día (2 Pe. 3, 8)»?
No, el caso del Sudario ya no se reduce, como afirma el cardenal, a la conservación y restauración de un «icono» medieval de origen desconocido. La misma razón en la que se apoya la ciencia (que cuando es auténtica es consciente de sus límites), nos asegura que el caso no está cerrado de ninguna manera.
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