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La Sábana Santa (5)

Pascal advierte que lo que pertenece al «orden», a la dimensión de la fe, debe juzgarse con categorías adecuadas. Es decir, con categorías que también pertenezcan a la fe desde una perspectiva religiosa.

Para llegar a las verdades científicas utilizamos el intelecto, la razón, el método experimental; para las verdades religiosas esos instrumentos pueden ayudar y deben acompañar hasta un cierto punto del camino, pero no son decisivos. Para «probar» la fe se necesita aquella scientia sanctorum, que nada tiene que ver con la scientia de los laboratorios, que es la mística, es decir «la experiencia concreta de la Divinidad», «el conocimiento verdadero y objetivo del Misterio», como si fuera por contacto directo. Las doctas dudas del «especialista» que se «vanagloria de su ciencia» (1 Cor. 8, 1) no pueden competir con el místico que «sabe» porque «ha visto» y «ha tocado». La mística es así la fuente de conocimiento más segura porque se basa en la experiencia objetiva, si bien misteriosa, de quien no precisa «apostar» por la fe ya que constata los hechos, es decir, se basa en la evidencia.

Por supuesto, como advertía Pablo, hay que actuar con prudencia, pues no todos los «místicos» lo son realmente. La Iglesia lo ha sabido siempre, mostrándose prudente incluso de modo exagerado.

Entre los místicos que parecen haber sido aprobados por el severo filtro eclesiástico, se halla Anna Caterina Emmerick, la humilde pastorcilla nacida en Westfalia en 1774, que fue rechazada por todos los monasterios y acogida después de padecer infinitas humillaciones entre las agustinas y que desde 1813 hasta su muerte en 1824 no abandonó el lecho. Emmerick mostró los estigmas y fue protagonista de impresionantes visiones que suscitaron desconfianza e incomprensión, tal vez por el modo incorrecto en que se recogieron. Por esta causa, así como por motivos políticos ligados a la situación alemana, pese a la veneración popular que siempre la rodeó, la causa de su beatificación no se puso en marcha hasta 1981. Mientras tanto, la Iglesia ya la ha declarado «sierva de Dios».

Gracias a la amabilidad de dos lectores, tengo sobre la mesa la cuarta edición de las visiones de Emmerick referidas a La dolorosa Passione de

N. S. GesùCristo («La dolorosa Pasión de N. S. Jesucristo»), editada en Bérgamo el año 1946 con imprimatur del obispo monseñor Bernareggi y, anterior a éste, el del vicario general de la diócesis de Ratisbona en Baviera. Pues bien, en estas páginas, garantizadas por el «imprímase» de dos autoridades eclesiásticas, se dicen cosas sorprendentes sobre algo que Emmerick vio desde su lecho de estigmatizada, hace unos ciento setenta años. En efecto, se trata del Sudario.

Así se nos informa que la que se venera en Turín no sería la original sino una «huella» (una copia) obtenida por vía milagrosa mucho tiempo después, aplicando sobre la antigua prenda de lino otra nueva. Respecto al Sudario «auténtico», éstas son las palabras textuales de la vidente: «He visto el original, un poco estropeado y rasgado, que honran en algún lugar de Asia cristianos no católicos. He olvidado el nombre de la ciudad, situada en las cercanías de la patria de los tres reyes (los Magos).»

Siguiendo con las misteriosas visiones de la sierva de Dios (visiones que, por otro lado, muchas veces precedieron el descubrimiento de la moderna arqueología bíblica), se envolvió en vendas al Crucificado y, enfajado de este modo, se le tendió sobre una sábana. Devolvámosle la palabra una vez más: «Un conmovedor milagro se operó entonces ante sus ojos. El cuerpo ultrasagrado de Jesús apareció con todas sus heridas reproducido sobre el sudario que lo envolvía con un color rojo oscuro, como si Jesús hubiese querido recompensar los cuidados y el amor que le dispensaban dejando su propia imagen a través de los velos que lo envolvían [...]. Su maravilla fue tan grande que abrieron la sábana y todavía fue mayor cuando vieron todas las vendas que enfajaban su cuerpo tan blancas como antes [...]. El lado de la sábana en el que se había acostado el cuerpo había recibido la marca del dorso del Redentor, mientras que el lado que le cubría recibió el de la parte delantera.»

Emmerick continúa diciendo que «vio muchas cosas relacionadas con la historia posterior de esta tela», como por ejemplo, que «se le honró en diversos lugares». Luego hace una precisión insólita: «Una vez fue causa de disputa y para poner fin a la misma se la lanzó al fuego.» Parece una mención a aquel «juicio de Dios» al que fue sometido realmente el Sudario, pero que la ignorante monja no podía conocer. También es un hecho sorprendente que sin haberse desplazado nunca de su región pudiera describir con exactitud el color de la imagen del sudario («rojo oscuro») y decir que éste reprodujo «todas sus heridas», dato que sólo ha podido plasmarse ochenta años después, con las primeras fotografías.

Éste es el pasaje desconcertante que ya habíamos mencionado: «Gracias a la plegaria de algún personaje santo se obtuvieron tres huellas, tanto de la parte posterior como de la anterior, con la simple aplicación de otra pieza de lino. Estas reproducciones, al recibir por contacto una consagración que la Iglesia quería concederles, han obrado grandes mi­lagros.» Después siguen las frases ya referidas acerca de la suerte del original, oculto en Asia.

Y por último, sorpresa final, aparece de repente el nombre de Turín: «También he visto en estas visiones otras cosas referidas a Turín...» Esas «otras cosas» parecen aludir al hecho de que la mística se refería precisamente a aquella ciudad (que no había mencionado antes) al hablar de las prodigiosas «reproducciones».

El «testimonio» de la tal vez futura beata debe acogerse con reserva desde una perspectiva «religiosa» pero no puede rechazarse a priori porque, como ya recordábamos, sobre hechos semejantes el místico «sabe» más que el científico y porque en la Iglesia ya existe un precedente famoso en materia de «huellas»: el manto del indio mexicano sobre el que en el siglo XVI la Virgen estampó, también como un acto prodigioso, la imagen venerada por toda América latina. ¿Es Turín una Guadalupe? Una pregunta que sólo rechazará con disgusto sin tratar de reflexionar sobre ella quien haya perdido el respeto al Misterio.

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