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La Sábana Santa (y 7)
La culpa, si es de alguien, no es toda nuestra. Son los lectores que, casi inundándonos con pruebas apasionadas, exigen que se vuelva a analizar aquel Enigma que se exhibe enrollado en un bastón y protegido por una triple cámara bajo la fascinante cúpula turinesa diseñada por el fraile matemático Guarino Guarini.
Ese «pueblo de Dios» que con toda justicia no se resigna, que se esfuerza en hallar una salida a la contradicción en la que parece haber caído la ciencia con sus resultados incompatibles (los del C14 y los acumulados en noventa años de sindonología), ese pueblo de creyentes que, como confirma nuestra abultada carpeta de correspondencia, parece «estar en todo».
Así, algunos insisten en que se preste atención a un aspecto hasta ahora poco considerado. Tampoco yo había reflexionado demasiado sobre el tema, aun siendo un lector interesado en todo lo que se escribe al respecto (a propósito: las Edizioni San Paolo ponen a la venta las Actas del IV Encuentro de Sindonología con el título La Sindone. Indagini scientifiche [«La Sábana Santa. Estudios científicos»]. Es un volumen al que echar una ojeada para ratificar la riqueza de unos estudios que no pueden ser anulados por la existencia de un solo resultado discordante).
Después de los sospechosos resultados de la datación «medieval» efectuada por medio del radiocarbono, formulamos la pregunta principal: ¿es posible asegurar la existencia del Sudario antes de finales del siglo XIII
o principios del XIV? Es sabido que muchos expertos consideran insuficientes los textos que nos han llegado hasta ahora. Pero los archivos de las Iglesias orientales todavía siguen casi inexplorados. ¿Por qué teniendo más de seiscientos ateneos, universidades e institutos universitarios católicos en el mundo, hasta ahora esta y todas las demás investigaciones sobre el Lienzo se han dejado en manos y a expensas de la iniciativa de «particulares» de buena voluntad? ¿Por qué no programar una serie sistemática de estudios de historia, arqueología y ciencias físicas?
Desde el momento en que hay algo más que documentos escritos, algunos investigadores se han adentrado por la senda del arte, documentando el hecho de que en Oriente, a partir del siglo IV, el rostro de Jesucristo se reproduce con las mismas facciones, como si hubieran sido calcadas, a menudo con una fidelidad impresionante, del rostro del Sudario. Es posible que en los primeros siglos Occidente reconociera una mayor autoridad a Oriente y se adecuara también a ese canon, representando un Jesús siempre lampiño, tal vez de cabello rizado, y no largo y liso, o con la barba y el bigote que nosotros damos ahora «por descontado». Pero ¿quién podría haber sugerido estas facciones si no un «prototipo»?
Éste es un dato bastante conocido, aunque no tanto como el hecho de que los antiguos Padres de Oriente (y solamente ellos u otros con quienes mantuvieron contacto) insistieran en que Jesús era cojo, casi renco. Se cree que se inspiraron en Isaías («no tiene presencia ni belleza», 53, 2) o en el salmista («pero yo soy gusano, no hombre», 21, 7). No obstante, en ningún pasaje de las Escrituras se dice que el Mesías cojease.
Y sin embargo esta convicción fue tan profunda que en el arte griego, e inmediatamente en todo el arte ruso y el del Oriente eslavo, se representó la cruz con un suppedaneum, un apoyo para los pies, inclinado como para un hombre con una pierna larga y otra corta. Y no sólo eso: con frecuencia se representa a ese hombre con la famosa «curva bizantina», es decir, con el cuerpo sometido a una torsión lateral, como sucedería con un renco. En la representación estilizada que sigue vigente hoy día, la cruz greco-eslava todavía conserva inclinado aquel sostén para los pies.
Se ha tratado de explicar este detalle con simbologías -por ejemplo, la balanza de la justicia como un signo del poder de Cristo que habría desplazado la madera-, pero se revelan tardías e insuficientes. Esto también se debe a que una investigación sobre los iconos más antiguos ha reparado en que a menudo María sostiene en brazos a un Jesús niño con las piernas y los pies deformes. En un monasterio se encontró una conmovedora imagen de la Virgen, que contempla entristecida a su criatura, coja de nacimiento.
No existe ninguna explicación para las afirmaciones de aquellos padres y los usos del arte oriental. Ninguna, salvo que el Sudario procede del mismo Oriente. No uno de los muchos apócrifos sino este Sudario, el cual, si se mira por la parte posterior, nos muestra a un Jesús cojo, con la pierna derecha bastantes centímetros más larga que la izquierda. No sólo nos muestra a un hombre cojo sino desviado por la luxación de la cadera y la deformación del hombro agravada por el peso de la cruz. Los numerosos médicos que han estudiado la Sábana no guardan dudas al respecto: primero se clavó el pie derecho, el izquierdo fue retorcido clavándolo más arriba y de lado. Todo el eje del cuerpo quedó desequilibrado por los malos tratos. Cuando se descolgó el cadáver, el rigor mortis dejó las piernas deformadas, mientras que la cadera permaneció elevada y el hombro bajado. De este modo dejaron sobre la Sábana las huellas que llevaron a engaño a los orientales, quienes pensaron en malformaciones congénitas.
Es cierto que si el Sudario que nosotros conocemos es anterior a lo que indica el C14, durante siglos tuvo que llevar una vida semiclandestina. Primero, por la oposición de los judíos (en sus visiones, Emmerick habla en dos ocasiones de la «captura» de la prenda por los judíos); luego, por la lucha iconoclasta. Pasada ésta, por el temor a los robos (temor justificado si acabó en Europa gracias a una incursión de los cruzados). Ello no impidió una presencia subterránea, sino todo lo contrario, que parece manifestarse discreta pero tenazmente a lo largo de las páginas de los Padres, que presentan a Jesús como cojo y deforme, o en el arte de los iconos que, como es sabido, no se dejaban al arbitrio del monje pintor sino que respondían a rígidas prescripciones oficiales de la Iglesia.
Estos datos también deben servir para contrastar la hipótesis de la «falsificación medieval». Con esto y con todo lo que ha inducido a la revista Civiltà Cattolica a dedicar al Sudario este profundo verso de Eliot: «A// our knowledge bring us nearer to our ignorance», todo nuestro saber nos acerca a nuestra ignorancia, abriéndonos así al misterio. De éste tal vez forme parte también el hecho de que, pese a todas las investigaciones, no se han hallado otras imágenes equiparables al Sudario. Con una sola excepción: en 1898 (justo el año de las primeras fotos turinesas del abogado Secondo Pia) moría el monje eremita libanés Sarbel Mekhluf. Los restos mortales permanecieron intactos y sin la rigidez habitual, y mantuvieron además una temperatura igual a la de un ser vivo, transpirando líquido hasta el punto que se le tenía que cambiar el hábito dos veces a la semana. Y esto siguió hasta que en 1950, al pasarle los comisarios encargados de su beatificación un amito por la cara, quedó impresionada en la prenda la única imagen conocida similar a la del Sudario. En diciembre de 1965, en presencia de todos los sacerdotes del Vaticano II, Pablo VI lo beatificó: era el primer santo oriental desde el siglo XIII. ¿Qué significa esto? ¿Una casualidad? ¿Pero es que existen «casualidades» en esta dimensión?
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