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¿Era mejor Torquemada?

Salman Rushdie acaba de lanzar una llamada desesperada que ha aparecido recientemente en las publicaciones más importantes de Occidente. En Italia la ha divulgado Panorama.

Rushdie, como todos saben, es el escritor en lengua inglesa de origen indio y musulmán al que el ayatolá y déspota iraní Jomeini hizo condenar a muerte en contumacia por un libro que se juzgó irreverente con Mahoma. Superando los conflictos y divisiones teológicas, la práctica totalidad del mundo musulmán aprobó la «sentencia» del líder político-religioso de Irán. En todos los países en los que había seguidores del islam se elevó un grito unánime: «¡Matad al blasfemo!» También en Londres y otras capitales europeas se produjeron manifestaciones de grupos de inmigrantes musulmanes que pedían la cabeza de Rushdie.

Con el fin de reforzar la creencia de que la eliminación del escritor blasfemo era un firme deber religioso de todo buen islámico, el gobierno iraní ha ofrecido como un motivo de aliento añadido una elevada cifra de dinero destinada a aquel fiel que triunfe en el intento. Gracias a suscripciones populares la «recompensa» ha aumentado muchísimo, de tal modo que quien hoy lograra matar a Rushdie habría solucionado todos sus problemas económicos y los de sus descendientes.

Si hasta ahora el condenado ha logrado escapar a un trágico final se lo debe al gobierno británico, que lo ha mantenido oculto trasladándolo de una localidad secreta a otra, poniéndolo bajo la custodia de los mejores comandos antiterroristas. En cambio, traductores y editores de la obra han sufrido durante ese tiempo diversos atentados.

Después de los más de tres años de esta no vida, Rushdie ha escrito la llamada a la que aludíamos. Dice que ya no puede más, que lo ha intentado todo para obtener el «perdón» de sus hermanos de fe habiendo tropezado siempre con respuestas feroces y con la advertencia de que ofender la reputación del Profeta es un pecado imperdonable en esta vida e inexpiable en el más allá.

También ha sido inútil su afirmación de ser un buen practicante, de haber sido incomprendido y de querer disculparse si no había llegado a hacerse entender.

Ahora Rushdie declara que ha perdido toda esperanza y que ve con resignación que «"musulmán" se está convirtiendo en una palabra aterradora». Por otro lado, dice que el Islam «no ha logrado crear en ningún lugar de la tierra una sociedad libre y no me permitirá de ningún modo que yo favorezca el advenimiento de ese tipo de comunidad». Menciona a un notable musulmán a quien se había dirigido para suplicar su mediación: «Me respondió con orgullo que, mientras él hablaba por teléfono, su esposa le cortaba las uñas de los pies, y me sugirió que encontrara una esposa así, obediente y humilde como desea ese Corán al que yo habría despreciado.»

Rushdie concluye diciendo que lo que, a semejanza del difunto «Socialismo Real», denomina «el Islam Realmente Existente», «ha hecho un dios de su Profeta, ha sustituido una religión sin sacerdotes con un cargamento de sacerdotes, hace de la adhesión a la letra del texto un arma y de la interpretación un crimen: por lo tanto, nunca permitirá que sobreviva una persona como yo».

Cometería un error quien se encogiera de hombros diciendo: «Son asuntos de ellos. Que se arreglen entre musulmanes.» Se equivocaría, además, porque acaba de llegar una pésima noticia a la que, al menos en Italia, nadie ha prestado atención. En París se ha dictado otra sentencia de muerte que, por primera vez, afecta a un escritor no islámico. Es más, se trata de un ensayista católico conocido y apreciado también entre nosotros y, por añadidura, en los ambientes «progresistas», esos que teorizan sobre la necesidad de «dialogar» siempre y en todas partes.

El condenado se llama Jean-Claude Barreau, y su última obra se titula De l'Islam en général et du monde moderne en particulier («Del Islam en general y del mundo moderno en particular»). Las predicciones del católico «progresista» Barreau a favor de una apertura del islamismo a una sociedad pluralista y democrática han agradado tan poco a la enorme y siempre en aumento masa de inmigrantes musulmanes en Francia (en la actualidad más de tres millones) como para inducir a la decisión de asesinar al incauto. Como informa la prensa francesa, Barreau ha tenido que mantenerse en la clandestinidad al igual que Rushdie. Los edificios en los que reside están vigilados día y noche por la policía armada y no puede moverse sin llevar escolta.

Es una señal inquietante de lo que nos espera. Así, esa intelligentsia que combate el cristianismo desde hace más de dos siglos en nombre de la libertad de expresión, conocerá los beneficios de tener que expresarse bajo la continua amenaza de muerte decretada por la Umma, la comunidad islámica.

Recalcaremos que la condena, a diferencia de las de la Inquisición, la sentencia un tribunal anónimo e inapelable que no contempla ninguna posibilidad de perdón o, al menos, de expiación incruenta. Como profetizaba Léon Bloy a principios de este siglo, ¿llegará el tiempo en que echaremos de menos a Torquemada?

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