» bibel » Otros » Leyendas negras de la Iglesia » IX. LAS OTRAS HISTORIAS
Montecassino
Cuando se viaja en vacaciones no faltan en modo alguno las ocasiones para hacer provechosas reflexiones. Por ejemplo, quienes al dirigirse a las playas meridionales desciendan hacia el sur de Roma podrán meditar un poco sobre la razón de que la abadía de Montecassino todavía se alce sobre la acrópolis, aunque sólo sea como una reconstrucción completa, como falsificación histórica.
En las décadas posteriores a la segunda guerra mundial, se llevaron a la práctica como nunca se había producido antes los esquemas del maniqueísmo: sólo existía el bien en un bando, el de las democracias anglosajonas, portadoras de civilización siempre y en cualquier lugar; el mal reinaba en el otro lado, el de la Alemania nazi, toda barbarie y maldad. Naturalmente, existen muy buenas razones para esta división entre luces y tinieblas. Y, al final, Italia ha podido confirmar su función histórica providencial provocando, si bien involuntariamente, la derrota del terrible Reich. Hitler, en sus últimos Tischreden, los «discursos de sobremesa», que siempre fueron rigurosamente transcritos (una costumbre alemana, por cierto: Martín Lutero y sus discípulos también nos han dejado los necesarios resúmenes), Hitler, pues, mientras las granadas soviéticas retumbaban ya sobre las bóvedas del búnker, reconoció que la alianza con Italia había sido su ruina. Ésta, pretendiendo «romperle los riñones» a Grecia, se encontró en cambio con que le invadían media Albania y casi se vio lanzada al mar por el pequeño pero combativo ejército helénico.
Atascados de este modo en los Balcanes, tuvo que ser el Blitz alemán el que salvara a los italianos mediante la invasión de Yugoslavia, pillando a los griegos desprevenidos. Fue una campaña imprevista e indeseada por el Estado Mayor de Berlín, pero que venía impuesta por la necesidad de sacar a los veleidosos y chapuceros aliados del embrollo en el que ellos mismos se habían metido.
Esta acción tuvo dos consecuencias decisivas: amplió enormemente el frente, creando luego una feroz guerrilla en los Balcanes ocupados. Pero, sobre todo, retrasó unas cuantas semanas la «Operación Barbarroja», es decir, el ataque contra la Unión Soviética: una dilación que resultó fatal para los alemanes, que, justo cuando llegaron a las afueras de Moscú (los oficiales ya veían con sus prismáticos las cúpulas del Kremlin) se vieron sorprendidos por el «general Invierno». La ocupación de la capital, ya liberada del gobierno soviético y el repliegue a los Urales -donde Hitler esperaba detenerse y hacerse fuerte por tiempo indefinido- no tuvo lugar a causa de aquellos pocos días desperdiciados socorriendo a los italianos en Grecia.
Siempre según el análisis del mismo Führer ya en las últimas, la obligación de ayudar al pusilánime aliado en los Balcanes, y también en el norte de África, ocasionó el desvío hacia Libia y Egipto de medios y hombres e impidió el plan de la diplomacia nazi, que consistía en una propaganda anticolonial para provocar la insurrección del mundo árabe contra Gran Bretaña. El Reich pretendía crear sus colonias en el Este europeo y no se preocupaba por tanto de África y Asia; no ocurría lo mismo con los italianos, que esperaban suceder en aquellos territorios al Imperio británico.
De este modo, pues, los italianos impidieron a los alemanes predicar la revuelta en el Tercer Mundo contra la Europa «plutocrática y colonialista». (No olvidemos que por el Berlín de la guerra pululaban jefes islámicos como el gran muftí de Jerusalén: una unión ejemplar que ayuda a comprender mejor la actual situación en Oriente Medio.) Tampoco olvidó Hitler en su última queja la «traición» italiana del 8 de septiembre de 1943, que provocó la apertura imprevista de un nuevo frente.
También se hicieron méritos involuntariamente, destacándose entre ellos la contribución de la Italia de Mussolini, superior incluso a la de los enemigos, al fracaso del terrible proyecto hitleriano de una Europa sometida al Herrenvolk, el teutónico «pueblo de los señores».
Si recordamos estos hechos es para confirmar que con frecuencia la Providencia disfruta sirviéndose de nuestra península para llevar a cabo sus benéficos fines, pues nadie negará que lo fuera el haber saboteado, creyendo que se le estaba ayudando, el esfuerzo nazi para someter a todo el mundo bajo una cruz, la esvástica de la cruz gamada. Son palabras de Hitler: nosotros los italianos contribuimos en mayor medida que los aliados a su fracaso. No es poco, por el contrario: es uno de los enésimos «privilegios» que nos concedió esa Providencia que, a pesar de las apariencias, siempre sabe lo que se hace.
Pero era Montecassino lo que había provocado nuestra reflexión. Conviene volver a ello para observar que el odio anticatólico (no hay otra explicación) llevó a resquebrajar el esquema «civilización angloamericana contra barbarie alemana».
En esta celebérrima montaña situada al sur de Roma, fueron nada menos que los nazis quienes cumplieron el papel de «amigos del hombre y de su cultura». Los alemanes habían extendido en esa zona, tras el revés italiano y el desembarco aliado en el Sur, una apresurada «línea Gustav». Montecassino, con su roca elevándose solitaria en la llanura, resultaba una base ideal, pero el mariscal de campo Albert Kesserling, un católico bávaro representante de la antigua casta militar prenazi que añadía a la dureza su peculiar concepto del honor, no se sintió capaz de fortificar el lugar, exponiéndolo de ese modo a la destrucción.
Los alemanes (hijos, pese a todo, de uno de los países más cultos del mundo y católico al menos en un tercio de su población) sabían bien lo que representaba para la civilización universal el lugar donde reposaba, junto a santa Escolástica, Benito de Norcia, que no por casualidad fue proclamado principal patrón de Europa.
Aquí se escribió aquella Regola que durante el derrumbamiento de la civilización clásica contribuyó en gran manera a salvar lo mejor del mundo antiguo y a inaugurar el nuevo. Aquí, en los grandes scriptoria, los monjes habían copiado obras inmortales que de otro modo se habrían visto destinadas al olvido o a la destrucción. Aquí se encontraba el corazón de un probo ejército que, desde Escocia a Sicilia, había trabajado durante más de mil años por la salvación eterna de los hombres pero también por una vida mejor en la tierra.
Así pues, contra cualquier fórmula táctica y estratégica, Kesserling excluyó Montecassino de la línea de defensa, permitiendo que dentro de esos muros venerables hallasen refugio una multitud de prófugos, heridos, enfermos, viejos y mujeres que eran acogidos por los monjes.
Es un dato conocido en la actualidad que los aliados, principalmente los americanos, sabían que en el monte y el interior de la abadía no se hallaban tropas alemanas. También lo es que decidieron la destrucción por motivos no militares, empujados por un deseo de destrucción que sólo puede explicarse por el deseo de hacer desaparecer de la faz de la tierra uno de los símbolos más significativos del detestado «papismo» católico. También confirma que la vandálica operación respondía a otros objetivos distintos a los estratégicos el que se anunciaran públicamente el día y la hora del bombardeo.
Así se proporcionó a los alemanes la ocasión de reafirmarse como, al menos en este caso, «amigos» de la civilización. A pesar de estar afectada por una dramática crisis de transporte, la Wehrmacht encontró los camiones necesarios para poner a salvo en el Vaticano parte de los tesoros artísticos y culturales de la abadía. Empezando por el extraordinario archivo en el que, entre otros, se encuentra el primer documento escrito en lengua vulgar italiana.
Una vez despejada la abadía de objetos y personas, el 15 de febrero de 1944, tan puntualmente como se había anunciado, una nube de fortalezas volantes americanas apareció en el cielo de Montecassino e inició el bombardeo «de precisión», mientras, para completar la destrucción, desde la llanura empezaban a disparar las armas de grueso calibre de los aliados. Estuvieron bombardeando y disparando durante tres días hasta que tuvieron la seguridad de que de la abadía sólo quedaban ruinas insalvables (luego se descubrió que se había destruido todo menos la cripta, en la que se hallaron intactas las reliquias de Benito y Escolástica). Se había concebido la acción como un «espectáculo», de modo que un equipo de cineastas oficiales filmó el acontecimiento.
Cuando acabó el bombardeo, viendo que no quedaba nada por salvar, la Wehrmacht ocupó el monte y se hizo fuerte entre los escombros. En el plano estratégico el vandalismo americano resultó muy valioso para los alemanes porque hallaron en las ruinas un refugio ideal para asentamientos tan seguros que fueron capaces de resistir durante meses y meses los encarnizados asaltos. Los treinta mil caídos aliados, muchos de ellos polacos, que reposan en los cementerios de la zona también deben achacarse a la decisión americana de destruir la abadía.
Fue una locura desde la perspectiva militar y un crimen desde el plano cultural pero, probablemente, una exigencia irreprimible y oscura, una necesidad liberadora para aquel cóctel de protestantismo radical e iluminismo masónico que, desde el principio, distingue a la clase dirigente americana. Incluyendo, por tanto, a los altos mandos militares. Pero tal vez esta llamarada de odio ayude a iluminar mejor la gran aventura monástica, mostrando su importancia histórica incluso en medio del desencadenamiento de tanta furia destructiva.
Si luego apareciera quien juzgara nuestras sospechas de fines no militares en el bombardeo de la venerable abadía, considerándonos afectados de exageradas manías persecutorias, que lea, entre otros, a Giorgio Spini. Historiador de confianza por tratarse de un valdense, tenaz defensor de la supremacía del protestantismo, Spini describe «las proporciones que alcanzan en Estados Unidos los movimientos anticatólicos, con la desagradable brutalidad de algunas de sus manifestaciones». Prosigue este historiador reformado: «Aun prescindiendo de semejantes muestras de intolerancia e histeria, es indudable la existencia en la historia norteamericana de un estado de alarma por la inmigración católica y por la amenaza que podría representar para las principales instituciones americanas.»
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