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Islam y libertad religiosa
El extremismo religioso alcanza la magnitud de una amenaza global con estrategias de movilización y manipulaciones de la verdad que en sus momentos más álgidos -véase la reacción ante la conferencia de Benedicto XVI en Ratisbona- dan la razón a quienes temieron un choque de civilizaciones. Entre los países con índice más elevado de represión religiosa están Birmania, China, Eritrea, Irán, Corea del Norte, Arabia Saudí, Sudán y Vietnam, según el informe anual del Departamento de Estado norteamericano. Aquella vieja libertad religiosa que el secularismo considera una antigualla puede costarle la vida a quien quiera disfrutarla. Otros países son Turkmenistán, Pakistán y Uzbekistán.
Tal coerción a la libertad religiosa se está produciendo precisamente cuando -como dice el profesor Huntington- tiene su lógica que los procesos de globalización acaben provocando que entidades más amplias, como la religión o la civilización, adquieran una mayor importancia para los individuos y los pueblos. En las diferentes formas de respeto a las minorías religiosas estriba -por ejemplo- una clara distinción entre Occidente y el islam, sin garantía de reciprocidad. Todo tiene su vínculo con la libertad de expresión y la libertad de conciencia, como se ve en los países con regímenes autoritarios, netamente totalitarios o de naturaleza tan mixta como indefinida, según lo constatamos en Vietnam o China.
La ley garantiza la libertad religiosa en un Estado que, como Afganistán, tiene por religión el islam, pero la realidad del día a día es muy distinta, como sabe la minoría hindú. En Brunei se restringe la expansión de otras religiones que no sean el islam. En Birmania el régimen impone su versión del budismo. El budismo tibetano, el culto islámico y las iglesias cristianas están padeciendo drásticas formas de persecución y control en China. Cuba es manifiestamente hostil a la expresión de la libertad religiosa en los templos católicos. En Egipto, por ejemplo, el Estado -amenazado a su vez por el fundamentalismo- obstaculiza la conversión del islam a la cristiandad. En el caso de Irán, la situación ha empeorado, especialmente desde la llegada del presidente Ahmadinejad: los ataques contra ciudadanos de fe cristiana han ido en aumento. De Corea del Norte se tiene noticia de acoso a la práctica cristiana, bajo pena de trabajos forzados. Arabia Saudí no reconoce otra religión que el islam y la práctica pública de otras religiones está prohibida.
Esos son sólo unos ejemplos. De acuerdo con el apartado concerniente a libertad religiosa en el informe anual de «Freedom House» (2005), el número de países considerados «libres» era de 98; los «no libres» eran 45. En general, los observadores hablan de mejora paulatina, pero lo cierto es que toda represión de la libertad religiosa a inicios del siglo XXI, con internet y la televisión por satélite, es un siniestro vestigio de fosos y mazmorras, de intolerancia y de sistemas políticos al margen de la separación entre Iglesia y Estado. Así fue como la libertad religiosa, en no pocos aspectos, fue la primera de las libertades. No le valen eufemismos a la hora de denunciar cualquier violación de esa primera libertad.
Ortega y Gasset decía que la fe mahometana consiste, ante todo, en creer que los demás no tienen derecho a creer lo que nosotros no creemos. Sin duda el islam de hoy es mucho más diverso y evolutivo, pero a la vez percibimos un inquietante desequilibrio entre las minorías radicales y la mayoría moderada. En los últimos tiempos, quienes determinan cada vez más el tono del islam son los fundamentalistas y no las gentes de la moderación. Ese es un problema para el islam, pero también para el resto del mundo, y especialmente para quienes quieran ejercer la libertad religiosa en tierras hegemónicas del islamismo más inflexible. Ese islam moderado que iba a ser la solución está tardando mucho en dejar oír su voz.
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