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Benedicto XVI y el islam

En el magistral discurso que pronunció en el Aula Magna de la Universidad de Ratisbona, el Papa Benedicto XVI hizo unas lúcidas reflexiones sobre la religión y la libertad del hombre, para proclamar la incompatibilidad de la violencia y la amenaza con la inculcación en el ser humano de una sincera profesión de fe. Al hilo de este argumento, bien expresivo del profundo humanismo del Santo Padre y de su compromiso con la libertad individual, Benedicto XVI condenó el ejercicio de la violencia en nombre de la fe, citando concretamente el «yihad» como un acto de agresión a Dios. La referencia al mundo musulmán se enmarcó en una denuncia de las doctrinas violentas del islam frente a aquéllas que defienden la experiencia religiosa como un ejercicio pacífico. Para ilustrar esta reflexión, el Santo Padre citó las palabras del emperador bizantino Manuel II Paleólogo, quien atribuía al profeta Mahoma la «orden de difundir la fe usando la espada», pero esta cita era, a efectos dialécticos, la contraposición a los mandatos que proscriben la conversión forzosa a la fe, también presentes en el Corán.

Sin embargo, este depurado razonamiento sobre fe, razón y libertad ha sido recibido agria y fanáticamente en algunos sectores del mundo musulmán, quizá poco o nada receptivos a la teología reflexiva que preside todos los pronunciamientos del Santo Padre y al ecumenismo activo de su relación con las demás religiones. A pesar de la propia literalidad del discurso de Ratisbona, el Parlamento paquistaní condenó por unanimidad las palabras del Santo Padre, calificadas como «despectivas» hacia el profeta Mahoma. Similares críticas se han vertido en Turquía por autoridades políticas y religiosas, enrareciendo gravemente las condiciones del próximo viaje del Papa a este país, programado para finales de noviembre. La Hermandad Musulmana, origen del actual yihadismo, ha invitado a los países musulmanes a romper relaciones con el Vaticano. Incluso en España, el presidente de la Junta Islámica, Mansur Escudero, ha dicho del discurso del Santo Padre que reafirma los peores estereotipos islámicos de la espada y la violencia». Sin duda, quien hubiera querido encontrar argumentos para tales «estereotipos» podría haberlo hecho con gran facilidad analizando la historia militar de la expansión islámica a partir del siglo VI, la permanente y actual contienda -sangrienta en muchos casos- entre suníes y chiíes, iniciada hace ya trece siglos, o la contumaz agresión de un terrorismo indiscriminado que llama a restaurar el islam desde España a Irak y bajo un nuevo califato. Pero el Santo Padre no cometió la injusticia de reducir el islam a estos «estereotipos».

Todas estas valoraciones negativas y prejuiciosas contra el Papa, emitidas en algunos casos por quienes, al mismo tiempo, se afanan en desmentir la existencia de un islam radicalizado e integrista -y nunca precedidas por otras en similares términos cuando se asesina a cristianos coptos en Egipto o se hacen volar por los aires iglesias cristianas en Bagdad-, sólo se explican por el profundo desconocimiento acerca de todo aquello que la libertad y la razón aportan a la teología católica y, en particular, al pensamiento de Benedicto XVI para explicar el compromiso religioso del hombre. Los críticos del Papa han difundido una interpretación sesgada de una frase acotada, ignorando el contexto de la misma y su finalidad ecuménica, y, además de ofrecer una reacción desmesurada de ofensa en sus convicciones religiosas, han mostrado una vez más su dominación por la teocracia, que tanto lastra al mundo musulmán, trasladando al plano político una dialéctica sólo doctrinal. Después de la virulenta -y metódicamente planificada por clérigos integristas- campaña antioccidental por las viñetas sobre Mahoma, no es cuestión de ignorar lo amenazante de estas reacciones.

Los representantes del mundo musulmán, sean religiosos o políticos, vivan o no en países europeos, tienen que aceptar la libertad de expresión y pensamiento que rige en las sociedades occidentales y que, en este caso, también ampara al Santo Padre, representante de una Iglesia sin poder político, carente de cualquier derecho en muchos países musulmanes y difusor de una doctrina ecuménica que los musulmanes deberían apreciar como una oportunidad de mutuo aprecio y no como un nuevo pretexto para reavivar sentimientos hostiles.

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