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Inmoral y sin pecado

Asombran los ateos que libran su propia cruzada contra la religión, a menudo con una constancia superior a la de los que anima la fe.

En este mundo de paradojas y contradicciones, llaman la atención aquellas que se ponen de manifiesto en quienes dicen estar desligados de la religión, de Dios y sobre todo de la Iglesia. No se puede encontrar gente más dispuesta a hablar de tales temas -más que entre los mismos creyentes- y para ello sacan a relucir asuntos en los que se ha dado una imagen negativa de clérigos con los que no guardan ninguna relación, o desbordan invectivas contra dogmas religiosos que a ellos, según propia confesión, ni les van ni les vienen.

Puede pensarse que su actitud responde a un altruista propósito de librar a la Humanidad de lo que consideran insoportables lacras, aunque por el camino se les olvide que existe un derecho fundamental incluso a equivocarse en tales materias. En cualquier caso, libran su propia cruzada atea contra la religión, a menudo con una constancia superior a la de los que anima la fe.

Yo me pregunto a menudo por las verdaderas razones que están detrás de esta aversión, porque, a fin de cuentas, si uno no quiere hacer caso de la Iglesia, se deja de ir a misa y ya está. Los medios de comunicación no hacen precisamente propaganda de ella, más bien la ignoran, la atacan o se cachondean a su costa.

Pienso que, incluso para los que han desertado de sus creencias o se han relajado en las mismas, la Iglesia y la religión continúan siendo instancias que apelan a la conciencia, y de eso todavía tenemos todos. En esta apelación ven dibujada la sombra de la culpabilidad y del pecado, esa con la que la modernidad ha querido caracterizar al cristianismo de forma reduccionista, frente a la presunta ausencia de remordimientos de las religiones orientales, lo que les causa una grima intolerable.

Es fácil ver en nuestros días, incluso entre quienes se dicen cristianos, un menosprecio del concepto de pecado, como si se tratara de una noción de otro tiempo, opresiva y oscura, empleada por la Iglesia para mantener ascendencia sobre los fieles. El pecado, como conciencia de la propia culpa, quiere ser extirpado del alma de una sociedad que

tiene que pagar un alto precio para vivir como quiere, y que por lo mismo no desea realizar exámenes de conciencia.

Cualquier mención al mismo es saludada con burlas y estupefacción, como si a alguien le diera por salir a la calle con miriñaque. Pero esa burla debe de ocultar más que la mera indiferencia ante algo que nadie puede creerse, cuando se asiste al modo en que las instancias a las que se considera administradoras de la fe son continuamente desprestigiadas en público.

La sociedad dice no creer en el pecado, pero en lugar de mirar hacia otra parte y vivir su vida, concentra sus energías en atacar una religión supuestamente desfasada y que debería morir, si así fuese, por el mero transcurso del progreso.

En realidad la sociedad no ha dejado de creer en el pecado, porque continúa sintiéndose culpable, aunque sea de forma difusa, por los males que achacan al mundo. Esa es la razón de que considere enemigos a aquellos que le recuerdan que somos criaturas pecadoras, que deben arrepentirse y convertirse.

El problema es que, también entre muchos cristianos, se ha llegado a creer que considerarse pecador es el fin último de la religión, cuando es sólo el momento en que Dios viene con toda su misericordia y borra ese pecado -que no ha sido más que un apartarse de Él- y además lo inunda de gracia. Siempre, en el cristianismo, el perdón y la gracia, desde la muerte redentora de Cristo, han sobreabundado frente al mal cometido por los hombres. Es decir, el sentimiento de culpa es la antesala de un bien mucho mayor que el mal cometido. Por eso son falsas las imágenes de la Iglesia como una institución que sume a los hombres en la tristeza por sus culpas, porque su primera función es acogerlos para luego acompañarlos en el camino de la conversión hacia la verdadera felicidad.

Todo esto, que no hace tanto constituía cultura general y popular, hoy ha sido olvidado. La sociedad de consumo tiene como una de sus reglas fundamentales que el hombre nunca se sienta mal -de ahí que se combatan las ideas de culpa y pecado-; y como otra, el que todo lo que pueda necesitar podrá ella suministrárselo -de ahí que la concepción redentora del cristianismo, como puerta hacia la felicidad plena, sea enterrada bajo paletadas de productos de usar y tirar-.

El inconveniente es que la ceguera total que esta sociedad requiere para su fluido funcionamiento se ve alterada por la persistencia de instituciones como Iglesia, empecinada en recordar que la vida es algo más que carpe diem y cesta de la compra. Por ello todo lo que dice y hace está en la diana de los medios, y por ello hasta el ciudadano más relativista la menosprecia públicamente, posiblemente sin ser consciente de las razones por las que lo hace, aunque sospechando, muy en el fondo, que de no hacerlo así tendría que empezar a pensar, y de eso a replantearse su comportamiento hay un paso que la supervivencia de la sociedad de consumo no puede permitirse soportar.

Cuando se nos dice que se van a acabar las «imposiciones de la moral» con la llegada de «leyes modernas y laicas», y con ello se abre un nuevo frente de esta lucha, cada vez más descarada, por alejar a la sociedad de los criterios que la hacen humana. Por otra parte, anunciar con tal desvergüenza la llegada de la amoralidad por imposición legal es una inmoralidad.

Claro que para una sociedad sin pecado ese gesto no comporta ningún reproche, aunque, a la larga, la conciencia, que nadie puede amputar por ley, acabará pronunciándose. Y es que el hombre no está hecho para el pecado, sino para una felicidad que este mundo de puro consumo no puede proporcionar por más que se empeñe.

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