» Baúl de autor » Pablo Cabellos Llorente
Recuerdo, olvido y unidad.
Los trágicos sucesos del 11-M han conmocionado de tal manera a la sociedad española que aún no sabemos como pueden acabar influyendo en nuestro futuro personal y colectivo. No sé si lograré aportar algo para que el tiempo venidero sea mejor, pero lo deseo con toda el alma.
Comenzando por un adagio clásico, atribuido a San Agustín, podemos afirmar de las personas y de los pueblos, de las colectividades que deben moverse así: "in necessariis unitas, in dubiis libertas, in ómnibus charitas" -unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso y caridad en todo-. Es evidente que el ámbito de la libertad es amplísimo y debe ser respetado por todo aquel que valore la dignidad humana sabiendo, eso sí, que su mal uso trae consecuencias terribles, tanto para el que la utiliza como para la sociedad. No parece ofrecer mucha discusión que la libertad de los terroristas del 11-M ha producido unos efectos desastrosos, también en ellos mismos.
Por eso, me voy a referir más a la unidad y al cariño que deben encenderse en la sociedad española si no queremos ser más víctimas aún de los aberrantes atentados.
Unidad en el recuerdo, el afecto, la cercanía y la ayuda a los muertos -con nuestras oraciones-, a los heridos y a tantas familias afectadas. Afirmar esto ha de ser mucho más que una cláusula de buen estilo. La solidaridad que vivimos ese fatídico jueves -sanitarios, bomberos, sacerdotes, policías y tanta gente de bien- no puede ser flor de un día. Y resulta que casi la echamos por la borda el día de reflexión de las elecciones y los posteriores.
Decía Saint-Exupery que "la grandeza de un oficio está acaso en unir hombres". Pues bien, los españoles necesitamos, ahora quizá más que nunca, ejercitar ese oficio a favor de la unidad. Sin duda, este ejercicio requiere humildad, renuncia a ideas o cosas propias, saber poner por delante lo que acerca, ser magnánimos de corazón y cabeza y apartar las rencillas, aunque todavía estén calientes.
Al observar la reacción inicial de las gentes de Madrid y de España en general, un periodista italiano afirmaba entre sollozos de emoción: "¡Qué pueblo, Dios mío, qué pueblo!". Pues pienso que hemos de renunciar a lo que sea necesario para continuar siendo ese pueblo solidario que mostró la mejor cara del hombre en ese trágico día. La otra cara, la peor de la Humanidad, sólo se vio por sus horrendos efectos.
El título de este artículo habla también de olvido, pero no de los muertos, ni de los dolientes, ni de ese pueblo hermanado por el sufrimiento, sino de algunas actitudes aparecidas después -mejor así, sin forma ni nombre- que han calentado la sangre de algunos de los que clamaron por aquella vertida brutalmente. Decía Gracián que "consiste a veces el remedio del mal en olvidarlo y olvidarse el remedio". Algunas actitudes aparecidas en los medios de comunicación, en la calle, en la red, etc., habría que olvidarlas con esa radicalidad, en aras de una convivencia leal, sin banderías que ponen lo particular o partidista por encima del bien común.
Hablaba antes de magnanimidad. Pienso que, comenzando por las personas públicas y acabando por el último niño, necesitamos ensanchar el corazón y las ideas para comprender, perdonar y disculpar, porque son grandes valores y porque nos pueden restituir la unidad quebrada después de contemplar un pueblo solidario. "Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservar sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse a sí mismo. No se conforma con dar: se da". (San Josemaría Escrivá).
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