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¿Es posible sin Dios?

Charlaba recientemente con un amigo profesor acerca de la necesidad de unos valores jerarquizados, de una ética racional para vivir honestamente, y nos planteábamos si es posible realizar este deseo sin Dios: una ética laica, racional y aceptable por una gran mayoría. He de decir que mi interlocutor es un hombre honrado que trata seriamente de dar rectitud a su vida y a su razón.

Mientras hablábamos, sonaban en mi cabeza unas palabras de Benedicto XVI en la última jornada mundial de la juventud: «En numerosas partes del mundo existe hoy un extraño olvido de Dios. Parece que todo marcha igualmente sin Él. Pero al mismo existe también un sentimiento de frustración, la insatisfacción de todo y de todos. Dan ganas de exclamar: ¡No es posible que la vida sea así!» Resonaban otras de Karol Woityla, siendo aún arzobispo de Cracovia, relativas a que la pérdida del Creador difumina a la criatura. Y otras, muy leídas por mí: «El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima» (S. Josemaría).

Ninguna de estas ideas significaba menos aprecio por lo que escuchaba a mi sincero interlocutor. Además, es un problema muy real, porque supuesto que hay muchos no creyentes y es preciso buscar un hombre y una sociedad mejores, resulta imprescindible un punto de encuentro en la aceptación de esos valores y esa ética para que esta sociedad no descarrile. Eso es necesario, pero ya se ve que, sin una verdad más alta que el hombre mismo, la disensión puede ser eterna, el consenso muy difícil, y a lo más que nos acercamos es a una ética de mínimos. Incluso ésta no es aceptada por todos y, por ser débil, pienso que resulta pobre para la dignidad del ser humano.

También es cierto que la razón puede alcanzar la verdad de la existencia de Dios, pero no es fácil, por nuestros propios errores. Si se pierde el sentido del pecado, fácilmente se extravía el sentido de Dios, incluso para los creyentes. Por eso, tengo que pensar con el Papa que: «¡No es posible que la vida sea así!» Y no lo es -entre mil motivos- porque, aunque no se sepa, interrogarse sobre el bien, significa en último término dirigirse a Dios, que es plenitud de bondad (Veritatis Splendor). Interrogarse sobre el bien significa encontrar los Diez Mandamientos, que nos enseñan la verdadera humanidad de la persona. Es verdad que el propio magisterio del Vaticano II ha afirmado que los hombres han de actuar «no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del deber». Pero la cuestión es quién marca este deber. Por eso afirma Juan Pablo II en Veritatis Splendor que el juicio moral no es verdadero porque provenga de la conciencia, sino que la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina. La justa autonomía de la razón no significa que ella cree los valores y las normas morales.

Nos topamos siempre con Dios, con un ser superior, sin el que todo es subjetividad y, aunque no se desee, relativismo. Si pensamos que la ley eterna o sabiduría de Dios se halla impresa o participada en la criatura racional -eso es la ley natural-, estaríamos en mejor camino y tendríamos una ley universal en sus preceptos, que extiende a todo hombre, respetando la irrepetibilidad de cada uno. Vuelvo a la conciencia para recordar que es el lugar inviolable, en el que el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino que debe obedecerla. Por ello, la persona humana necesita tener una conciencia recta -como afirmó San Pablo-, para lo que debe buscar la verdad y juzgar según esta verdad. Dicho de otro modo: hemos de seguir el dictamen de la propia conciencia pero, como no es infalible, permanece la obligación de buscar la verdad, sin que sea lícito refugiarse en el sagrario de la propia conciencia para evitar esa búsqueda.

Hay una solución fácil para no encontrarse con Dios, como recuerda Juan Pablo II en Fides et Ratio: el agnosticismo y el relativismo, que llevan a las arenas movedizas del escepticismo, de la desconfianza de la verdad, es más, de su puesta bajo sospecha. Así, con una especie de falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, que no dan respuesta al sentido y fundamento de la vida humana y, en consecuencia, no proporcionan tampoco pautas seguras de comportamiento.

Aunque se haya repetido mil veces, quizá valga la pena volver a decir, con el Vaticano II, que «realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado». Fuera de esa perspectiva el misterio de la existencia personal y, en consecuencia, sus valores y la jerarquía de los mismos, resulta un enigma insoluble. Esto no significa minusvalorar el papel de la razón sino admitir sus limitaciones cuando no es iluminada por la fe. Precisamente en Fides et Ratio, el Papa dedica dos capítulos, que son como dos caminos de encuentro entre ambos, y que titula con las frases clásicas: credo ut integam -creo para entender- e inteligo ut credam -entiendo para creer-. Así es más fácil que la racionalidad se oriente a la búsqueda de la verdad en lugar de ser una razón instrumental al servicio de fines utilitaristas de placer o poder.

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