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Los sacerdotes, por alusiones

He leído en la prensa que la señora vicepresidenta del Gobierno ha dicho en nuestra ciudad que los jueces y los sacerdotes son tenebrosos e inmovilistas, porque ponen pegas a los avances. Los jueces -sus asociaciones y el CGPJ- ya han protestado enérgicamente. Quizá alguien de la jerarquía católica, con más autoridad que yo, haga lo propio, si es que esto merece una réplica, incluso después de la rectificación parcial que ha realizado.

No pretendo hacer aquí descalificaciones. Ni siquiera deseo explicar cómo ven muchos lo que es avance y lo que es inmovilismo, lo que sirve al progreso y lo que tira para atrás. Nos llevaría muy lejos. Bastaría decir que, todavía no hace muchos años, se llamaban progresistas a quienes apoyaban el marxismo mientras la Iglesia lo condenaba. Y ya hemos visto la realidad. Seguramente, tal vez en no mucho tiempo, podamos contemplar a dónde nos llevan algunos progresos propuestos en la actualidad. No todo cambio, ni todo descubrimiento es ayuda al hombre y a la sociedad. En lo que los mejora está el progreso verdadero. No puede ser tenebroso amar unas personas y una sociedad limpias, pacíficas, naturales, sin muertes selectivas y que quieren a la familia.

Pero vayamos con los sacerdotes. Somos hombres como los demás -también a efectos del debido respeto a la persona-, con limitaciones y defectos -en ocasiones, demasiados-, pero creemos firmemente que "los presbíteros, por la sagrada ordenación y misión que reciben de los obispos, son promovidos para servir a Cristo, Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, por el que la Iglesia se edifica aquí en la tierra, como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo".

Quizá muchos no compartan esta realidad. Y es bien comprensible y disculpable. Pero para muchísimas personas, ese servicio -insisto, con defectos- es imprescindible. Y también otra ayuda moral que prestan a la sociedad como conciencia crítica que no calla ante lo que no estima correcto, cosa que realiza habitualmente de forma educada y en uso de la libertad de expresión para cumplir su tarea. Además, los sacerdotes prestan otros muchísimos servicios a la sociedad, incluida la ciencia, que nunca ha sido ajena al mundo clerical. ¿Cómo y dónde nacieron las Universidades? O en otro punto: ¿quién inició la educación de los más necesitados? ¿O los hospitales?

Los sacerdotes impersonamos a Cristo de tal manera que es Él mismo quien actúa a través de nosotros. Por eso, escribía así San Agustín: "En cuanto al ministro orgulloso, hay que colocarlo con el diablo. Sin embargo, el don de Cristo no por ello es profanado: lo que llega a través de él conserva su pureza, lo que pasa por él permanece limpio y llega a la tierra fértil... En efecto, la virtud espiritual del sacramento es semejante a la luz: los que deben ser iluminados la reciben en su pureza y, si atraviesa seres manchados, no se mancha". Así creemos también firmemente que es la tarea sacerdotal, y la amamos como a nuestras propias vidas, desde el Papa a tantos sacerdotes que sirven en rincones oscuros de la sociedad. Para ellos mi cariño y, por decirlo así, mi desagravio. Ellos y todos luchamos -sólo Dios sabe con qué éxito- para no ser el ministro orgulloso.

Porque actuamos in persona Christi, decía Santa Catalina de Siena, aquella intelectual santamente atrevida: "no queráis tocar a mis Cristos". Repito: no somos una casta superior, sino servidores de todos -ministros tiene ese significado-. A veces, toca servir en tareas duras, ingratas, pero que son posibles porque, como afirmaba el Santo Cura de Ars, "el sacerdocio es el amor del corazón de Jesús". Para todos; también para los que están muy lejos de estas realidades.

El sacerdote es el hombre del perdón y de la misericordia, del amor, de la Eucaristía, de la libertad; es defensor de la verdad y de todo aquel que lo necesita. "Así han de considerarnos los hombres: ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Por lo demás, lo que se busca en los administradores es que sean fieles. En cuanto a mí, poco me importa ser juzgado por vosotros o por un tribunal humano. Ni siquiera yo mismo me juzgo. Pues aunque nada me remuerde la conciencia, no por eso quedo justificado. Quien me juzga es el Señor". Es San Pablo quien habla así, del que, además de Apóstol, bien podríamos decir que fue un intelectual de su tiempo. Él entendería bien aquello otro del Cura de Ars: "Si se comprendiese bien al sacerdote en la tierra, se moriría no de pavor sino de amor".

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