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Familia y libertad escolar

La próxima discusión parlamentaria del proyecto de Ley Orgánica de Educación abre un abanico de temas que afectan al núcleo de la sociedad, sencillamente porque la formación de la juventud es tarea prioritaria para cualquier país y porque afecta a derechos fundamentales, sobre todo de las familias, recogidos en el artículo 22 de nuestra Constitución y el 26 de la Declaración Universal de Derechos Humanos: "Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos".

Pero no me apoyaré en estos textos legales, porque -como afirmó Juan Pablo II- "la Declaración Universal es muy clara: reconoce los derechos que proclama, no los otorga". Y lo mismo se puede decir de la Carta Magna o de cualquier ley positiva que afecte a estos derechos fundamentales. Es importante proclamarlos, pero son anteriores a esos mismos textos legales.

En el siglo XIX, Antonio Rosmini escribía con incisividad: "La libertad es el ejercicio no impedido de los propios derechos. Los derechos son anteriores a las leyes civiles. El fundamento de la tiranía es la doctrina que enseña lo contrario... Si las leyes civiles pretenden ser superiores a los derechos que existen antes que ellas, si pretenden se su fuente, su patrón, son injustas, y el pueblo que tiene un gobierno fundado sobre tal teoría de la omnipotencia de la ley civil es esclavo".

Pues bien, la Comisión permanente de la Conferencia Episcopal, a finales del pasado septiembre, emitió una lúcida nota en la que afirma que el citado proyecto de ley "no respeta como es debido algunos derechos fundamentales, como son el de la libertad de enseñanza; de creación y dirección de centros docentes de iniciativa social; el de establecer y garantizar la continuidad del carácter propio de estos centros; el derecho preferente de los padres a decidir la formación religiosa y moral que sus hijos han de recibir y, por consiguiente, el derecho de libre elección de centro educativo". En nota posterior, dirigida a un diario, los obispos volvían a insistir en que el problema no es sólo la enseñanza religiosa, sino que "se cercena el derecho primario de los padres a la educación de sus hijos y la misma libertad de enseñanza".

Esta ley implica la dignidad de la persona, de la familia y de la sociedad civil, absorbidos por una estatalización de la enseñanza, que al invertir los términos de la relación persona-Estado degrada la dignidad de aquella. "Los conceptos de persona y sociedad -decía un documento de la Santa Sede del año 2000- están mutuamente relacionados... La persona se refiere al ser en su más alto grado de perfección, en sus tres notas de subsistencia, espiritualidad y totalidad. La dignidad se refiere ante todo a una cualidad al ser, a un valor que puede ser opuesto a un antivalor. Toda persona, por el hecho de serlo, posee una dignidad connatural, que es preciso reconocer y respetar.'' Al parecer, el proyecto de ley obvia todo eso fácilmente: ahora somos simplemente ciudadanos.

También se empequeñece lo que Tocqueville denominó "sociedad civil", mientras que la Declaración Universal valora positivamente su contribución al bien común y reconoce explícitamente su diferenciación del Estado. Pues bien, el núcleo de esa sociedad civil es la familia que, a su vez, es quien ejerce primordialmente el derecho-deber de educar a sus hijos, como declaró el Concilio Vaticano II, atribuyéndolo a su condición de padres y no otorgado por ninguna otra instancia.

El empeño del Estado por ejercer el derecho a ser el único educador es sencillamente tiránico y paternalista porque suplanta lo que es propio de los padres del educando. El deber del Estado es justamente lo contrario: promover un marco jurídico justo para que todas las comunidades sociales -y en el tema educativo, particularísimamente los padres y madres de familia- puedan cooperar a alcanzar el bien común. Eso es vivir la subsidiariedad, que le es propia. El estatalismo escolar es una inversión de los términos de tal envergadura que daña gravemente la libertad y dignidad del ser humano. La persona no puede ser tratada como si fuera un objeto -un ciudadano- que es movido por fuerzas ajenas a su voluntad, en este caso, el Estado omnipotente. Negar a la persona, a la familia y a la sociedad civil la primacía en el derecho a educar, va contra su derecho más íntimo, contra la libertad de educar y educarse libremente. Esa actitud de intolerancia estatal afecta a la misma libertad de las conciencias. Una sociedad pluralista -decía Juan Pablo II- sólo puede convivir hallando una forma de educación que preste particular atención a la conciencia del otro. Y eso sólo se consigue con una libertad escolar plena, sin sectarismos, en la que -con igualdad de oportunidades- cada uno pueda formarse según su conciencia, tanto en la escuela pública -quizás la más obligada a ello, la que debía ofrecer posibilidades más variadas, también, por ejemplo, en lo que a educación diferenciada se refiere- como en la de la iniciativa social: concertada o no.

En carta de Pablo VI dirigida a la XXXI Semana Social de España, recordaba que la educación de la libertad está íntimamente relacionada con la libertad de la educación y, después de volver a insistir en el derecho inalienable de los padres, hacía memoria -ya entonces- de la acertada posición de los obispos de España, quienes, con clarividente criterio pastoral, "en modo alguno desean que este tema llegue a convertirse en factor de división entre los españoles". Es necesario el diálogo, el pacto escolar, que evite vaivenes, respetando derechos que son anteriores a la ley.

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