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Servidores de la verdad

Hoy día, cualquiera que afirme poseer una verdad es puesto en berlina, siendo tachado de ingenuo, arrogante, hipotético individuo sin capacidad para el diálogo y, por supuesto, fundamentalista. Todo esto sucede cuando la presunta verdad no es fruto de la ciencia experimental, algo visible, cuantificable, mensurable. En este sentido, la religión, y más en concreto el cristianismo, tendría un serio problema. Aunque esta religión consista en el seguimiento de Cristo, cuya realidad histórica no es posible negar, en el momento en que se afirma que Jesús es el Verbo encarnado, es decir, Dios hecho hombre, ya comenzarían las descalificaciones. Es cierto que Cristo avaló su doctrina con milagros y, por tanto, la Iglesia, instituida como presencia cristológica en el tiempo. En fin, seguir por ahí parece a muchos una utopía o incluso un riesgo, porque el dogma no tiene buen cartel. Pero el dogma es un don de Dios al hombre. Los dogmas peligrosos son los inventados presuntuosamente por una criatura que se resiste a serlo.

En el momento en que el actual papa fue nombrado arzobispo de Munich, eligió este lema: "colaborador de la verdad". Él mismo lo explicó: "Por un lado, me parece que expresaba la relación entre mi tarea previa como profesor y mi nueva misión. Aunque de diferentes modos, lo que estaba y seguía estando en juego era seguir la verdad, estar a su servicio. Y, por otro lado, escogí este lema porque en el mundo de hoy el tema de la verdad es ocultado casi totalmente; pues se presenta como algo demasiado grande para el hombre y, sin embargo, si falta la verdad todo se desmorona". Se alza esta aseveración frente al relativismo que niega la verdad -lo que ya es otro dogma- o el pensamiento débil que no se atreve con ella, quizá por causa de las grandes teorías, como el marxismo, que han ofrecido una visión completa y falsa del hombre y su existencia, para fracasar después estrepitosamente. Seguramente por su sentido materialista y dictatorial.

No obstante, esos grandes relatos han dejado huella, incluso en aquellos que titulándose relativistas hacen afirmaciones que acaban teniendo un hondo calado en la sociedad y en el hombre. Así, por ejemplo, es real el valor creativo de la libertad. Prueba de ello es que a medida que disminuye el individuo en beneficio del Estado -el máximo ejemplo son los países totalitarios-, mengua la iniciativa, la originalidad y la capacidad de innovación y progreso. Sin embargo, la libertad no crea la verdad. Cuando eso se intenta y el hombre trata de vivir como si así fuera, todo se diluye. La libertad sin la búsqueda de la verdad y el bien acaba no siendo nada, es más, destruye. Algo parecido sucede con los conceptos expresados por la palabra. Han de ser un reflejo lo más fiel posible de la realidad. Por supuesto que se inventan vocablos nuevos para sucesos o cosas nuevos, pero la palabra no crea la realidad, sino que trata de reflejarla del mejor modo. Cuando no es así, no hay manera de entenderse, porque lo real es como es, aunque pase a llamarse de modo diverso. Podemos vaciar de contenido una palabra o denominar de modo nuevo lo ya existente, pero la verdad presente es la misma, no la cambia un modo de expresarla. Pero el juego con palabras y conceptos produce confusión e inseguridad social, jurídica, etc.

Pero volviendo a la verdad, ya decía el Concilio IV de Letrán que el dogma, además de lo que define, también afirma que la desemejanza entre lo conocido por nosotros y la realidad auténtica de Dios es en sí misma infinitamente más grande que la semejanza. Pensando en estas palabras, el cardenal Ratzinger afirmaba algo que se contiene en el lema episcopal citado: la verdad no puede consistir en una posesión, nuestra relación con las llamadas verdades de fe -o próximas a ella porque son exigidas por la misma- tiene que ser una aceptación humilde. Si las cosas se miran de este modo, ¿no sería más bien arrogante la actitud del que niega que Dios nos pueda hacer el regalo de la verdad? ¿No es una degradación del hombre -se pregunta el Papa-, y de su deseo vehemente de Dios, conocernos sólo como personas que están permanentemente a tientas en la oscuridad? La arrogancia consiste justamente en creer que nosotros mismos podríamos actuar y determinar el lugar de Dios, quiénes somos y lo que hacemos, y lo que queremos de nosotros y del mundo.

El firme convencimiento de que es posible y real que Dios se ha encarnado, y que esa realidad ha renovado y clarificado el ser originario del mundo y del hombre, concierne a todo cristiano de tal manera, que le lleva a ser cooperador, servidor de la verdad, en el modo humilde propio del que disfruta y oferta algo que no es suyo. La misión del cristiano -decía Ratzinger en su obra "Caminos de Jesucristo"- reclama la disponibilidad para llevar su fe a todos los ambientes sin imposiciones, pero dispuesto incluso al martirio, a perderse a sí mismo por causa de la verdad y el servicio de los demás. San Pablo habla con esa disposición y esa humildad: "porque el hecho de proclamar el evangelio -escribe- no es para mí un motivo de orgullo, ése es mi sino, ¡pobre de mí si no evangelizara!". El tesoro de la verdad es el talento del evangelio, que no puede ser enterrado por miedo alguno, sino que ha de ser destinado a producir su fruto.

El que ha encontrado a Cristo, al Amor, tiene que transmitirlo, sabiendo que no violenta a nadie, no arruina la identidad de nadie, no quebranta culturas, sino que hace libre a sus posibles grandezas. "No me he jactado entre vosotros -dice también San Pablo- de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste, crucificado". Ciertamente, nuestro mundo no está muy preparado para vivir la locura y el escándalo de la Cruz pero dice la liturgia que en ella está colgada la vida y la salvación del mundo. Como aquellas multitudes que se agolpaban junto a Cristo en el lago de Genesaret, están las gentes de nuestro tiempo. Como las de cualquier época, tienen ansias de verdad. Los cristianos sabemos que Cristo es el camino, la verdad y la vida. Hemos de ofrecer su figura fascinante. Aunque muchos lo ignoren, es el anhelo más hondo del corazón humano.

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