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Discrepar con respeto
Podemos comenzar con esta frase de Shakespeare: "Sea como fuere lo que pienses, creo que lo mejor sería usar de buenas palabras".
El universo de lo opinable es muy grande: es más, para algunos todo es objeto de opinión. Y aun en el caso de poseer una fe religiosa arraigada, también es amplísimo el campo de lo que admite pareceres diversos. Los juicios sobre ideas, personas, instituciones o cosas son variadísimos y, en ocasiones, apasionados: basta pensar en el deporte, el arte, la política, la economía, la literatura, la religión, etc. Esos distintos, e incluso encontrados, modos de ver las cosas son enriquecedores si están pensados desde la honradez, la libertad, la hondura que el tema requiera, la capacidad de escuchar y el respeto al criterio opuesto.
Decía nuestro Luis Vives que "no hay espejo que mejor refleje la imagen del hombre que sus palabras". Si esto es así, hay muchas imágenes por recomponer porque basta mirar un periódico -de los que se dicen serios-, escuchar una radio o encender un televisor para oír o leer palabras que no están a la altura del que las utiliza y, además, hieren con mucha frecuencia la dignidad de las personas o instituciones. Hace algún tiempo leí un magnífico artículo de Jesús Acerete titulado ''Opinar sin herir'', que daba en la diana. Con demasiada frecuencia, parece que la libertad de expresión consista en ofender a otros, bien frivolizando lo que para unos es serio, bien adjetivando en forma manipuladora, también con el uso de palabras y expresiones malsonantes o poniendo en ridículo aquel o aquello con lo que no se está de acuerdo. No me refiero sólo a los profesionales de la comunicación, sino a todos los que de un modo u otro opinamos en público.
En la misma obra - De ratione dicendi - escribía Vives: "No debemos avergonzarnos de decir sino aquello que puede empeorar la condición de quienes nos escuchan", o de quienes hablamos, habría que añadir. Bien podemos enlazar estas palabras con otras de Joan Maragall: "¡Con qué santo temor deberíamos de hablar, pues! Habiendo en la palabra todo el misterio y toda la luz del mundo, deberíamos hablar como encantados, como deslumbrados. Porque no hay nombre, por ínfima cosa que nos represente, que no haya nacido en un instante de inspiración, reflejando algo de la luz infinita que engendró al mundo".
Además de ser bello lo expresado por el gran escritor catalán, tiene una gran hondura porque, efectivamente, toda palabra es un destello de la Palabra, del Verbo de Dios, acto único del conocimiento de Dios Padre tan perfecto que engendra la segunda persona de la Santísima Trinidad, consustancial con el Padre. Y esa Palabra hecha Persona -que es toda la sabiduría infinita de Dios- se ama de tal manera con el Padre que de ese amor es espirado el Espíritu Santo. Decía San Juan de la Cruz que Dios nos ha dado su Palabra y ya no tiene otra, porque ese Verbo contiene toda la Sabiduría. Siendo nuestras palabras "reflejo de la luz infinita que engendró el mundo", debemos respetarlas y utilizarlas con respeto. Otra cosa desdice de la palabra misma y del que la expresa; y ofende.
Me parece que todo esto es más importante que una libertad de expresión, que no es tal, porque oprime, porque maltrata, porque desdibuja la verdad frecuentemente. Quizá viene a cuento algo que escribió Jarnés: "Bueno es llamar a las cosas por su nombre, pero es mejor hallar para las cosas nombres bellos", que es tanto como animar a la búsqueda de un modo de expresar el disentimiento sin que hiera, sin que tampoco haga indigno al que disiente.
Está escrito en el Evangelio de San Mateo: "De la abundancia del corazón habla la boca". Tal vez hace falta un corazón limpio para discrepar con respeto.
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