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Gregorio XI
De nuevo la decisión
Los diecisiete cardenales que se reunieron en Avignon tardaron poco tiempo en elegir por unanimidad a un sobrino de Clemente VI, Pedro Roger de Beaufort, nacido en 1329, cerca de Limoges y producto del nepotismo que le hiciera cardenal a los 19 años. Sin embargo, siendo despierto, inteligente, culto y extraordinariamente piadoso, se había elevado, por sus grandes servicios durante el pontificado de Urbano V, al primer puesto dentro del colegio. Discípulo de Pietro Baldo dcgli Ubaldi (1327-1400), en Perugia, poseía una excelente formación jurídica. Mezclaba un aire de soñador, acaso por su mala salud, con rasgos de energía y firmeza cuando hacía falta. Aunque desde el primer momento afirmó su voluntad de volver a Roma, ya que sólo desde ella podía ser gobernada la Iglesia y ejecutarse la triple misión que se había asignado (reforma de las costumbres, paz entre los príncipes de la cristiandad, ofensiva contra los turcos), esto no significa que proyectase disminuir la abrumadora influencia francesa. De los 21 cardenales que creó, ocho eran paisanos suyos, limousinos, otros ocho franceses de diversas regiones, dos italianos, y tres, respectivamente, de Genova, Castilla y Aragón.
Tres obstáculos se oponían al viaje a Roma. El tesoro papal estaba vacío y se requirió bastante tiempo para incrementar las rentas que llegarían al nivel de los 480.000 florines cada año; los ingresos estaban comprometidos de antemano al pago de deudas con sus intereses. Se habían reanudado las hostilidades entre Francia e Inglaterra, arrastrando en esta ocasión a castellanos y portugueses; de modo que el alejamiento de Avignon no había favorecido el proceso de paz. Los Visconti habían aprovechado la coyuntura para hacerse de nuevo fuertes en el norte de Italia. Richard C. Trexler («Rome on the eve of the Grat Schism», Speculum, XLIII, 1967) concede una singular importancia, sin embargo, a la radical oposición de los cardenales.
En vísperas del cisma
Para aislar a los Visconti, Barnabó y Galeazzo, el papa formó una liga en agosto de 1371, contrató los servicios de un condottiero inglés, Giovanni Acuto (John Akwood) y puso a Amadeo VI de Saboya al frente de las fuerzas; un hermano del papa, vizconde de Turenne, se encargó de reclutar mercenarios en Francia. A principios de 1373 se predicó la cruzada contra los Visconti, que previamente habían sido excomulgados. Sin embargo, Urbano V, urgido por el tiempo y las dificultades económicas, se conformó con un resultado mediocre: dos victorias en Pesaro y Chiesi, justificaron que se firmara una tregua. Ahora el camino de Roma parecía abierto y se anunció la partida para Pascua de 1376. Nuevos inconvenientes aparecieron: sólo seis cardenales declararon estar dispuestos a acompañar al papa. Se acababa de conseguir la tregua general de Brujas, suspendiendo las hostilidades en Occidente, y el duque de Anjou insistía en que ahora más que nunca era oportuna la presencia del papa para que la tregua se convirtiese en paz. Al mismo tiempo, Pedro IV de Aragón (1336-1387) reclamaba una gestión pontificia para asegurar las relaciones en el interior de la península.
A todo ello oponía el cardenal Jacobo Orsini una sentencia: el señorío del papa estaba en Italia y la causa primordial de los desórdenes estaba en la ausencia del señor. Santa Brígida, que murió en Roma el 23 de julio de 1373, fray Pedro de Aragón y santa Catalina de Siena, impresionaban a Gregorio, como antes hicieran con Urbano V, refiriéndole las visiones de los males de la Iglesia mientras no se restaurara. Sin embargo, R. Fawtier (Ste. Catherine de Sienne. Essai de critique des sources, París, 1921-1930) rechaza como legendaria la pretensión de Raimundo de Capua que otorga un papel decisivo a la santa en ese retorno. Al anunciarse nuevas demoras estalló una rebelión en Florencia, donde los legados Gerardo de Puy, abad de Marmoutier, y Guillermo de Noellet, que residía en Bolonia, fueron acusados de haber desamparado a la ciudad en tiempo de hambre. Aunque Gregorio XI, con sus cartas, trató de calmar los ánimos, no fue atendido. En el verano de 1375 Florencia alzó la bandera roja con el lema «Libertas», se unió a los Visconti y a la reina Juana I de Nápoles y pretendió provocar una revuelta general en los Estados Pontificios: Coluccio Salutati, en la carta que envió a Roma el 4 de enero de 1376, hablaba de la «foedissimam tyrannidem Gallicorum». A esta revuelta se la conoce como «guerra de los ocho santos» porque los dirigentes de la ciudad empleaban muchas referencias a la reforma de la Iglesia. Catalina de Siena, en su correspondencia, nos informa de cómo Gregorio XI encargó al obispo de Jaén, Alfonso Fernández Pecha, hermano del fundador de los Jerónimos, que fuese a pedir sus oraciones. Tan eficaz fue la gestión que el obispo renunció a su mitra para convertirse en uno de los «caterinatos», como llamaban a los discípulos de la santa. Fue este el momento escogido por Florencia para enviar a Catalina de Avignon como singular embajadora. Permaneció tres meses en esta ciudad, desde mediados de junio de 1376.
Gregorio era muy sensible a estas gestiones. A pesar de los preparativos del viaje, no había dejado de entender en la reforma. Apoyó de un modo especial a los caballeros de San Juan, que se estaban reorganizando dirigidos por Juan Fernández de Heredia. En 1373 dispuso la reorganización de los dominicos, nombrándoles un cardenal protector. Persiguió con rigor a los herejes y el 22 de mayo de 1377, en cartas dirigidas a Eduardo III, al arzobispo de Canterbury, al obispo de Londres y a la Universidad de Oxford, condenó 19 proposiciones de Wyclif (1320-1384), semejantes a las que Marsilio de Padua (1275-1342) y Ockham ya formularan y que incidían en verdadera herejía.
Segundo viaje
El 2 de octubre de 1376 la flota pontificia, mandada por Juan Fernández de Heredia, abandonaba Marsella. El papa viajaba en una nave española, la Santa María. Las tormentas afectaron de tal modo a la travesía que hasta el 6 de diciembre no pudo Gregorio desembarcar en Corneto. El papa pudo hacer su entrada en Roma el 17 de enero de 1377. Desde este momento hasta el día de su muerte la documentación escasea de tal modo que no es posible seguir las líneas de su gobierno. La presencia del papa coincidió desdichadamente con la noticia de que los mercenarios que mandaba, en nombre del pontífice, el cardenal Roberto de Ginebra, habían ejecutado una terrible matanza en Cesena (3 de febrero de 1377). Florencia solicitó la paz y Bolonia volvió a la obediencia del pontífice. La inseguridad de Roma seguía siendo tan grande que Gregorio decidió fijar su residencia en Anagni. Desde aquí intentó negociar una paz que siguiese la pauta del procedimiento marcado en Brujas dos años antes, es decir, mediante la reunión de una conferencia en Sarzana, presidida por Barnabó Visconti. La conferencia llegó a reunirse, pero antes de que concluyera murió Gregorio (marzo de 1378). La idea de que había dos Iglesias, la de Avignon y la de Roma, flotaba ya en el aire.
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