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El bien y el mal

En muchas cabezas bulle todavía la idea de que el bien y el mal son poderes «del mismo valor», antípodas inevitables y naturales, algo así como lo positivo y lo negativo.

El místico persa Manes basó su doctrina en este principio y nada menos que San Agustín fue durante algún tiempo uno de sus seguidores. Hasta el siglo XIII -una época en que se apreciaba más la lógica que en el siglo XX- no surgió una de las mejores cabezas de todos los tiempos, capaz de destruir una teoría según la cual, en definitiva, el demonio debía tener el mismo poder que Dios. La Iglesia la había condenado como herejía. Pero fue Tomás de Aquino quien encontró la solución para un problema que parecía no tener ninguna, y sabemos incluso en qué momento la encontró.

El dominico alto y corpulento era uno de los invitados a un banquete del rey Luis IX de Francia, el futuro San Luis. En lugar de participar en la conversación, Tomás permanecía silencioso y meditabundo. De repente levantó su brazo poderoso golpeó con el puño fuertemente la mesa real y exclamó: «¡Así! Esto es lo que destruye a los maniqueos!». Silencio absoluto lleno de expectación. ¿Qué diría el rey ante un comportamiento tan contrario al ceremonial? Luis IX hizo lo que ya era típico en él. Inmediatamente mandó llamar a su secretario con papel y recado de escribir para que escribiera enseguida lo que se le acababa de ocurrir a su invitado, con objeto de que no se olvidara.

El razonamiento que tuvo que anotar aquel buen hombre fue aproximadamente éste. El mal no tiene como el bien existencia substancial. No puede existir solo. Por el contrario, para su existencia, necesita de la existencia ya establecida del Bien. Se trata simplemente de una imperfección o una perversión del Bien. No tiene existencia por sí mismo, no tiene pues nada en sí, nada. Y eso lo vemos enseguida, si pensamos que se puede hacer algo bueno por un buen motivo, pero en cambio no se puede hacer nada malo por un mal motivo. Cualquiera que sea el mal que se pretenda hacer, siempre y sin excepción se hará por un motivo bueno en sí. El ladrón roba para enriquecerse y para proporcionarse cosas buenas con el dinero obtenido criminalmente, es decir, de mala manera. Un hombre asesina al enemigo odiado. ¿Por qué? Para recuperar la propia estimación satisfaciendo su venganza o para disfrutar con la espantosa agonía del enemigo. Pero no para perder la propia estimación o para disgustarse por la muerte del enemigo. El asesino quiere en definitiva proporcionarse algo «bueno» de forma depravada, infame, maligna; quiere un «bien» deformado y pervertido; pues recuperar la propia estimación o proporcionarse alegría son cosas buenas en sí. Lo que pasa en estos casos es que el camino que se sigue es malo.

El odio, el afán de venganza, el sadismo, cualquier tipo de acto de violencia, todos los delitos, todos, necesitan la existencia primaria (¡es decir anterior!) del Bien y todos los delitos se cometen porque el delincuente espera obtener de ellos algo bueno para sí. Por tanto, el Bien y el Mal no son iguales, no son antípodas naturales como lo positivo y lo negativo.

Que es lo que había que demostrar, como dice el matemático.

Se había encontrado la fórmula fundamental para la solución del poderoso problema.

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