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La libre voluntad

Existen todavía personas que niegan la libertad de la voluntad humana. Sin duda no voluntariamente. La niegan -de acuerdo con su propia teoría- porque no tienen otro remedio. Y otros la afirman, también porque tienen que hacerlo. De hecho, toda esta gente está convencida de que obramos con libertad sólo algunas veces. En realidad obedecemos a toda clase de impulsos.

Si esta teoría fuese cierta, entonces no existirían ni el crimen ni el pecado. No sólo el asesino que mata en un «acto personal», sino también el criminal más depravado, que planeó su crimen con toda frialdad durante semanas, no hace más que lo que tiene que hacer. Moralmente no se podría, pues, castigar nunca a nadie por nada.

Pero, ¡alto ahí! De acuerdo con la teoría de esta gente, «tenemos que» castigar; pues lo hacemos, y nada de lo que hacemos lo hacemos voluntariamente. Y para esta gente no existe la moral. No serán necesariamente inmorales, pero desde luego serán amorales. Con esto desaparecen también los conceptos del bien y del mal, tan pasados de moda. Cada uno hace sólo lo que tiene que hacer. Desaparece también toda responsabilidad. Nos movemos exclusivamente por impulsos, como otros animales. Lo que resulta curioso es que los defensores de esta teoría se indignan muchísimo cuando alguien hace algo que no les gusta. Si doy una bofetada a uno de estos negadores de la libre voluntad, no piensa ni por un momento, que lo he tenido que hacer por causa de mis impulsos, sino que se pone furioso, grita y va corriendo a denunciarme para que me castiguen. Y también continúa hablando alegremente de las cualidades «más elevadas» y «más inferiores» del hombre. ¿Pero qué baremo utiliza para medir lo que es más elevado o más inferior?

No puede discutirse el hecho de que la libre voluntad del hombre está expuesta a las influencias más variadas. Ya un pequeño malestar físico puede influir en nuestras decisiones, y no digamos la influencia que ejercen los radgos fundamentales de nuestro carácter, nuestra educación y nuestro ambiente y muchas otras cosas.

Y sin embargo, en muchas situaciones tenemos la opción de tomar decisiones de las que somos plenamente responsables. Por muy fuerte que sea la influencia del carácter y la educación y demás, no estamos esclavizados.

Es con nuestra voluntad con la que podemos convertirnos en monstruos o en santos. Es con nuestra voluntad con la que nos preparamos el cielo o el infierno.

La libre voluntad es el regalo más extraordinario y al mismo tiempo el más peligroso, que Dios ha hecho al hombre; pues con esa voluntad podemos decidirnos a favor o en contra de Dios. Y lo inmediato es plantearnos el interrogante de por qué se nos ha concedido.

La pregunta del por qué no puede recibir respuesta de Dios. Para ello es demasiado grande la distancia entre el Creador y la criatura. No sólo para la mariposa o para el gusano, sino también para el caballo o el perro, mucho más inteligentes, o incluso para el chimpancé o el gorila muchas motivaciones humanas serán siempre un enigma. Si no fuera así, estos animales serían ellos mismos hombres. Si pudiéramos entender todos los actos de Dios, seríamos nosotros mismos dioses.

No obstante, en el caso de la concesión de la libre voluntad no nos hallamos ante un enigma total. El móvil de toda obra creadora es en definitiva el amor. La creación es un acto de amor. «Rebosamos», tenemos que comunicarnos, por medio de la palabra, el sonido o la forma. Y nos acordamos de que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. Es decir, que somos Su obra y llevamos el sello del más grande de todos los artistas. También su Creación es un acto de amor. Lo que en ella -y en nosotros- no es perfecto, lo que se ha convertido en malo, agrio y amargo, ha sido estropeado por nosotros -y por otros-. «En el principio» era perfecto. Dios nos ha creado «tendiendo hacia Él», dice San Agustín, y concluye: «y nuestro corazón no encontrará la paz hasta que no descanse en Ti».

El amor a Dios nos proporciona plenitud, sí, es nuestra plenitud. Pero para ser capaces de este amor, hemos de tener una voluntad libre, pues el amor no es amor si no se otorga voluntariamente. Por eso recibimos ese grandioso y peligroso regalo. Y en seguida abusamos de él. En lugar de amor a Dios nos hemos convertido a nosotros mismos en nuestro propio centro. Nuestro amor se convirtió en amor propio, egoísmo. Y este egoísmo es nuestra enfermedad y la del mundo en que vivimos. Esta es la historia de nuestra caída, el principio de nuestros sufrimientos, nuestras infamias y mezquindades, el primer motivo para el dolor y la desgracia, para el crimen y la guerra, para la enfermedad y la muerte. Pero el omnisciente tenía el antídoto...

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