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El suicidio
Entre muchos pueblos paganos el suicidio estaba considerado como un acto honorable y respetable. El filósofo griego Empédocles se suicidó saltando dentro del cráter del Etna en erupción. El estoico romano, que estaba harto de la vida, hizo que un esclavo experto en medicina le abriese las venas (en la época imperial predominó el número de los que se hacían abrir la venas, porque el emperador consideraba que ya habían obtenido bastante de la vida...). Después de perdida la batalla, el general se dejó caer sobre su espada. Los héroes germánicos se suicidaban cuando su rey o su príncipe morían en la batalla.
Pero también en el siglo XX continuaba existiendo esta «salida honrosa». El samurai, el noble japonés, se hacía el haraquiri (una forma de suicidio especialmente dolorosa abriéndose la cavidad abdominal), bien fuera como manifestación de luto por la muerte de su emperador, bien como penitencia por su comportamiento imperfecto en el servicio a su patria.
El oficial alemán de la época imperial se pegaba un tiro en la cabeza cuando no podía pagar sus deudas, y con ello evitaba ser «licenciado». Los dos altos oficiales que detuvieron al coronel austriaco Redi (que había vendido a los rusos los planes de concentración de sus tropas), le dieron un revólver y media hora de tiempo. Redi se mató.
Al capitán francés Dreyfus, acusado de alta traición, se le concedió la misma «gracia». Dreyfus, que era inocente, tuvo la suficiente sensatez de renunciar. Hasta hace muy poco se consideraba un gran honor que un capitán se hundiese con su barco, con lo que originaba a su país o por lo menos a su compañía naviera, además de la pérdida del barco, la de un hombre de mar con una experiencia de más de veinte años.
Jugadores de fortuna medio locos juegan a la «ruleta rusa» con un revólver de cuyas seis cámaras sólo hay una cargada. Las estrellas de cine toman sobredosis de pastillas para dormir, porque se ha fugado su sexto u octavo marido, pero generalmente se encargan de que alguien digno de confianza se entere de ello a tiempo, para despertar después en el papel de belleza trágica en el hospital, haciendo que las retraten enseguida (en ninguna foto suele salir la bomba de estómago).
Y un ejército de pobres hombres atormentados que «no encuentran ya ninguna salida», se envenenan con gas, con sobredosis de éste o aquél medicamento, o se tiran al agua o por la ventana o al paso del tren...
¿Cuántos de ellos se dan cuenta de que un suicidio es también un asesinato? Alguno de los nuevos paganos han inventado la expresión más delicada de «muerte de liberación», que es una mentira muy peligrosa. Pues el suicidio es todo menos un camino hacia la libertad y, afortunadamente, sólo muy raras veces es una elección libre.
Sí, efectivamente existe una muerte voluntaria, honrosa en grado máximo y por tanto también cristiana en el mayor grado: la muerte para salvar a otra persona, la muerte por el amigo o los amigos.
El propio Cristo murió así y sus amigos son la humanidad.
Con su muerte compró nuestra vida eterna.
Por lo demás, el cristiano no puede arrojar a los pies del Creador el regalo divino de la vida por difícil que ésta sea, por muy torturada y miserable. No puede destruir algo que no le pertenece. No somos los propietarios de nuestras vidas. No nos pertenecemos a nosotros mismos. Tenemos un Señor ante el que hemos de dar cuenta de nosotros mismos.
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