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Julián Marías, el compromiso con la Verdad

Ha muerto Julián Marías, y lo ha hecho agotando su vida, a los noventa y un años, aunque a los que le rendíamos admiración nos parezca que se ha marchado demasiado pronto. Ha dejado una obra amplia y profunda, no creada para eruditos, sino pensada para el hombre común empeñado en ser persona dentro de una sociedad cuerda. No por ello renunció a la excelencia, porque lo que hizo fue ingeniárselas para que cualquiera con inquietud intelectual pudiera ascender las gradas de su pensamiento y ampliar así su horizonte vital.

No voy a hacer aquí un repaso de su creación filosófica, humanística o periodística -todo ello compatible y conjugado en él- porque otros lo harán mejor que yo. Mi recuerdo hoy es el de uno de los muchos que le conocieron a la edad de las primeras preguntas, se reconocieron en sus ideas y se sintieron capaces de ser mejores porque desde entonces contaban, como poco, con más luz para discernir el camino. Hablo de un filósofo que no estaba despegado de la vida, como comúnmente se suele pensar, y no sin razón. Julián Marías, como buen abogado de la razón vital, acuñaba pensamientos que servían para el devenir cotidiano de las personas. Fue capaz de convertir el ensimismamiento intelectual en amor, en felicidad, en sentido y en proyecto. La razón de la filosofía conducía a la razón del hombre y de la vida, no había compartimentos estancos ni torres de marfil donde se deshojasen boutades deslumbrantes e inútiles.

El que se acercó a los libros de Julián Marías o tuvo el privilegio de atenderlo en sus conferencias iba a encontrarse a un hombre que cuando hablaba de ideas elevadas hablaba de sí mismo y de uno mismo. No en vano, siendo niño, tomó ya la determinación y el compromiso de no mentir jamás, y siempre se vanaglorió de haber mantenido su palabra. La verdad fue para él otra esposa a la que fue fiel con gusto y con provecho, pues de esa relación que no era mero deporte surgió el profundo campo de trabajo y creación que guió su vida y su obra. En todas sus facetas se podía descubrir un hombre cabal, íntegro, que era lo que decía y decía lo que era. No pocas enemistades se ganó por ello, y bien que lo pagó en olvidos y menosprecios de unos y otros; pero con ese importe pagó una libertad que lo libraba de acusaciones, aunque no de acusadores, porque el rencor no necesita motivos.

Los que hoy lloran la muerte de Julián Marías se localizan en todos los estamentos de la sociedad, porque el intelectual y el humanista fue un hombre generoso que se entregó sin reservas a lo que más amaba: su fe católica, la nación española, su familia. Bien haríamos recuperando sus libros más señeros, alguno de ellos sumamente oportuno -España inteligible-, casi urgente en lo tiempos que corren. Su compromiso vital con la verdad es un testigo que reclama que otros tomen ya el relevo. En él hallamos un buen ejemplo de cómo cuando un hombre busca el sentido de la vida, su vida acaba teniendo sentido, y de esa fuerza contagiosa nos beneficiamos todos. No se hará en España el luto que merecería la pérdida de Julián Marías; hagámosle honor, al menos, siguiendo las huellas que ha dejado, porque, como él decía, a la esencia del hombre corresponde que sea proyectivo y futurizo.

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