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Aconfesionalidad, laicidad y laicismo
Me he planteado no hace mucho por extenso una pregunta de no fácil respuesta: "España ¿un Estado laico? La libertad religiosa en perspectiva constitucional" (Madrid, Civitas, 2005).
La dificultad radica inicialmente en ponernos de acuerdo sobre qué entendemos por 'Estado laico', cuestión que es la que he intentado esclarecer a la luz de nuestra propia jurisprudencia constitucional.
Es frecuente que se entienda el 'Estado laico' como lo propone el laicismo, vinculándolo a una estricta separación (que evite toda posible contaminación) entre el Estado y cualquier elemento de procedencia religiosa. Ello explica que no pocos opten por rechazar el término, aunque en realidad lo que consideran rechazable es el laicismo. Al darse por supuesta tal identificación, los laicistas ven así consolidado un falso dilema entre un Estado confesional generalizadamente rechazado y su propuesta, como si no existiera un posible término medio. Estoy convencido de que no sólo existe, sino de que es la fórmula que con más fundamento constitucional merece el rótulo de 'Estado laico'.
Se ha argumentado en contrario que con ello se estaría falseando un 'concepto histórico', acuñado en Francia precisamente en clave laicista. También en la Italia de la posguerra el mapa político, y por ende el cultural, se articuló durante decenios en torno al dilema católico-laico. Pero la historia es fluida. Se ha hecho ya frecuente en Italia que figuras políticas o culturales 'laicas' (Pera, Rutelli, Fallaci...) suscriban sin sofoco posturas públicamente defendidas por la jerarquía católica. Se observa incluso un relativo deshielo del laicismo en Francia. Insistir pues en tal argumento acaba reflejando, más que respeto a la historia, una interesada defensa del laicismo que llevaría a proponer embalsamarla.
Cabría preguntarse en beneficio de quién. Jürgen Habermas, en su artículo publicado en "Die Welt" días antes de la primera visita del Papa Benedicto XVI a Alemania, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, fue bastante explícito: "El precepto de neutralidad frente a todas las comunidades religiosas y todas la ideologías no desemboca necesariamente en una política religiosa laicista que hoy en día es criticada incluso en Francia". "Creo que el Estado liberal debe ser muy cuidadoso con las reservas que alimentan la sensibilidad moral de sus ciudadanos, porque además esto es algo que redunda en su propio interés. Estas reservas amenazan con agotarse, sobre todo teniendo en cuenta que el entorno vital cada vez está más sujeto a imperativos económicos".
El propio Tribunal Constitucional español, ha aludido en hasta cuatro sentencias (las 46/2001, F.4; 128/2001, F.2 in fine, 154/2002, F.6 y 101/2004, F.3) a la presencia en nuestro sistema de una "laicidad positiva". Da así por sentado que fuera de la Constitución habría otra laicidad 'negativa', o al menos formulada de modo negativo. Sugiere con ello un reconocimiento del Estado español como positivamente laico y no como negativamente laicista. No parece haber acertado sin embargo a la hora de identificar su fundamento, ya que no lo sitúa más allá de la mera "aconfesionalidad"; término más negativo que positivo.
Lo que realmente está en discusión es si se considera a lo religioso -al igual que lo ideológico- como un factor socialmente positivo, enriquecedor de una sociedad democrática. El laicismo lo valora negativamente, como elemento bloqueador del diálogo o como alimentador de un fanatismo conflictivo. De ahí que, más que justo título para un derecho, alimentaría conductas que merecerían como mucho ser objeto de tolerancia. Si se me permite la broma, parece como si algunos optaran por dulcificar la añeja condena de la religión como 'opio del pueblo', prestándose con generosa benevolencia a caracterizarla como 'tabaco del pueblo'; podrá hacerse uso de ella pero con la máxima discreción para no contaminar demasiado. Curiosa generosidad la del que somete a mera tolerancia lo que es directo ejercicio de un derecho fundamental.
La laicidad positiva plasmada en nuestra Constitución implica, por el contrario, el efectivo reconocimiento de la libertad religiosa como derecho fundamental del ciudadano, a cuyo servicio el Estado ha de mantener con las confesiones las consiguientes relaciones de cooperación. Bastaría pues con suscribir la equiparación entre libertad ideológica y religiosa, que el propio artículo 16.1 de la Constitución española (CE) plantea, para que buena parte de los problemas suscitados quedaran privados de fundamento.
Así, por ejemplo, cuando algunos apelan a la 'igualdad religiosa' habría que entender que reclaman también una 'igualdad ideológica'; lo cual resultaría simplemente ininteligible. No hay noticia de que nadie, invocando tal igualdad, haya propuesto que todos los partidos políticos reciban idéntico apoyo de los poderes públicos, sea cual sea el número de votos obtenidos; ni menos aún de que preconice una 'acción positiva' destinada a equilibrar en el futuro los resultados obtenidos por unos y otros. Tampoco se ha considerado inconstitucional el peculiar tratamiento otorgado en nuestro sistema a los llamados sindicatos 'más representativos'.
La existencia de discriminación no se identifica, como es bien sabido, con la mera desigualdad fáctica; exige que esté privada de un 'fundamento objetivo y razonable'. En este caso el fundamento existe y aparece de modo expreso en el propio texto del artículo 16.3 CE. Por más que se invoque la neutralidad del Estado, no cabe pretender que la acción de los poderes públicos tenga una repercusión uniforme en todos los individuos o grupos.
Quiero terminar aludiendo a nuestra constitucional aconfesionalidad: "Ninguna confesión tendrá carácter estatal". Algunos utilizan el término 'confesional' de modo mucho más amplio y genérico. Califican como tal a toda medida de los poderes públicos que suscriba contenidos ético-materiales de raíz ideológica o religiosa. Esto -aparte de hacer más complicado el debate- podría invitar a dar por hecha la posibilidad de que existan medidas de los poderes públicos que, por su neutralidad, no asumirían contenido ético-material alguno; lo que resulta difícilmente imaginable.
Se va aún más allá cuando se rechaza lo que se califica como 'confesionalidad sociológica', que no es sino el fáctico reflejo social que las propuestas de determinadas confesiones acaban obteniendo. En clave laicista, llega a afirmarse que no basta con que los poderes públicos guarden una exquisita separación respecto a las confesiones religiosas, sino que habrían de mantenerse también separados de la sociedad en la medida en que ésta refleja siempre connotaciones religiosas. La presencia de autoridades en actos públicos de carácter religioso se convierte en el test más socorrido al respecto. Esta curiosa separación entre Estado y sociedad parece desafiar los más elementales principios de la democracia liberal.
Pienso como conclusión que, desde una perspectiva argumental, el término 'Estado laico' genera entre nosotros una acogida favorable, en la misma medida que produce rechazo el término 'confesional'. De ahí que oponerse a un Estado laico tenderá a interpretarse como una opción, más o menos consciente, por la confesionalidad. Convencido de que laico se opone en realidad a clerical, no dudaría personalmente en afirmar que España es un Estado laico: "tan laico como yo" o, si lo prefieren, "tan laico como sus ciudadanos".
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