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El nacimiento de la Verdad

Acaso a casi nadie, al menos en el ámbito cultural cristiano, le es indiferente la Navidad. Aunque sólo sea porque nos traiga la memoria de la Arcadia perdida, y, tal vez, a otros, la nostalgia de la Arcadia que nunca fue. Aunque, con Novalis, allí donde hay niños, vive una edad de oro. Signo de los tiempos débiles de pensamiento, también llegan la deconstrucción y la falsificación a la Navidad. Así, no hay Navidad sino navidades, infinidad de «lecturas» y vivencias, pero nada más. Cada quien tiene su interpretación, y ninguna puede prevalecer. Este relativismo navideño tiende a producir la adulteración del sentido de la Fiesta, anegada, en el mejor de los casos, en la apoteosis de los buenos sentimientos, más o menos auténticos o forzados; en el peor, bajo la zafiedad del consumismo. ¿Cabrá expresar lo que la Navidad es en sí misma, más allá de toda interpretación subjetiva? En principio, no cabe duda de que se trata de celebrar el nacimiento de Jesús de Nazaret, el fundador del cristianismo, para todos; Dios hecho hombre, para los cristianos.

A pesar del silencio ominoso del preámbulo del, por ahora fracasado, y quizá para siempre fallido, proyecto de Constitución para Europa, el cristianismo no es sólo, junto con la filosofía griega, el derecho romano y sus derivados, la ciencia y la democracia liberal, uno de los pilares de la cultura europea, sino su espíritu esencial. Novalis, otra vez, tituló así un ensayo memorable: «Europa, o la Cristiandad». No se trata, por tanto, de que Europa sea, en su génesis y trayectoria, cristiana, sino de que consiste en el ámbito de la cultura cristiana. Si Europa dejara de ser cristiana, acaso seguiría existiendo, pero sería otra cosa, es decir, dejaría de ser lo que es. Sin conocer el cristianismo, un paseo por el Museo del Prado es poco más que un deambular sin sentido. Sin él, no es posible apreciar y estimar la música de Bach, ni los frescos de la Capilla Sixtina, ni leer el Quijote. Esto es sabido, aunque, en ocasiones, despreciado. Pero no es sólo eso. No comparto la apología meramente «culturalista» de la enseñanza de la religión cristiana. Lo que importa es que sólo desde la perspectiva trascendente o sobrenatural de la fe cristiana cobran sentido nuestra visión del mundo y del hombre, nuestros principios y valores, nuestras instituciones, en suma, nuestra entera cultura. Sin un Dios que es Padre, la fraternidad entre los hombres es una buena metáfora sin fundamento. La secularización es un proceso genuinamente europeo, pero la «descristianización» es deshumanización y «deseuropeización». El monoteísmo judío fue la primera gran revolución religiosa, después de la fuente incesante del misticismo hindú. Pero no hay acontecimiento comparable a la idea de un Dios que se hace hombre, que es hombre. La fe religiosa es natural para los niños y los hombres sencillos; estupidez, para los hombres «ilustrados»; profunda verdad, para los sabios. Por eso, un poco de ciencia aparta de Dios, pero mucha conduce a él. Leo Strauss vio, en la antítesis y tensión entre Atenas y Jerusalén, la esencia de la cultura europea. Antítesis, porque, para la filosofía griega, la meta de la vida consiste en el examen de la propia vida y en la indagación acerca de su consistencia, mientras que para la religión hebrea la vida verdadera consiste en escuchar la palabra de Dios y cumplirla. Mas acaso Roma, el cristianismo, consista en la síntesis, inestable, entre ambas, fe y filosofía: la fe filosófica, la fe que quiere comprender.

Sin la referencia a un fundamento absoluto, el mundo queda inexplicado y suspendido en el vacío. La pérdida del sentido religioso sólo puede producir la radical desorientación del hombre y, en última instancia, la barbarie. No es razonable que un ser razonador se avenga a sostener la afirmación de que la realidad carezca de un fundamento o razón. Nada es sin razón o fundamento. Que lo ignoremos o no podamos percibirlo, no significa que no lo haya. Acaso no sea cierto que, como afirma el personaje de Dostoievski, si Dios no existe, todo esté permitido, pero sí lo es que se abre la puerta al camino hacia el nihilismo, a la negación de todos los valores. Nadie lo vio tan claro como Nietzsche. Auschwitz, por cifrar la destrucción total o el «Holocausto» en una sola palabra, recreó la teología (o ateología) del «silencio de Dios». ¿Dónde estaba Dios entonces? Si estaba y era omnipotente, ¿cómo lo permitió? No deja de ser paradójico que quienes se niegan a escuchar su voz hablen del silencio de Dios, pero acaso haya que invertir el orden y pensar que Auschwitz no proclama el silencio de Dios, sino su previo olvido o rechazo por parte del hombre. No hay que olvidar que Nietzsche habla de la «muerte de Dios», pero también de que nosotros, los hombres, lo hemos matado, somos sus asesinos. El «Holocausto» no es la prueba de que Dios no existe, sino una muestra de lo que puede suceder cuando el hombre, a semejanza del ángel caído, se rebela contra Él y aspira a ser dios, negando a Dios.

La Navidad tiene estas cosas: permite pasar de la nostalgia de la Arcadia infantil a Auschwitz. Pero la meta del viaje vuelve al punto de partida, pero ahora de verdad, a la verdadera Arcadia definitiva. Por encima de la paz, la felicidad, la amistad o la familia, la Navidad es una invitación a la alegría, que nace de la confianza y de la esperanza. Pero ¿de qué se alegra el cristiano? ¿En qué o en quién confía? ¿Qué o a quién espera? De otro modo, ¿quién es Cristo, cuyo nacimiento nos alegra? Él mismo lo dejó dicho. Podemos, eso sí, creerle o rechazarlo como a un farsante. Pero no hay término medio. El compromiso es absoluto. «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». No «enseño la verdad», sino que «soy la Verdad». Ésta es, si no me equivoco, la esencia del cristianismo: Cristo no formula, revela o declara la verdad, sino que es, Él mismo, la Verdad. Cobra así el más estremecedor patetismo el suceso del Pretorio, en el comienzo de la hora de la Pasión, cuando Pilatos esgrime la radical pregunta: ¿qué es la verdad? Y la tenía delante. Y la Verdad calló. Naturalmente, como Pilatos, carecemos de la prueba de esa verdad. Y es necesario que así sea, que no exista la certeza absoluta, precisamente sobre aquello que más importa: la vida perdurable. Hasta en eso dio ejemplo Cristo, que llegó a dudar en el huerto de los Olivos, y se quejó del abandono del Padre (otro silencio de Dios), ya clavado en la cruz. Creer no es saber. Si hubiera certeza, no habría fe. Ser creyente no es ser crédulo. Y no hay razón humana que desvanezca la duda ni la angustia ante la muerte. La Nochebuena es una fiesta fallida si no llega la Resurrección. «Si Cristo no ha resucitado, somos los más miserables de los hombres». No hay, pues, alegría en la Navidad si Jesús de Nazaret ha muerto para siempre. Es imposible para la razón. Sólo tenemos el testimonio de unos pocos hombres que dicen que lo vieron vivo después de muerto. Locura, necedad o verdad. Podemos creerlo o no, pero no hay aquí nada que probar o demostrar. La alegría de la Navidad, lo que rememoramos esta madrugada, es, nada menos, el nacimiento de la Verdad.

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