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Voluntad del pueblo y voluntad de Dios

La intervención de Giovanni Sartori en la ceremonia de entrega de los Premios Príncipe de Asturias el pasado 21 de octubre resultó de gran interés, porque abordó cuestiones políticas de plena actualidad. Entre ellas se encuentra la que el politólogo italiano, remedando la expresión orteguiana, considera el tema de nuestro tiempo: la articulación de la religión con la política en un Estado laico. De manera, sumamente expresiva se refirió a ella en términos de dilema; la salvaguardia o no de la democracia residiría en la prevalencia de la voluntad del pueblo sobre la voluntad de Dios.

El contexto de esta afirmación es la previa referencia de Sartori en su intervención a la que considera inquietante presencia en los países democráticos de inmigrantes de religión islámica, que anteponen en muchos casos el cumplimiento de lo que consideran voluntad de Dios a la voluntad del pueblo expresada democráticamente. El argumento del pensador italiano es que en el área cultural cristiana, a partir del año 1600 ha tenido lugar un proceso de laicización, merced al cual la política y la religión han sido debidamente separados.

Indudablemente, un breve discurso no permite matizar debidamente una cuestión tan delicada, pero las palabras pronunciadas en forma tan disyuntiva, a mi modo de ver, requieren algunas precisiones, porque se prestan a interpretaciones desafortunadas. ¿Es verdaderamente el dilema la opción entre la voluntad de Dios y la voluntad del pueblo? Imitando el estilo utilizado por Sartori en su discurso, cabría decir que sí y que no.

Sí: es verdad que la democracia posee como componente inexcusable la laicidad del Estado, es decir, su organización con arreglo a una adecuada separación entre política y religión, que se materializa en una cuantas exigencias irrenunciables. Una de ellas es que la fuente de legitimidad del poder y de las leyes es estrictamente civil, de manera que la autoridad religiosa, dicho expresivamente, no pinta nada en términos de legitimidad política. Otra característica del Estado laico es su neutralidad en materia religiosa, en el sentido de que no es competencia suya fomentar ni impedir las creencias estrictamente religiosas de los ciudadanos. Y, sobre todo, en un Estado constituido con arreglo al principio de laicidad resulta absolutamente obligado que el disfrute de derechos civiles y sociales no esté condicionado por las personales creencias (o 'increencias') de los ciudadanos.

La laicidad del Estado representa un maravilloso logro de la civilización, que consiste en respetar exquisitamente un bien fundamental de la persona humana: su libertad de conciencia. Indudablemente -y en esto comparto la afirmación de Sartori- la posibilidad de un Estado laico requiere una auto-limitación de los creyentes en el ámbito público. Efectivamente, el juego democrático exige a los creyentes que, por muy importantes que consideren -en virtud de su fe- los designios de Dios para con los hombres, acepten la posibilidad de que puedan no llevarse a cabo. Un creyente demócrata entiende que los designios de Dios no deben realizarse 'a toda costa', y que es preferible que la sociedad adopte decisiones no ajustadas a los designios de Dios a recurrir a la violencia para imponer tales designios. En este sentido, efectivamente, se acepta una primacía de la voluntad del pueblo sobre la voluntad de Dios.

Y, sin embargo, pienso que no es del todo acertado afirmar que la democracia o el Estado laico representan una completa subordinación de la voluntad de Dios a la voluntad del pueblo. Efectivamente, la democracia es algo más que un procedimiento de toma de decisiones políticas. Su valor proviene de unos bienes morales que desea preservar: la convivencia pacífica y las libertades individuales, en primer lugar, y, en general y sobre todo, la dignidad humana. Por esta razón, el criterio procedimental no sirve como único criterio de legitimación de las decisiones políticas; es decir, el procedimiento democrático no es, por sí mismo, criterio de justicia y, por ese motivo, no sólo puede haber leyes injustas (por muy legítimo que haya sido el procedimiento de decisión) sino que la política se transforma en una continúa confrontación entre lo que los ciudadanos consideramos justo e injusto. Si la democracia consistiera sólo en un procedimiento, la política quedaría reducida a un mecanismo.

Como muy bien intuyó Rawls en 'Una teoría de la justicia', el ideal democrático consiste en la adecuada articulación de la libertad de los individuos con la realización de una sociedad justa. Pues, bien, entendida así la vida política, ésta se transmuta en un colosal debate en el que se confrontan las distintas visiones presentes en la sociedad sobre lo que es justo o no, sobre lo que es más acorde con la dignidad humana. Y es en esa confrontación política en la que, con toda legitimidad, los creyentes pueden aportar sus creencias.

Lo que no sería en absoluto democrático sería negar a los creyentes el derecho a hacer valer en el juego político su sentido de lo que es acorde con la dignidad humana, por el hecho de que tal sentido pueda sustentarse de alguna manera en una creencia religiosa. En fin, un creyente demócrata está dispuesto a no hacer valer la voluntad de Dios a toda costa, pero no renuncia, como tampoco renuncia quien no tiene ningún credo religioso, a que de alguna manera -mediante las reglas del juego democrático- su concepción del bien se imponga en la sociedad.

Aunque sea un sofisma muy extendido, no deja de ser un sutil camelo la pretensión de que la democracia se sustenta en unos pretendidos valores neutros, supuestamente válidos para todos y que, al final, suelen acabar en el rechazo a una visión del hombre inspirada en la trascendencia.

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