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Libertad sin ira
En mis primeros contactos, hace más de treinta años, con la vida universitaria y cultural italiana, me llamó la atención, entre tantas otras cosas, la naturalidad con que una buena parte de mis colegas dejaban constancia de su catolicismo en intervenciones públicas, orales o escritas.
En la España del franquismo la confesionalidad pesaba paradójicamente sobre no pocos católicos de mi generación. La oficialidad de aquello que se vivía por propia convicción resultaba particularmente incómoda; sobre todo por la vinculación al régimen que en consecuencia tendía a darse por supuesta, incluso en muchos que no se contaban entre sus beneficiarios. De ahí que cualquier proclama católica sonara más a sospechoso exhibicionismo que a otra cosa.
Todo ello influyó sin duda en mi positiva acogida a la fórmula grociana: apoyemos nuestra convivencia en exigencias éticas que, por ser naturales, compartiríamos también aunque razonáramos «etsi Deus non daretur», como si Dios no existiera. Qué necesidad habría de elevarse a la fe sobrenatural para argumentar exigencias éticas accesibles a la razón...
La confesionalidad acabó pasando a mejor vida, pero no siempre trajo como fruto espontáneo esa «laicidad positiva» que refrenda nuestra Constitución. En ambientes agnósticos, cualquier alusión al derecho natural se veía con frecuencia rechazada sin necesidad de debate argumental; bastaba con su simplista etiquetaje como receta teológica y su obligado correlato autoritario. Entre no pocos creyentes, la resaca confesional se veía también perpetuada al generar un curioso laicismo autoasumido; el laico católico se vedaba ejercer lo que precisamente es su papel: proponer sus propias convicciones a la hora de organizar el ámbito público, con la misma naturalidad con que los demás proponían las suyas.
Dentro de este marco, la puesta en marcha de los congresos «Católicos y vida pública» da fe del paso a un escenario bien distinto. Al llegar ahora a su séptima edición, bajo el título «Llamados a la libertad», vuelve a facilitar que intelectuales y hombres públicos, españoles y extranjeros, se presten a manifestar su condición de católicos a la vez que abordan los problemas más acuciantes de nuestra sociedad. De camino se da pie a un trabajo conjunto entre quienes viven sus convicciones dentro un sano pluralismo, que se ve no pocas veces acompañado de un mutuo desconocimiento.
La experiencia se ha mostrado notablemente oportuna, y no sólo por su admirable capacidad de convocatoria. Católicos con relevancia pública dejan claro que no están dispuestos a dejarse tratar como ciudadanos de segunda; que piensan seguir ejerciendo sus derechos ciudadanos, no a pesar de ser católicos sino precisamente por serlo; que no dejarán que se les aplique, sólo a ellos, la estrábica conseja que prohíbe imponer las propias convicciones a los demás, como si los demás no tuvieran convicciones o las impusieran con el especial desparpajo que da el no estar demasiado convencidos.
Si la laicidad positiva de nuestra Constitución se traduce en la obligación de los poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española, resulta decisivo que los creyentes no renuncien a aportarlas al debate democrático.
Se ha producido, pues, una significativa transición. Por eso no me extrañó que en el contexto de una multitudinaria manifestación volvieran a oírse, treinta años después, con impactante oportunidad esos sones que invitan a una libertad sin ira. En su escenario original supusieron una llamada a los sectores más rígidos de nuestra sociedad, para que no tuvieran miedo a la libertad ni se sintieran amenazados por ella, a la vez que se les hacía recapacitar sobre lo inútil de cualquier actitud reaccionaria. La invitación no resulta ahora menos necesaria, cuando no faltan núcleos radicales que manifiestan similar rigidez, quizá por saberse minoritarios aun disponiendo de los resortes del poder. Reaccionan con un recelo no exento de enojo laicista cuando, con exquisito respeto a las formas democráticas, se proponen soluciones bien distintas a las que están imponiendo con la displicente actitud de superioridad del déspota que se cree ilustrado.
Parece como si los españoles siguiéramos condenados a la «diferencia», al resistirnos a asumir pautas culturales consolidadas en países de nuestro entorno. No me refiero sólo a Italia, donde con motivo del reciente referéndum sobre la reproducción asistida el inefable Pannella y su minoría radical, que no sueñan con poder gobernar ni por accidente, tocó a rebato asegurando que la llamada de la jerarquía católica a la abstención ponía en peligro el Estado laico (léase laicista...). La respuesta no pudo ser más elocuente. Figuras significativas (Rutelli, Fallaci...), reconocidamente alejadas del ámbito católico, no dudaron en apoyar la llamada a la abstención; algo inconcebible hoy por hoy entre nosotros.
También en Alemania Jürgen Habermas, tras su llamativo ademán de convergencia con el entonces cardenal Ratzinger, ha sido bastante explícito: «El precepto de neutralidad frente a todas las comunidades religiosas y todas la ideologías no desemboca necesariamente en una política religiosa laicista que hoy en día es criticada incluso en Francia». «Creo que el Estado liberal debe ser muy cuidadoso con las reservas que alimentan la sensibilidad moral de sus ciudadanos, porque además esto es algo que redunda en su propio interés. Estas reservas amenazan con agotarse, sobre todo teniendo en cuenta que el entorno vital cada vez está más sujeto a imperativos económicos».
En España esta fluidez en el debate cultural y político sólo ha llegado a abrirse paso como rechazo a la lacra terrorista, que ha animado a aunar posturas a figuras acostumbradas a moverse en campos bastante alejados. No parece tan fácil que creyentes y no creyentes se muestren capaces de suscribir conjuntamente propuestas en beneficio de bienes y valores cuya protección y defensa no exigen obviamente profesión de fe alguna. Habrá que esperar que también llegue a consumarse esta nueva transición.
Somos no pocos los católicos que incluimos aportaciones de la Ilustración como ingrediente ineliminable de nuestra personal identidad cultural, aunque pueda llevar a alguno a no considerarnos trigo limpio. No es actitud novedosa. El propio Juan Pablo II, en su postrera obra «Memoria e identidad» alababa, no sin un toque de humor, que «ha dado también muchos frutos buenos», ya que «procesos de talante ilustrado han llevado frecuentemente a redescubrir las verdades del Evangelio», como la libertad, la igualdad o la fraternidad.
Personalmente considero, por ejemplo, inseparable de mi marco de referencia cultural la aportación de la Institución Libre de Enseñanza, que tuve oportunidad de estudiar a fondo con ocasión de mi tesis doctoral. De ahí que me mueva a la sonrisa ver oficiar como sus propietarios exclusivos a más de uno que no las ha leído ni por el forro. Esa obsesión maniquea por no compartir señas culturales parece fruto de una pereza un tanto infantil, que ahorra definir la propia identidad.
Quizá pueda ayudar a generar un nuevo escenario tener la audacia, que Habermas parece apuntar, de asumir la propuesta de Benedicto XVI: invertir la vieja fórmula grociana y atreverse a razonar «etsi Deus daretur», como si Dios existiera. Pensar que ello afectaría a la obligada neutralidad de lo público no dejaría de entrañar una falacia. Cabe sin duda discutir si es preciso suscribir un planteamiento inmanente o transcendente del ser humano; entender que sólo una de esas respuestas implica una toma de partido lleva a suscribir una pintoresca neutralidad, que permite al otro planteamiento, precisamente el minoritario, imponerse sin necesidad de discusión.
Puede, en efecto, haber llegado a muchos no creyentes el momento de ser audaces. Quizá no sea mucho pedir que quienes, a fuer de modernos, nos hemos curtido en la asimilación de la fórmula grociana, esperemos de ellos que, siquiera por vía de hipótesis, se animen a razonar como si Dios existiera. Podría irnos a todos mucho mejor; por experimentar que no quede...
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