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La necesidad de ideología

¿Qué es una ideología? Es una triple dispensa: dispensa intelectual, dispensa práctica y dispensa moral. La primera consiste en retener sólo los hechos favorables a la tesis que se sostiene, incluso en inventarlos totalmente, y en negar los otros, omitirlos, olvidarlos, impedir que sean conocidos. La dispensa práctica suprime el criterio de la eficacia, quita todo valor de refutación a los fracasos. Una de las funciones de la ideología es, además, fabricar explicaciones que los excusan. A veces la explicación se reduce a una pura afirmación, a un acto de fe: «No es al socialismo al que se deben imputar las dificultades encontradas en su desarrollo por los países socialistas», escribe Mijaíl Gorbachov en su libro Perestroika, publicado en 1987. Reducida a su armazón lógica, esta frase equivale a esto: «No es al agua a la que se deben imputar los problemas de la humedad que se plantean en los países inundados.» La dispensa moral abole toda noción de bien y de mal para los actores ideológicos; o más bien, el servicio de la ideología es el que ocupa el lugar de la moral. Lo que es crimen o vicio para el hombre común no lo es para ellos. La absolución ideológica del asesinato y del genocidio ha sido ampliamente tratada por los historiadores. Se menciona menos a menudo que santifica también la malversación, el nepotismo, la corrupción. Los socialistas tienen una idea tan alta de su propia moralidad que casi se creería, al oírlos, que vuelven honrada a la corrupción cuando se entregan a ella, en vez de ser ella la que empaña su virtud cuando sucumben ante la tentación.

Como exime a la vez de la verdad, de la honradez y de la eficacia, se concibe que ofreciendo tan grandes comodidades, la ideología, aunque fuera con otros nombres, haya gozado del favor de los hombres desde el origen del tiempo. Es duro vivir sin ideología, ya que entonces uno se encuentra ante una existencia que no conlleva más que casos particulares, cada uno de los cuales exige un conocimiento de los hechos único en su género y apropiado, con riesgos de error y de fracaso en la acción, con eventuales consecuencias graves para uno mismo, con peligros de sufrimiento y de injusticia para otros seres humanos, y con una probabilidad de remordimiento para el que decide. Nada de esto le puede suceder al ideólogo, que se sitúa por encima del bien y de la verdad, que es él mismo la fuente de la verdad y del bien. He aquí un ministro reputado por su virtud, su culto a los derechos del hombre, su amor a las libertades. No dudará en presionar a una administración, en amenazarla, para hacer nombrar a su mujer, con toda la irregularidad, profesor en una gran escuela y hacer expulsar al titular. El abuso despótico del poder al servicio del favoritismo familiar más trivial, que fustigaría con asco si lo viera practicar fuera de su campo, deja de parecerle vergonzoso viniendo de él. No es simple complacencia suya, mecanismo psicológico banal. Este hombre no está aislado, está acompañado, sostenido por la sagrada sustancia de la ideología, que acolcha su conciencia y le induce a pensar que, estando él misino en la fuente de toda virtud, no puede secretar más que buenas acciones. « Para comprender cómo es posible que un hombre sea al mismo tiempo celoso de su religión y muy disoluto -escribe Pierre Bayle-[58] no hay que considerar más que, en la mayor parte de los hombres, el amor a la religión no es diferente de las otras pasiones humanas... Aman a su religión como otros aman a su nobleza o a su patria... Así, creer que la religión en la cual uno ha sido educado es muy buena y practicar todos los vicios que ella prohíbe son cosas extremadamente compatibles.» En sus comienzos, una ideología es una hoguera de creencias que, aunque devastadora, puede inflamar noblemente los espíritus. A su término, se degrada en un sindicato de intereses.

Aunque la ideología no posea eficacia, en el sentido de que no resuelve ningún problema real, ya que no proviene de un análisis de los hechos, sin embargo está concebida con vistas a la acción; transforma la realidad e incluso mucho más poderosamente de lo que lo hace el conocimiento exacto. Éste es, incluso, todo el objeto de este libro. La ideología es ineficaz en el sentido de que no aporta las soluciones anunciadas por su programa. Así, la colectivización de las tierras suscita no la abundancia, sino la penuria. Pero no por ello tiene una menor capacidad de acción sobre lo real, porque precisamente ella puede hacer pasar a los hechos e imponer a varios centenares de millones de hombres una aberración económica fatal para la agricultura. En otras palabras, la colectivización no es una verdad agrícola, pero sí una realidad ideológica que, aunque destructora de la agricultura, ha sido mucho más concretamente extendida en el siglo XX que la simple verdad agrícola. Si se añaden a la Unión Soviética, a China, a Vietnam, a Cuba, los numerosos países del Tercer Mundo donde las experiencias de granjas colectivas, de cooperativas y gestión estatal han arruinado a la agricultura tradicional sin reemplazarla por una agricultura moderna, se observa que el delirio ha igualado, por lo menos, en nuestra época al pragmatismo. Durante el último tercio del siglo XX la agricultura productiva, que produce cada año amplios excedentes para la exportación, se concentra en un pequeño número de regiones del globo: América del Norte, Europa occidental, Australia y Nueva Zelanda, Argentina. Esos países de agricultura «capitalista» constituyen la reserva alimentaria del planeta, el granero del mundo, asegurando al mismo tiempo a sus explotadores un nivel de vida elevado. Casi en todos los demás países (con felices excepciones: Brasil, India, entre otros) se han experimentado de manera más o menos sistemática fórmulas colectivistas o cooperativas que han provocado el hundimiento de la producción, la penuria, la miseria, las carestías. Este balance apreciable al primer golpe de vista no impide a los ideólogos, incluso a los que no profesan explícitamente el marxismo, cada vez que examinan el caso de una economía del Tercer Mundo, continuar preconizando las mismas «reformas agrarias» de tipo burocrático y gestión centralizada que en tantos países ya han dado la señal del descenso a los infiernos.

La ideología es el mismo ejemplo de una de esas nociones familiares cuya aparente claridad se desvanece cuando tratamos de definirlas con precisión. Forjado en los alrededores de 1800, el vocablo designó primero el estudio de la formación de las ideas, en el simple sentido de representaciones mentales, luego, la escuela filosófica que se consagraba a ello. Fueron Marx y Engels quienes cincuenta años más tarde imprimieron al concepto de ideología el sentido, a la vez rico y confuso, que en lo esencial posee todavía hoy.

La ideología se convirtió en su teoría, el conjunto de las nociones y de los valores destinados a justificar el dominio de una clase social por otra. La ideología no puede ser, según ellos, más que mentira, pero no excluye la sinceridad, porque la clase social que se beneficia de ella cree en esa mentira. Esto es lo que Engels llamó la «falsa conciencia». Para colmo, la mentira puede parecer igualmente verdadera a la clase explotada, extravío que se ha bautizado con un vocablo que, él también, ha hecho carrera: la «alienación». En un sentido amplio, se puede incluir en la ideología no sólo las concepciones políticas o económicas, sino los valores morales, religiosos, familiares, estéticos, el derecho, el deporte, la cocina, los juegos del circo y del ajedrez.

La ideología parece nacida bajo la estrella de la contradicción. Si es ilusión y mentira, ¿cómo puede ser eficaz? Aunque se pueda, en virtud de algunos de sus rasgos, calificar de irracional la ideología, hay que tener en cuenta que muchas ideologías pretenden, no siempre abusivamente, apoyarse en una argumentación científica. En verdad, rehúsan tomar en consideración los argumentos y los hechos que no les gustan, lo que es la negación del espíritu científico. Y concluyen, la mayoría de las veces, en ese raciocinio irracional que se llama «lengua de madera». Además, todo ideólogo cree y consigue hacer creer que tiene un sistema explicativo global, fundado sobre pruebas objetivas. Por otra parte, Marx había terminado por integrar ese aspecto en su teoría. Poco importa, replican sociólogos tan eminentes como Talcott Parsons, Raymond Aron, Edward Shils: la ideología no depende en ningún caso de la distinción de lo verdadero y de lo falso. Es una mezcla indisociable de observaciones de hechos parciales, seleccionadas por las necesidades de la causa, y de juicios de valor pasionales, manifestaciones del fanatismo y no del conocimiento. Para Shils, el brillo de la ideología está emparentado con el del profeta, del reformador religioso, no del sabio, aunque estuviera equivocado.

En seguida acude a la mente una objeción: ¿las religiones no deben distinguirse de las ideologías? Ciertamente, pero hay reformadores religiosos, tales como Savonarola o Jomeini, que prolongan su religión en ideología política y social, servida por un ejercicio totalitario la función de legitimar el absolutismo del poder. Del mismo modo, se puede considerarla revocación del edicto de Nantes y la persecución de los protestantes por Luis XIV como un acto tan ideológico como religioso, puesto que la noción de la monarquía de derecho divino confería al catolicismo la función de legitimar el absolutismo. Cuando los profetas se inclinan a la ideología, se vuelven hombres de acción y líderes políticos.

La explicación por el fanatismo puro no basta para describir lo que es un sistema ideológico ni su capacidad para operar en la realidad. Tal es el motivo por el que se vuelve al punto de partida: la ideología incluye siempre un elemento, si no racional, por lo menos «comprensible», como decía Max Weber, y una dosis de eficacia. Es tanto más necesario cuanto que la ideología, y ello es uno de sus componentes capitales, actúa sobre las masas y las hace activas. Modela, a veces, una civilización entera o por lo menos un segmento social o cultural: los intelectuales, los ejecutivos, los obreros, los estudiantes. No se puede empezar a hablar de ideología más que en presencia de creencias colectivas. El ideólogo solitario es relativamente inofensivo. Para Lenin la ideología era, y continúa siendo para sus sucesores, un arma de combate en la lucha de clases y para el triunfo mundial de la revolución. Es, pues, mucho más militante que el prejuicio, la ilusión consoladora, el error banal, la excusa absolutoria, la dulce manía o la idea recibida, aunque incluya también todo esto y se nutra de ello. La idea preconcebida puede ser pasiva, mientras que la ideología es siempre activa al mismo tiempo que colectiva.

A veces es en los moralistas, en los novelistas, donde se encuentra manifestado en su espantosa plenitud el misterio de la cristalización ideológica. Sin volver a los clásicos demasiado conocidos para extenderse sobre ellos, el Gran Inquisidor de los Karamázov o Los demonios, se encontrarían sin duda en Cioran apreciaciones sobre la ideología: en la «Genealogía del fanatismo» del Compendio de descomposición, y en Historia y utopía. O también en la novela de Mario Vargas Llosa, Historia de Mayta, descripción soberbia y sofocante del nacimiento y crecimiento de la ideología terrorista en el seno de un grupo. El novelista nos hace presenciar desde el interior el caso concreto, vivido por individuos, de una visión a la vez delirante y razonada, la cual, sobre todo, se traduce en actos. Podría ser la historia de los fundadores del Sendero Luminoso peruano, esos profesores de filosofía maoístas (como los khmers rojos) persuadidos de tener derecho a matar a todos los hombres que se oponen a sus planes.

Pues la ideología es una mezcla de emociones fuertes y de ideas simples acordes con un comportamiento. Es, a la vez, intolerante y contradictoria. Intolerante, por incapacidad de soportar que exista algo fuera de ella. Contradictoria, por estar dotada de la extraña facultad de actuar de una manera opuesta a sus propios principios, sin tener el sentimiento de traicionarlos. Su repetido fracaso no la induce nunca a reconsiderarlos; al contrario, la incita a radicalizar su aplicación.

En su libro L'Idéologie (1986), el sociólogo Raymond Boudon presenta unos estudios muy claros de casos históricos o contemporáneos de ideología: reflexiona sobre El espíritu del jacobinismo, visto por Augustin Cochin, sobre el tercermundismo y la «teoría de la dependencia», y sobre el caso Lyssenko. Precisamente a propósito de este último me parece que subestima dos caracteres del comportamiento ideológico. Uno es la fidelidad abstracta a la ortodoxia, incluso si la «praxis» debe sacrificarse a ella. «Porque es extremadamente cierto -escribe Jacques Monod- que la base fundamental de la genética clásica es incompatible tanto con el espíritu como con la letra de la dialéctica de la naturaleza según Engels.» El otro aspecto es que la puesta en práctica de las teorías lyssenkistas fue una de las causas del retraso de la agricultura soviética, hermoso ejemplo de la indiferencia de los ideólogos a los mentís que les inflige la realidad. ¿Cómo explicar la «racionalidad» de una ideología suicida? Raymond Boudon sobresale especialmente cuando muestra los estragos de la ideología... en la sociología misma y en la filosofía de las ciencias. Su desmenuzamiento de algunos libros que estuvieron en boga en el último cuarto de siglo permite comprobar, una vez más, en los mismos ambientes intelectuales, la amplitud de los impulsos «que confieren a las ideas recibidas la autoridad de la ciencia». La reacción furibunda y dogmática de los ideólogos de la antipsiquiatría ante los descubrimientos sobre el origen orgánico de la esquizofrenia -más adelante volveré sobre el tema- ilustra bien esta «derivación», como habría dicho Pareto, lo mismo que el charlatanismo erudito de las primeras teorías racistas, a finales del siglo XIX.

A consecuencia del hecho de que Marx y Engels popularizaron el vocablo de ideología incorporándolo al vocabulario socialista, en su obra La ideología alemana, acabada en 1846, utilizamos desde entonces esa palabra en una acepción y en un contexto ante todo políticos. Antes incluso de que se forme la corriente de pensamiento socialista, la Revolución francesa y los filósofos del siglo XVIII que la prepararon redujeron todas las ideologías a la ideología política. Desde entonces, y sobre todo en el siglo XX, cuando hablamos de «luchas ideológicas» o deseamos un posible «fin de las ideologías», sobreentendemos que no puede tratarse más que de doctrinas políticas. Esto es evidente para el lector o el oyente. Incluso el integrismo islámico actúa menos en la única esfera de la religión que como movimiento político vestido con justificaciones religiosas. Es en esto en lo que nos afecta, manifestándose ante todo como un odio de una parte del Tercer Mundo a la civilización democrática occidental y una voluntad de destruirla. Tocqueville ya nos había mostrado «que la Revolución francesa ha sido una revolución política que ha procedido al estilo de las revoluciones religiosas».[59] No debía ser la única. Pero se ven igualmente revoluciones religiosas que proceden como revoluciones políticas. La plaga no es nueva. Las cruzadas en la Edad Media, las guerras de religión en el siglo XVI, fueron tan políticas como religiosas. Las religiones sirvieron en muchas ocasiones de vehículo ideológico a guerras de conquista y de colonización, que impusieron a los vencidos, por la violencia, una metamorfosis radical de su sociedad, tal como hicieron el islam en el Mogreb, y el cristianismo en el Nuevo Mundo. Es normal que se recurra siempre, en nuestro tiempo, a ejemplos políticos, cuando se reflexiona sobre la ideología, como se recurría siempre, antes del siglo XVIII, a ejemplos religiosos.

Y, sin embargo, incluso en nuestro tiempo abundan las ideologías que no son políticas. Se encuentran en la filosofía, en la moral, en el arte e incluso en las ciencias. Si se considera que la ideología tiene, tal vez, por principio característico la impermeabilidad a la información, con vistas a la protección de un sistema interpretativo, se comprueba que el ropaje ideológico inmuniza a constelaciones de creencias contra los embates de lo real en casi todas las esferas del pensamiento y de la actividad humanos. La ideología es política cuando tiende a la conquista o a la conservación del poder. Pero todas las ideologías no tienen el poder como primer objetivo, aunque ninguna esté completamente despojada de fines interesados. Al deseo de dominación intelectual se une el de preservar la influencia, aunque sólo fuera de una camarilla, de una fuente de posiciones universitarias, de recursos materiales y de satisfacciones honoríficas. El dique levantado contra la difusión de una teoría científica nueva no es, a menudo, obra más que de la resistencia demasiado humana de una generación o de un grupo de sabios, cuya carrera, posiciones y prestigio dependen completamente de la autoridad que les confiere la teoría a punto de ser destronada. El mismo Albert Einstein lo ha dicho: un descubrimiento se impone muy poco forzando con la demostración y la prueba la convicción de la comunidad científica; se instala, más bien, por la desaparición progresiva de los defensores de la antigua tesis y su sustitución en los cargos influyentes por una nueva generación de investigadores. Pero sea cual lucre el peso de las debilidades humanas, de la vanidad, de los odios, de las rivalidades y los intereses, de la misma ceguera intelectual, en las querellas que dividen a los sabios, y por grande que pueda ser su capacidad para retrasar la difusión o la aceptación de los conocimientos, en esa esfera son, a fin de cuentas, los criterios objetivos y la autenticidad de la información los que resuelven el debate.

No sucede lo mismo en la inmensa tribu de las doctrinas que mezclan la ciencia y la ideología, o, más precisamente, que son ideología apoyada en la ciencia, construida con elementos tomados de las disciplinas y del lenguaje científicos. El marxismo es la más conocida de estas mezcolanzas, pero hay muchas otras y yo hasta diría que es este tipo de doctrina el que alimenta la mayoría de las disputas humanas, por la simple razón de que no son ni completamente comprobables ni completamente refutables. Se prestan, pues, admirablemente a alimentar las pasiones y desaparecen, por lo general, por agotamiento de los adversarios y cansancio del público, ante la ausencia de toda prueba susceptible de poner un punto final a las discusiones. Pero ocupan, en lo que se llama la vida cultural, mucho más lugar, emplean mucho más tiempo, embadurnan mucho más papel, hacen mucho más ruido en las ondas que los conocimientos propiamente dichos. Para comprenderlo, en la imposibilidad de poderlo explicar, hay que admitir que satisfacen una necesidad: la necesidad ideológica. El hombre experimenta toda clase de necesidades de actividad intelectual además de la necesidad de conocer. La libido sciendi no es, contrariamente a lo que dice Pascal, el principal motor de la inteligencia humana. No es más que una inspiradora accesoria, y en un número muy reducido de nosotros. El hombre normal no busca la verdad más que después de haber agotado todas las demás posibilidades.

Palabras como «racionalismo», «positivismo» o «estructuralismo» designan en primer lugar un método de trabajo, luego una hipótesis sobre la naturaleza de lo real, finalmente una visión ideológica global. Ciertamente, en el segundo término de todas las fases de la investigación científica se proyecta una imagen teórica en la que se resume el idioma en el cual una generación de espíritus formula preferentemente su aprensión de lo real: mecanismo o vitalismo, fijismo o evolucionismo, funcionalismo o estructuralismo, atomismo o gestaltismo. Desde el auge de la biología molecular, son el vocabulario y la representación de los fenómenos tomados de la informática y de la lingüística los que estilizan la sensibilidad científica, la cual se expresa en términos de «programa», de «código» o de «mensaje». Michel Foucault llamaba «formaciones discursivas» a esas imágenes en parte convencionales. Pero Foucault afirmaba que eran enteramente ideológicas y quería borrar así toda diferencia entre ciencia e ideología. Lo que equivalía a decir que no había, a sus ojos un verdadero saber, sólo maneras de ver.

Es natural que Foucault haya querido abolir la distinción entre la ciencia, por una parte, y la ideología de tema científico por otra, porque tal supresión es justamente constitutiva de ese tipo de ideología, en el que él mismo destacaba con poco frecuente brío. Lo que define al ideólogo de tema científico es que se vale de la demostración y de la experiencia, al mismo tiempo que rehúsa la confrontación con el saber objetivo, si no es en las condiciones que le convienen y sobre el terreno que él escoge. Su uso de la información imita la gestión científica sin sujetarse a ella y no tiene valor demostrativo más que para el que ya ha entrado en su ideología sin poner condiciones. Objetar al ideólogo científico la inexactitud de su expediente o la extravagancia de sus inducciones constituye un síntoma de mal gusto, hasta una señal de mala voluntad, porque, en el final ¡sino intrínseco del pensamiento ideológico, el valor del dossier proviene de la tesis que se le hace establecer, y no el valor de la tesis de la solidez del dossier. Por otra parte, el público durante el período en que una ideología de estilo científico goza de su favor y corresponde a su necesidad, no se inmuta por las refutaciones fundadas en la comprobación de los hechos y de los razonamientos, puesto que él pide a esa «formación discursiva» no conocimientos exactos, sino una cierta gratificación afectiva y dialéctica a la vez.

¿Quién se acuerda de la influencia que ejerció sobre los espíritus, tanto en Europa como en los Estados Unidos, la obra del padre Teilhard de Chardin, aproximadamente entre 1955 y 1965? Tan difícil era escapar a ella como abrir un libro o un periódico sin encontrar una referencia a esa obra. Teilhard satisfacía una fuerte necesidad ideológica, aportando una conciliación entre el cristianismo y el evolucionismo, la paleontología humana y el espiritualismo cósmico. Sus obras, impregnadas de un énfasis oratorio y de una hermética prolijidad, se convirtieron en éxitos de librería. Sedujo tanto a la izquierda como a la derecha (salvo a los integristas cristianos), fue el pensador tutelar del Concilio Vaticano II en 1962 y durante un decenio permaneció intocable para la crítica en la prensa liberal o moderada así como en la prensa marxista, que veía en él -a través de espesas brumas, en verdad- al mago capaz de efectuar la unión del marxismo con el cristianismo. El hechizo que emanaba del teilhardismo llegaba tan lejos entre los intelectuales que los únicos, en medio de ese éxtasis, que no tenían derecho a la palabra eran los biólogos, por lo menos los verdaderos, los que habían conservado la suficiente lucidez para escapar a la tentación ideológica e intrepidez para osar confesar sus reticencias. Es superfluo añadir que los mecanismos de defensa ideológica funcionaban continuamente y por la mecánica de un curioso consenso espontáneo de la comunidad cultural, que montaba la guardia, rechazaban, antes incluso de que hubieran podido aparecer, las informaciones susceptibles de molestar a sus elucubraciones teilhardianas.

Yo mismo tuve ocasión de comprobar la eficacia de esa defensa al tratar, durante mucho tiempo en vano, de hacer publicar en Francia la traducción de un artículo contra Teilhard debido al biólogo inglés Peter Medawar, que acababa de obtener, en 1960, el Premio Nobel de Medicina. Me enteré de la existencia de ese artículo durante una estancia en Oxford, en 1962, al ojear la revista Mind; y varios amigos, biólogos o filósofos del Colegio en que me encontraba me confirmaron que se había dado un alto a la penetración en Gran Bretaña del teilhardismo, sin polémica alguna, y señalando simplemente las debilidades de la información biológica y paleontológica que servían de punto de partida a la verborrea teilhardiana. Atravesando el canal de la Mancha con Mind bajo el brazo, no dudaba en interesar a uno u otro de los responsables de los diversos diarios franceses en los cuales escribía yo entonces o con los que mantenía relaciones amistosas. Encontré, en cambio, una extraña resistencia y noté una tendencia universal a la contemporización. El artículo era demasiado largo, demasiado técnico, demasiado... inglés. De hecho era muy claro, ciertamente mucho más que el confuso galimatías de Teilhard; estaba técnicamente al alcance de todo lector habitual de las rúbricas científicas de los buenos periódicos, y obtuve de Medawar la autorización de condensar el texto en su versión francesa mencionando sólo los ejemplos más significativos. No sirvió de nada. Me di cuenta: me hallaba en presencia de un caso de impotencia de la ciencia para contrarrestar la ideología. La utilización ideológica de la biología, como más tarde la utilización ideológica de la psiquiatría o de la lingüística por Michel Foucault o por Roland Barthés, no dependen, según sus adeptos, del tribunal de la exactitud, cuya competencia recusan considerando que no tienen que dar explicaciones a un «cientificismo» obtuso. La función de las ideologías de consonancia científica consiste en poner el prestigio de la ciencia al servicio de la ideología, no en someter la ideología al control de la ciencia. El éxito del teilhardismo provenía de que «reconciliaba la Iglesia católica con la modernidad», en el sentido de que elaboraba con las palabras una poción metafísica haciendo compatible el dogma cristiano con la evolución de las especies y la paleontología humana. No se le pedía nada más que cumplir esa misión ideológica. Evidentemente, nadie le había leído nunca con el objetivo principal de informarse sobre las ciencias de la vida. Pero -y ahí radica toda la ambivalencia de la ideología- todos debían fingir haberlo leído con ese objeto, apartándose, no obstante, horrorizados de todo examen crítico de la seriedad de su base científica. Medawar encarnaba, pues, el diablo que había que acallar a toda costa o desacreditar como romo y sin imaginación, aunque no hubiera en ese caso -lo recuerdo- ningún envite político. De ahí las evasivas de mis amigos directores de periódicos. No es que fueran feroces adoradores del reverendo padre. Diría incluso, y perdonadme el estilo coloquial, que les importaba un rábano. Pero, por su oficio, buenos órganos receptores de la atmósfera ambiental, presentían que no tenían nada a ganar publicando a Medawar, aparte del riesgo de ser tachados de «cientificismo retrógrado» y de insensibilidad a la «audacia» y a la «modernidad», y es curioso que esta última cualidad sea ordinariamente atribuida a las más laboriosas chapuzas de las doctrinas arcaicas. En el curso de una cena en casa de mi amigo el historiador Pierre Nora tuve la satisfacción de oír a François Jacob (que obtendría el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1965) explicar al director de un gran semanario cuan interesante era el estudio de Peter Medawar y cuan saludable sería su publicación en Francia. Tuve el amargo consuelo de comprobar que tenía tan poco éxito como yo, a pesar de su incomparable autoridad. Divertido por todas estas peripecias, se las conté detalladamente a un hombre muy culto que, después de haber abandonado la dirección de las páginas culturales de una importante revista, buscaba dinero para crear su propio periódico literario y filosófico. Se rió a mandíbula batiente del oportunismo ideológico y de la sumisión a las modas intelectuales de todos esos pretendidos «fabricantes de opinión» cuyo plácido conformismo acababa de describirle. «Le tomo la palabra -le dije- y cuando lance usted su propio periódico, prométame que publicará el Medawar en uno de los primeros números.» Lo prometió. Y cumplió su palabra... pero de la siguiente manera: en la primera página del recién nacido periódico que desplegué con alegre avidez, la mitad de la página estaba ocupada por el artículo de Medawar, la otra mitad por un ditirambo en honor de Teilhard, expresamente solicitado, y debido a la pluma de un turiferario titulado del célebre jesuita. Se trataba, pues, no de dar por fin la palabra a la ciencia ante la impostura ideológica, sino de yuxtaponer dos «opiniones», anunciadas como estrictamente equivalentes, el «pro» y el «contra». El pensamiento demostrable y el fárrago se convertían en dos «puntos de vista» igualmente estimables. La verdad no era todavía bastante fuerte para presentarse sola, Lo más chusco del asunto fue que a causa de una errata del secretariado de redacción, los subtítulos «pro» y «contra» habían sido invertidos; el subtítulo «pro» en grandes mayúsculas encabezaba el trabajo de Medawar y el subtítulo «contra» coronaba majestuosamente la homilía del elogiador de Teilhard. Lo que -imagino- acabó de aclarar el debate al público. Tres años más tarde, nadie hablaba ya de Teilhard de Chardin. Había sido sustituido por otro experto mezclador de metafísica y de conocimiento que esta vez tenía como ingrediente básico, ya no el cristianismo, sino el marxismo: Althusser.

Sin embargo, la mezcla ideológica de Althusser, aunque análoga a la de Teilhard, es mucho más política. Es tanto un derivado como un afluente de la política, lo que nos conduce al tipo más corriente de ideología. No obstante, por otro flanco de su función responde también a una pura necesidad intelectual y afectiva a la vez: el rejuvenecimiento de la doctrina marxista en el momento en que su poder explicativo como teoría se deshacía en el polvo. El condimento althusseriano aplazó por un buen decenio esa putrefacción, e incluso por dos decenios en ciertos lugares: todavía he conseguido encontrar un althusseriano en las Filipinas en 1987. La originalidad del autor de Leer «El Capital» consistió, primero, en inyectar a la doctrina moribunda unas cuantas hormonas arrebatadas a las disciplinas más atrevidas de entonces: estructuralismo, psicoanálisis lacaniano, lingüística y filosofía del «discurso». Esta forma de asistencia médica es, en suma, común en todas las salas de reanimación ideológica. Pero la originalidad de Althusser consistió también, y sobre todo, en no tratar de salvar al marxismo «humanizándolo» como se había siempre intentado ingenuamente. Comprendió que el humanismo, los derechos del hombre, la democracia colocarían al comunismo en un callejón sin salida. No se revigoriza a una ideología copiando a su contrario, o fingiendo copiarlo. Para levantarla hay que dar fuerza y prestigio a lo que ella tiene de único, a lo que, en el tiempo de su esplendor, constituía su supremo atractivo para sus auténticos adeptos. La esencia irreemplazable del marxismo no es la noción de lucha de clases o de reparto igualitario de los bienes o de supresión del trabajo penoso, ideas todas ellas desarrolladas antes de Marx por varios historiadores, especialmente por Augustin Thierry y François Guizot, o por los utopistas; es el principio de la dictadura del proletariado y su aplicación histórica tangible, a saber, el estalinismo. La refinada justificación que da Althusser del estalinismo, al que por una ironía soberbiamente provocadora no encontró, reflexionando mucho, reprochable más que algunas molestas «tendencias burguesas», permite al marxismo morir con brillantez, como filosofía, por lo menos.

No es sólo nuestra facultad de consultar documentos y de pensar lo que suspende e inhibe la necesidad ideológica, en el orden científico, histórico o filosófico; es incluso nuestra capacidad de observar los hechos que se nos ofrecen por sí mismos y dependen de nuestra percepción visual, táctil o auditiva en el marco de la actividad sensorial más común. Incluso descontando los mentirosos intencionados, pensemos en cuan elevado es el número de grandes intelectuales y de periodistas de renombre que en el siglo XX no han visto más que abundancia y prosperidad en países donde poblaciones enteras se estaban muriendo de hambre. Esas alucinaciones ideológicas no son ninguna novedad. Uno de los ejemplos más puros que se encuentran en el pasado es el descubrimiento del Pacífico Sur, a finales del siglo XVIII; me refiero a la manera en que fue relatado a Europa.[60]

La «mentira tahitiana» nace, en efecto, en el punto de reunión de la Europa de las Luces, llena de prejuicios sobre el «buen salvaje», y de una realidad que sus primeros observadores estudian muy negligentemente en lo que tiene de original y que les interesa muy poco por sí misma. Y sin embargo -se podría casi decir: desgraciadamente- las expediciones a Tahití estaban compuestas, expresamente, por intelectuales eminentes, muy escogidos, sabios, fervientes lectores de la Enciclopedia. Esa elección dio buenos resultados en materia de observaciones botánicas o astronómicas. En cambio, cuando se trataba de las costumbres y de la sociedad, los «navegantes filósofos», como se les llama, los ingleses Samuel Wallis y James Cook, el francés Louis Antoine de Bougainville se revelan literalmente incapaces, demasiado a menudo, de percibir lo que tienen ante sus ojos. Se embarcaron en busca de la utopía realizada, de la «Nueva Citerea», y hacen de sus sueños la materia prima de sus observaciones.

Necesitan un «buen salvaje» honrado, así silencian o apenas mencionan los hurtos incesantes de que son víctimas. El buen salvaje debe estar enamorado de la paz: no se darán cuenta más que lamentándolo mucho, y sin insistir, de las guerras tribales que cubren de sangre las islas en el momento mismo de las expediciones. Cuando navíos europeos son atacados, los marinos asesinados, los narradores europeos pasan como sobre ascuas por esos episodios desagradables para regodearse en los períodos de reconciliación y de amistad con los tahitianos. Tales momentos, en verdad, están llenos de encantos, aunque sólo fuera a causa de la libertad sexual que reinaba en las islas, de la ausencia de toda culpabilidad relacionada con el placer, sujeto principal de la reflexión moral de los contemporáneos. Diderot insistirá precisamente sobre ello en su Suplemento al viaje de Bougainville. Pero cuando se leen entre líneas estos relatos de viaje, nos enteramos de que las exquisitas tahitianas no se prodigaban sin contrapartida, que el precio de su amor, cuidadosamente proporcionado a su juventud y a su belleza, se fijaba anticipadamente de común acuerdo. Costumbre, en suma, no muy diferente de lo que se practicaba entonces en los jardines del palacio Real y otros lugares de placer de París, de los que Bougainville, un libertino mundano y cultivado, era, por otra parte, un habitual notorio y muy apreciado. ¿No debe el buen salvaje ser un adepto de la igualdad? Así, los «navegantes filósofos» no disciernen nunca la rigurosa división en cuatro clases sociales, fuertemente jerarquizadas, de la población tahitiana. Indemne de toda superstición, Oceanía no venera ningún ídolo, se nos dice; lo que indica más bien que los navegantes están mal de la vista. El polinesio es vagamente deísta, nos aseguran. Sin duda ha leído el Diccionario filosófico de Voltaire, y adora a un «Ser Supremo». ¡He aquí que es el precursor de Robespierre!

A desgana, los hombres ilustrados llegados de la crueldad civilizada para contemplar la bondad natural del salvaje conceden, no obstante, que los tahitianos se entregan, a pesar de sus tendencias filantrópicas, a los sacrificios humanos y al infanticidio... Otro extravío lamentable: numerosos pueblos oceánicos son antropófagos. Cook, por otra parte el más lúcido, en verdad, de los exploradores de ese tiempo, perderá todas sus dudas al respecto mediante una última observación etnográfica, ya que acabará desdichadamente su carrera en el estómago de algunos nativos de las islas Hawai. He aquí cómo, dice Eric Vibart, «el tahitiano no fue nunca presentado tal como era, sino como debía ser para cuadrar con la esencia del sueño». Y he aquí también, por qué, hoy como ayer, continúa siendo tan difícil el combate contra la falsedad y sus fuentes eternas, la mayor parte de las cuales están en cada uno de nosotros.

Con un poco de paradoja, estaríamos tentados a inducir de esta porción de nuestra historia cultural que el peor enemigo de la información es el testigo ocular. Por lo menos, tal es el caso, desgraciadamente frecuente cuando ese testigo llega al lugar de los hechos atiborrado de prejuicios e irresistiblemente inclinado a adular al público al que se dirigirá a continuación. El ejemplo de Polinesia y de la literatura del siglo XVIII está lejos de ser un caso aislado. En todos los tiempos, los hombres han proyectado sobre países lejanos sus sueños políticos o han ido a esos países con sus sueños.

La mentira, la ceguera involuntaria o semiconsciente proceden de que utilizamos la realidad exterior o lejana como un simple elemento de la batalla ideológica librada en nuestra propia civilización o incluso a veces en la arena política más trivial y más efímera del país que resulta ser el nuestro. Los socialistas franceses, en 1975, negaron la existencia de cualquier complot totalitario en Portugal, por temor a que al reconocer en Lisboa los signos de un proyecto comunista peligroso para la democracia naciente repercutiera desfavorablemente en la reputación de la Unión de la Izquierda (socialcomunista) en Francia. ¡Portugal no tenía derecho a la existencia autónoma! Su historia tenía la obligación de constituir un alegato en pro o en contra del programa común socialista-comunista de los franceses. En lugar de que la ampliación de la información por la experiencia sirva para calcular mejor la acción, es la acción ya programada a priori la que sirve para limitar la distribución de la información. Del mismo modo, en el curso del período prerrevolucionario de los «navegantes filósofos» del siglo XVIII, la creencia en el buen salvaje, cuya bondad natural se suponía haberse librado de la civilización corruptora, el despotismo y las «supersticiones», constituía en Europa una pieza maestra del dispositivo ideológico del Siglo de las Luces. Traer del Pacífico observaciones estableciendo que el estado de la naturaleza, o supuesto tal, ofrecía a veces rasgos mucho más inhumanos que el nuestro, equivalía a arriesgarse a hacer tambalear aquel dispositivo, era dar la razón a Hobbes contra Rousseau. Como casi siempre, la preocupación por la discusión en el propio domicilio tuvo más fuerza que la de la verdad universal.

Notas

[58] Pensées diverses, CLV

[59] El Antiguo Régimen y la Revolución, libro 1º, capítulo III.

[60] Véase el excelente libro (antología de textos, relato, bibliografía y comentarios) de Éric Vibart, Tahiti, naissance d'unparadis au siècle des Lumières, 1767-1797, Bruselas, Éditions Complexe, 1987.

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