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Un mensaje esperanzador

La primera encíclica de Benedicto XVI es una pieza de un alto valor intelectual que manifiesta una sobresaliente autoridad moral. En medio del torbellino preocupante de tanta noticia que desasosiega o de la banal superficialidad de las sociedades occidentales, atrae la atención hacia un tema que parece no estar de moda y, sin embargo, se encuentra en lo esencial del cristianismo que tanto ha influido en la civilización a la que pertenecemos y que es seguido por millones de personas en todo en el mundo.

Del título de la carta Dios es amor se van derivando consecuencias que se refieren tanto a la vida individual como colectiva de las personas. Amor es una palabra devaluada y no pocas veces envilecida y, sin embargo, realidad procurada porque se encuentra en la misma naturaleza del ser humano, que desea querer con totalidad y ser querido de la misma manera. Es una única realidad, con diversas dimensiones, que va de lo humano a lo divino.

Benedicto XVI lo expone siguiendo el hilo conductor del Antiguo y del Nuevo Testamento, en un diálogo sereno con otras manifestaciones de la religión o del pensamiento. Y así, aparecen menciones al poeta latino Virgilio o a filósofos como Platón, Aristóteles o Nietzsche. El mensaje que contiene proporciona un seguro optimismo en esta etapa de posmodernidad para un cristianismo que, a veces, se siente como acosado y a la defensiva.

Y sin embargo, desde la perspectiva de la fe, el ideal humano que se propone es de tal calidad que podría llegar a pensarse que es utópico. Con el punto de partida de la narración bíblica de la creación -Adán se completa con Eva-, se explica que «a la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo», «un vínculo marcado por su carácter único y definitivo» al que el hombre es orientado por el amor. Que es ocuparse del otro y preocuparse por el otro.

Se supera así el carácter egoísta que busca sólo «sumirse en la embriaguez de la felicidad». Tiene una dimensión social, empezando por el prójimo , que es también «la persona que no me agrada o ni siquiera conozco». La enseñanza evangélica ilustra de la correlación esencial del amor a Dios y al prójimo, del que la historia ha dado muestras eximias en nuestro tiempo, como la hoy beata Teresa de Calcuta, citada en la encíclica.

Por eso, con una lógica irreprochable, Benedicto XVI pasa de la dimensión personal a la caridad que ha de ejercerse como tarea de la Iglesia, que le incumbe «como uno de su ámbitos esenciales» y cuya necesidad se acrecienta en el mundo globalizado en que vivimos, que estimula la solidaridad y el voluntariado y no permite ignorar las carencias en muchos de sus puntos.

En esa tarea, Iglesia y Estado se encuentran, sin confusión. Al Estado corresponde «realizar la justicia aquí y ahora». Es tarea principal de la política, que no atañe a la Iglesia, aunque tampoco «puede ni debe quedarse al margen de la lucha por la justicia», en lo que los fieles laicos tienen mucho que hacer. La política no es una «mera técnica»; por su relación con la justicia tiene una «naturaleza ética». Y se nos advierte que la ceguera ética de la razón, «que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente».

Desde su recíproca autonomía, fe y política se requieren; no son incompatibles. El Estado que absorbe todo en sí mismo -nos recuerda Benedicto XVI- «se convierte en definitiva en una instancia burocrática», incapaz de asegurar «una entrañable atención personal».

Se propone un verdadero humanismo «que reconoce en el hombre la imagen de Dios». Con el tono de estimulante comprensión que domina toda la encíclica, se recuerda que «la mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el amor», que es más fuerte que la muerte.

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