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El arte de escribir columnas
Escribir puede ser más tedioso que placentero, y el periodismo más una degradación que un deber. Pero escribir una columna regular sobre cualquier tema que se nos ocurra es uno de los grandes privilegios de la vida. Cuando en 1907 le pidieron que redactara un artículo semanal sobre "literatura y vida" para el Evening News, Arnold Bennett comentó que era "la realización de un sueño que he tenido durante mucho tiempo". Cuando a George Orwell le ofrecieron una columna similar en el Tribune, en diciembre de 1943, celebró su deliciosa libertad titulándola "A mi gusto".
He escrito columnas de uno u otro tipo casi toda mi vida profesional. Comencé en 1953, a los veinticuatro años, redactando una columna semanal desde París para el New Statesman (a menudo complementada por otra en Tribune, bajo el seudónimo Guy Henriques, con lo cual provoqué la ira del dirigente socialista francés Guy Mollet, que era blanco de mis críticas. He redactado columnas en el Evening Standard, el Daily Telegraph, el Sun y el Daily Express, en el Catholic Herald y el semanario parisino L'Express, en periódicos de España, Italia y Japón. Durante muchos años escribí un "diario londinense" en el New Statesman, y desde 1980 escribo una columna semanal en el Spectator, de donde está tomada esta selección. En síntesis, sé algo sobre el arte de escribir una columna, aunque todavía hay muchas cosas que ignoro; casi todas las semanas descubro nuevos trucos y estratagemas, y en ocasiones caigo en nuevas trampas.
Una cosa que he aprendido es que la columna es mucho más vieja de lo que se cree. A decir verdad, es anterior al periódico. No me remontaré a la época de los romanos, aunque se podría alegar que ya entonces existían columnistas, en cierto modo. Una fecha de nacimiento más plausible es el siglo dieciséis, con Montaigne como columnista fundador y Francis Bacon como su sucesor. Claro que eran ensayos, no columnas, y no respondían a una longitud fija ni estaban destinados a la publicación inmediata. Montaigne comenzó sus Essais como una compilación de reflexiones personales, y sólo años más tarde, en 1580, los mandó imprimir como compilación. Los Essays y Apothegms de Bacon tuvieron un origen similar. Pero ambos redactaban columnas en el sentido de que sus reflexiones eran breves y regulares, versaban sobre ciertos temas, estaban presentadas con pulcritud y eran muy legibles, y constituían una satisfactoria mezcla de conocimiento, argumentación, opinión personal y revelación de carácter. Los temas de ambos autores -las calamidades, la educación, el arrepentimiento, la conversación, los pensamientos sobre la muerte (Montaigne); y las riquezas, la juventud y la vejez, la amistad, la ambición, el matrimonio y la soltería (Bacon)- aparecen continuamente en columnas escritas a fines del siglo veinte. Estos dos hombres experimentados e inteligentes abordaron muchos de los principales problemas que preocupaban a la gente en el siglo dieciséis, y que también hoy provocan nuestro interés y desconcierto, y que todavía serán piezas del mobiliario intelectual humano mientras dure nuestra raza. Si hoy pensara escribir una columna sobre la muerte, desde luego echaría un vistazo a lo que dijo Montaigne en su ensayo Pensamientos sobre la muerte y Bacon en Acerca de la muerte. Y si estuviera escribiendo sobre jardinería releería el breve y maravilloso de Bacon Acerca de los jardines. En esos temas fundamentales, nada cambia demasiado en cuatro siglos o, sospecho, en cuatro milenios. Y me gusta pensar que Montaigne y Bacon miran por encima de mi hombro -aunque con expresión desconcertada, irónica e incluso levemente desdeñosa- mientras redacto mi columna ante mi escritorio.
Ya en tiempos de Shakespeare había bien informados caballeros londinenses que escribían columnas regulares sobre la vida en la capital, para informar a la nobleza rural. Pero no se trataba de ensayos reflexivos sino de boletines. El siglo dieciocho vio el nacimiento de la columna. El Spectator de Addison y Steele era un periódico con columnas, al igual que el Rambler, el Adventurery el Idler de Samuel Johnson, el Watchman de Coleridge, que duró sólo diez números, y su Friend, que duró veintiocho. Estos columnistas debían encargarse de imprimir su columna, y de recaudar el dinero de los suscriptores para pagar a la imprenta. Eran los columnistas de la edad heroica. En comparación, los contemporáneos más jóvenes de Coleridge, Charles Lamb y William Hazlitt, tuvieron una vida más fácil, pues entregaban sus artículos a publicaciones regulares y dejaban el engorroso aspecto monetario a cargo de los propietarios. Por otra parte, corrían el riesgo de que sus ensayos o columnas fueran censuradas, recortadas, retenidas o rechazadas. Algunos sostendrán que Lamb no era un columnista, pues sus notas aparecían irregularmente y variaban muchísimo en tamaño, y que Table Talk de Hazlitt fue la primera columna auténtica. Es posible, pero hallo guía e inspiración tanto en Lamb como en Hazlitt, y considero que ambos son mentores de esta gran tradición.
Después de estos pioneros de las dos primeras décadas del siglo diecinueve, cuando Lamb y Hazlitt -y Leigh Hunt- escribieron sus mejores trabajos, los columnistas se multiplican y llegan en rápida sucesión hasta nuestros días. Hay tantos buenos que no es fácil otorgar coronas. Además, debemos tener en cuenta que una columna que era brillante a mediados del siglo pasado tal vez no funcione hoy. El columnista trabaja para mañana o esta semana, no para la posteridad, aunque los mejores satisfacen a todos. Uno de los grandes columnistas americanos, Ralph Waldo Emerson, la voz más admirada y representativa de mediados del siglo diecinueve desde la Costa Este hasta las Rocosas, aburre hoy a la mayoría de los lectores (aunque no a mí). Por otra parte, H. L. Mencken, tal vez el mejor y más influyente de sus tiempos, aún demuestra gran vigor en sus seis compilaciones Prejudices (1919-27).
Mi lista honorífica incluiría a G. K. Chesterton, que escribió columnas de todo tipo y forma en su prolífica vida, a menudo en tabernas, cafés, estaciones de ferrocarril y trenes, en auténtico estilo ganapán; la cantidad de ideas originales así expuestas es realmente abrumadora, y medio siglo después de su muerte ofrece un rico venero donde pescar especímenes capaces de inspirar a un columnista. Las columnas de Bennett en el Evening News se han hundido sin dejar rastro, pero las dedicadas a escritores y libros que redactaría para el Evening Standard de Beaverbrook en los años 20 son clásicos de este arte. Beaverbrook mismo me dijo que publicarlos le brindó la mayor satisfacción de su carrera como dueño de un periódico. El Standard siempre ha tenido buenas columnas. Contó con el deán Inge de San Pablo, conocido como el deán sombrío, cuyas columnas sobre los abusos religiosos y la decadencia general de la moral, recopiladas en forma de libro, constituyen un volumen favorito en mis estantes. En mis tiempos incluía la potente, áspera y bien informada voz de Randoíph Churchill, que vociferaba sobre política, así como todo un coro de mujeres inteligentes, desde Maureen Cleave hasta Valerie Grove. El Observer es otro periódico de columnistas. En los años 50 tenía una fascinante columna política escrita por Hugh Massingham, que venía de una familia de buenos columnistas. Se especializaba en lograr que políticos incautos le contaran sus secretos. Luego estaba la urbanidad de Harold Nicolson, con su tenue aire de malicia, un hombre destinado a la diplomacia pero nacido para columnista.
En esa época, un puñado de sobresalientes columnistas de arte engalanaba el Sunday Times. En mi opinión nunca fueron superados: Cyril Connolly y Raymond Mortimer en libros, Desmond Shawe Taylor y Ernest Newman en música, Cyril Ray en la buena vida, Edward Sackville-West en grabaciones gramofónicas y James Agate en teatro. Estos hombres de talento contribuyeron sobremanera a mi educación, una refinada y placentera escuela dominical de la cultura, el caviar y elpáté defoie gras de la civilización europea, deslizándose por mi gaznate para mi gran deleite. Asimismo, cuando vivía en París en mi juventud, devoraba las famosas notas de Francois Mauriac en L'Express, de Raymond Aron en Le Figaro, de Albert Camus en Combat y de Maurice Duverger en Le Monde. Algunos publicaban con mayor regularidad que otros, pero todos encajaban en el título de columnista porque todos elaboraban discursos periódicos sobre importantes temas de su elección. Jean-Paul Sartre, por su parte, se concedía demasiado espacio en Les Temps modernes. Era el tínico periodista que conocí que pudiera escribir 20.000 palabras al día sin enfermarse, y en consecuencia no era un columnista en mi opinión, sino más bien un fenómeno verbal, a veces verborrágico.
Los americanos producen más columnas que cualquier otro país, muchas de mala calidad. Las columnas de Walter Winchell, tan influyentes en sus tiempos, hoy son ilegibles, y ni siquiera ha sobrevivido Walter Lipmann, el sobresaliente columnista de los tiempos de Truman-Eisenhower-Kennedy, pues sus informes semanales sobre las opiniones que circulan en Washington hoy suenan aburridos, vacíos y llenos de perogrulladas. Por otra parte, William Safire, que analiza conceptos además de circunstancias en el New York Times, es un experto en el molde de Mencken, gracioso además de astuto y certero. Así continúa la tradición.
¿Qué define al buen columnista? En mi opinión hay cinco requisitos esenciales. El primero es el conocimiento. No estoy diciendo que un columnista deba ser una enciclopedia ambulante. De ninguna manera. No hay nada más tedioso que un hombre atiborrado de conocimientos -especialmente datos- y ansioso de abrumarnos con ese tesoro. Algunos de los más latosos son hombres dotados de grandes conocimientos. (Es interesante señalar que las mujeres no nos aburren con datos, sino con opiniones. No conozco a ninguna columnista que meta demasiados datos en sus notas: la debilidad de su sexo consiste en ofrecer demasiado pocos.) Pero el que se aventura a escribir una columna debe saber mucho sobre una vasta variedad de temas. Es preciso, no obstante, que esos conocimientos estén almacenados y clasificados, que sean actualizados y desempolvados regularmente, pero que se citen con mucha discreción, en dosis pequeñas, según las necesidades del artículo. Los conocimientos del buen columnista deben ser como una vasta bodega de buen vino, fresca y aseada, en constante maduración, reaprovisionada periódicamente con la aparición de nuevas cosechas. Invitan al lector a sorber y paladear, en cantidad suficiente para apreciar la calidad de los vinos disponibles. Pero nunca obligan al invitado a beber más de una copa en cada ocasión, de modo que las visitas a la bodega conserven su frescura y placer. Pero, asimismo, ningún lector debería irse sin algún conocimiento hospitalario, por ínfimo que sea. Me siento estafado si termino una columna sin haber adquirido algún tesoro útil, interesante o inusitado, algo que no sabía y me satisface saber.
Ningún columnista sobrevivirá mucho tiempo sin ser hasta cierto punto un hombre o una mujer de mundo. Teóricamente una columna puede ser obra de un observador candoroso que se destaca precisamente por estar fuera del mundo y no saber qué sucede. Con gran ingenio literario, esto puede bastar por un tiempo, como novedad o como paradoja periodística. Pero los lectores no se sentirán atraídos por alguien aún menos informado que ellos o que simplemente refleja su propia vacuidad. Es verdad que un columnista puede situarse, por así decirlo, en un exilio voluntario, y fingir que analiza la sociedad con distanciamiento desinteresado. En los años 50, J. B. Priestley escribió para el New Statesmari una admirable serie de ensayos llamada "Pensamientos desde el desierto", donde criticaba la sociedad moderna desde el punto de vista de un hombre, como Cicerón, que se había retirado de los tejemanejes londinenses para llevar una vida reflexiva en su finca campestre. Pero esto sólo funciona si, como sucedía con Priestley, uno ha estado en el calor de la refriega y se propone regresar.
Los conocimientos se componen de muchos ingredientes. Un saber mundano, por supuesto: estar al corriente de cómo un primer ministro dirige una reunión de gabinete; cómo se entrega el premio Booker o por qué se buscan ávidamente las invitaciones a los almuerzos de la señora A mientras que las fiestas de la señorita B tienen poca concurrencia si hay algo mejor en oferta. Es necesario que un columnista haya viajado mucho, especialmente a esos lugares que aparecen continuamente en las noticias y la conversación. Tendría que estar familiarizado con París, Nueva York, Roma y Venecia, y haber visitado el resto al menos una vez. Tiene que distinguir lo genuinamente exótico de lo que es mero material de folleto de viajes. Los idiomas no importan. El columnista debe hablar, escribir y comprender su propia lengua a la perfección; desde luego, si insiste (en lo que deben ser raras ocasiones) en usar palabras extranjeras, debe comprenderlas.
Un columnista debe conocer a mucha gente, desde los humildes hasta los poderosos. El que alardea de poseer un conocimiento cabal del hombre común pisa un terreno resbaladizo, y no aconsejo exhibir un saber popular. No es aconsejable citar a los taxistas, al menos en cuestiones políticas. Por otra parte, es posible valerse de los jardineros y, con destreza, construir con ellos un servicial personaje, que sin embargo no se debe usar demasiado. Kingsley Martin recurrió espléndidamente a su jardinero de Sussex durante más de un cuarto de siglo, empleándolo para comunicar una sabiduría que abarcaba un terreno mucho más vasto que la horticultura. Yo mismo he citado a los jardineros y sus perros. No aconsejo recurrir a las mujeres de la limpieza. Los mayordomos y camareros son tabú, aunque uno los tenga. Por otra parte, conviene tener a mano a un policía sensato y bien informado: en la actualidad, el delito y los delincuentes cumplen una función necesaria en una columna bien regulada y leída por las clases medias. Personalmente me gusta introducir a un extranjero observador y mundano para ofrecer una visión externa de las mores inglesas, sobre todo si el lenguaje es pintoresco y divertido. A menudo uso a lady (Carla) Powell para este propósito. Citar a los grandes, los buenos y los malos a veces es necesario pero siempre arriesgado. Desde luego el columnista debe conocer personalmente a los principales poderosos de la época, y, si es posible, a cualquier otra persona que suela aparecer en las noticias. Pero la conciencia de este intenso conocimiento debe llegar al lector de manera casi fortuita, y nunca se debe hacer alarde de ella. La ostentación de nombres célebres es fatal para una buena columna. Recordemos el triste ejemplo de Ali Forbes, principal ostentador de nombres célebres en Gran Bretaña. Pero me gusta incluir un par de nombres en cada artículo. El buen periodismo siempre trata sobre la gente. Un argumento o impresión es más eficaz si está apuntalado por hombres y mujeres reales. Y conviene pintar a estos personajes con un par de adjetivos, para infundirles vida y persuadir al lector de que para uno son personas y no meras celebridades.
El conocimiento histórico es sumamente útil para el columnista que escribe sobre muchos temas. Es preciso fundirlo imperceptiblemente con las evocaciones personales del pasado reciente. El lector necesita saber que nuestros comentarios sobre lo que ocurre en el mundo no surgen de teorías o conjeturas sino de la experiencia que hemos vivido durante angustiosas décadas, cerca del centro de los acontecimientos, además de haber estudiado los más remotos. No digo que un columnista deba ser viejo, de ningún modo, pero tampoco debe ser joven. Una cosa es que un joven cuente experiencias reales, semana a semana, desde un lugar del que queremos oír hablar -pienso en la columna de Zoé Heller desde Nueva York en el Sunday Times Magazine-, donde sólo se requiere una vida atareada y talento literario. Muy otra es que una persona de veinticinco años pontifique sobre sus tiempos desde la perspectiva de un mero lector de periódico. Hay demasiados columnistas de este tipo en la actualidad, y ninguno vale un céntimo.
Después del conocimiento están las lecturas. Todo buen columnista lleva una biblioteca en la cabeza. Una columna no debe ser libresca, ni siquiera una columna literaria, pues eso es fatal para el esencial toque mundano. Una de las peores columnas que recuerdo es la causerie semanal producida por sir William Haley. Como Haley había sido director de la BBC además de director del Times, y venía de orígenes muy humildes, tenía mucho que decir. Pero prefería escribir con una personalidad libresca y anticuada, divagando sobre antiguas ediciones y libros de fin de siglo. Todo apestaba a John O'London's Weekly, un bienintencionado periódico para autodidactas que sufrió una muerte natural por ampulosidad. No, las lecturas deben estar presentes -cuantas más mejor- pero deslizadas con arte de prestidigitador, con gracia y economía, y sólo cuando son necesarias. Sea cual fuere el tópico, el columnista debe tener un brazo largo para sacar el libro de los anaqueles de su mente, cuando se requiere una cita o referencia, pero sin pedantería ni alardes de erudición. La poesía sólo se debe citar en raras ocasiones, y con la certeza de que el lector quiere oírla o recordarla. Nada de griego ni latín, a menos que uno esté absolutamente seguro de sí mismo y de sus lectores. Tengo muchos diccionarios de citas en mis anaqueles, pero son para verificar, no para inspirar. No citemos una máxima si no estamos familiarizados con ella. En una columna, la mejor referencia literaria es la que insta al lector a comprar el libro de inmediato. Debe ser pertinente e interesante, y estar insertada con naturalidad.
La segunda función de las vastas lecturas es producir ideas. Soy un gran explorador de estantes, un asiduo expedicionario. Hojeo un libro, leo un par de páginas y lo devuelvo a su lugar. Lo hago en librerías y bibliotecas, y entre mis propios anaqueles. Actualmente poseo unos 12.000 volúmenes. A veces he tenido más, a veces menos. Cada tantos años, una limitación de espacio impone una vasta y dolorosa purga, cuando sé desbrozan las obras meretrices, redundantes o decepcionantes. Luego, rápidamente, nuevos visitantes llenan los espacios vacíos y los abarrotan, y estalla una nueva crisis. Recibo muchos libros nuevos para reseñar, o bien las editoriales me los envían esperando una mención. La mayoría de estos volúmenes van rápidamente a lo que llamo mi depósito de material, un admirable establecimiento vecino llamado Notting Hill Books, dirigido por esa dama culta y refinada, Sheila Ramage, y su encantadora ayudante Pamela. Sin embargo, Sheila también vende libros, principalmente de arte, a precios muy reducidos, así que habitualmente salgo de su tienda con más volúmenes de los que le llevé. El afán de comprar libros es una enfermedad crónica que sólo se cura con la aniquilación corporal. Por mi parte, afronto las consecuencias de esta enfermedad repartiendo mis libros entre dos bibliotecas. Conservo la mayoría en mi casa de Londres, donde han proliferado por todos los recovecos. Pero unos dos mil libros sobre historia del arte, la mayoría libracos voluminosos, han ido a mi casa de Somerset, donde hice construir anaqueles especiales para acomodarlos. En consecuencia, el libro que necesito en determinado momento siempre está a cuatrocientos kilómetros. No obstante, no veo otra solución.
No afirmo haber leído todos, ni siquiera la mayoría de los libros que poseo. Pero los he mirado todos, sé qué contienen. Todos tienen un uso y placer potencial. Muchos son para referencia y verificación, y es gratificante comprobar que los utilizo con frecuencia. La ventaja de tener tantos libros sobre todos los temas que me interesan -principalmente sobre historia, literatura, el mundo, viajes, filosofía, política y religión- es que siempre están disponibles el día en que los necesito, es decir, el día en que vence un plazo de entrega y aún no he encontrado un tema para una columna. Miro los estantes en busca de inspiración. Es un procedimiento peligroso, pues puedo escoger un volumen, enfrascarme en él, y al final descubrir, cuando miro el reloj, que no es de mi conveniencia y han volado horas preciosas. Por otra parte, ha salvado muchas veces mi pellejo periodístico. Además, tener tantos libros a mano a menudo me permite dar cuerpo a una idea precaria con cierto grado de erudición real o espuria.
La tercera clave del arte del columnista es el instinto para las noticias. Un columnista puede ser historiador, como es mi caso, dramaturgo como Keith Waterhouse o novelista como Robert Harris. Pero nunca debe olvidar que para este propósito es ante todo periodista. Debe tener buen olfato para la noticia, y husmearla inquisitivamente antes de ponerse manos a la obra. La mente del lector busca siempre la novedad. La mejor columna es la que responde a la novedad, la vincula con el pasado, la proyecta al futuro y expone el tema con ingenio, sabiduría y elegancia. La noticia puede ser sobre cualquier cosa: geopolítica, problemas locales, ciencia, literatura, modas, arte, el drama, la sociedad, la religión. Su gravedad no importa; pero debe ser algo nuevo, no un tema trillado sobre el que han machacado durante semanas. Un buen columnista sabe detectar un tema de interés que avanza hacia el frente y disparar sus cañones antes que el campo de batalla esté pisoteado y cubierto de humo. En ocasiones es buena táctica tomar el tema de la última semana y verlo de forma inversa, pero sólo si tenemos una perspectiva válida y perspicaz que sea contraria a las opiniones convencionales.
Mi método consiste en redactar tres de cada cuatro columnas usando temas que han despertado interés. En la cuarta me complazco a mí mismo, y escribo sobre lo que creo que importa, al margen de lo que figure en los periódicos. Escribo sobre el tiempo, la temporada o algo que he hecho, visto u oído. Estas columnas personales son la prueba real del oficio. Exige toda nuestra destreza literaria y la certeza de saber que podemos llevar a nuestros lectores hasta el final del último párrafo. Si no tenemos esa certeza, es mejor emprender una rápida retirada y adherirse a los temas convencionales. Por otra parte, he descubierto que cuando uno sale bien librado estas piezas testimoniales o autobiográficas son las más deliciosas para el lector, las más memorables, y al fin encuentran su lugar en las antologías. Una advertencia: cuidado con la jactancia y el triunfalismo. Las piezas personales se deben sazonar con modestia; deben ser humildes, o al menos irónicas en cuanto a nuestras veleidades, y deben enfatizar la incompetencia, el fracaso o la incomodidad antes que el logro personal. El lector suele identificarse más con alguien que soporta sus infortunios jovialmente que con alguien que los afronta sin esfuerzo. En la batalla de la vida, el buen columnista es un perdedor nato, aunque eternamente optimista.
El cuarto punto que se debe tener en cuenta es la necesidad de variedad. La mayoría de las columnas no deben estar muy alejadas de los acontecimientos cotidianos, sean políticas, sociales o culturales. Pero, aunque aborde estos temas, el columnista debe saltar entre estos y otros campos. Trato de no escribir nucho sobre política interna o geopolítica dos semanas seguidas, a menos que la noticia no me deje opción. Y si hay una gran noticia política que captura la atención de todos los columnistas, consulto con el director para saber cómo la está manejando. Si su cobertura es amplia, con frecuencia opto por eludir el tema y escribir sobre algo totalmente distinto, incluso ligero, siempre que él me lo permita. O quizá me disuada de hacerlo. Si escribo sobre pintura, un tema que me interesa cada vez más, luego lo evito durante seis semanas, por grande que sea la tentación. Trato de no hablar de televisión, pues es demasiado fácil y obvio. Trato de no escribir sobre religión más de cuatro veces al año, y nunca en Navidad ni en Pascua, cuando lo hacen todos los demás. Por otra parte, escribo por lo menos cuatro artículos al año donde cito a Dios. No escribo una pieza sobre el extranjero dos semanas seguidas. Si viajo, a veces uso mis experiencias para una columna, pero no con frecuencia, y sólo cuando merece la pena. Hoy todos viajan por todo el mundo, o al menos es sensato suponer que lo hacen. Ningún lugar es realmente exótico, a menos que uno conozca sitios insólitos, y entonces hay que cuidarse del esnobismo o los guiños para los amigos.
Es fatal ser condescendiente con los lectores, así como no es político ser adulador, confianzudo o excesivamente bonachón. Debemos recordar que para ellos lo más fácil del mundo es dejar de leer el artículo después del primer párrafo, o por la mitad, o en cualquier etapa. Ni siquiera necesitan tomar una decisión consciente. El ojo se les va de la página, o dejan de leer porque suena el teléfono, y nunca la retoman. Y si no terminan nuestra columna una semana, quizá no la empiecen la siguiente. El columnista es el suplicante, el lector la amada altanera. Debemos cortejarlo en cada párrafo, cada oración y cada palabra y -he aquí lo más difícil- no aparentar nunca que lo hacemos. Nunca debemos agarrarlo de las solapas, meter una mano atrevida dentro de una falda apretada ni bramar a un oído indiferente. Se trata de amar sin que se note nuestro afán de ser correspondidos. Si sabemos acechar a un venado, acechemos. Si sabemos atraer una trucha, atraigamos. Pero olvidémonos de la escopeta: no funciona con esta clase de presa.
El lector notará que en el párrafo anterior me he referido varias veces a mí mismo. Luego reparé en ello y cambié de tono. Todas las buenas columnas son sobre la humanidad y la naturaleza humana, y son personales. Pero nunca deben ser egocéntricas. La vanidad es el pecado capital del columnista. Por orden de gravedad le sigue la omnisciencia, el hermano menor de la vanidad. La actitud del sabiondo es insoportable. También lo es el énfasis excesivo en un conocimiento exclusivo. Nunca usemos frases como "Le pregunté al primer ministro" o "Un miembro del gabinete me comentó". La personalidad del columnista debe estar presente pero no debe irrumpir abiertamente en el texto. Un buen columnista es un submarino que acecha bajo la superficie de su prosa, el periscopio en alto pero invisible.
En raras ocasiones se puede usar la columna para promover una causa personal, acudir al rescate de un amigo en apuros o evocar a alguien que conocimos y de otra manera dejaría de ser mencionado. Pero estos temas se deben abordar según sus méritos intrínsecos, nunca por su relación con uno mismo. Demos por sentado que hay algo fastidioso en nuestra personalidad o defectuoso en nuestro juicio cuando hay intereses personales de por medio. Lo mejor es conseguirse una esposa que tenga el coraje de señalarnos estas cosas. (Es un hecho que los solterones rara vez son buenos columnistas durante mucho tiempo, e incluso Bernard Levin, la gran excepción, habría sido mejor si hubiera contado con supervisión conyugal.) Y esto me lleva al punto siguiente y más importante: no explotar nuestro poder de columnistas con fines personales. Sin duda el policía de tránsito se equivocó al detenernos por conducir de forma imprudente, y su lenguaje era inexcusable. Pero los lectores no quieren saber nada de ello. Tampoco les interesan los motivos por los cuales el municipio nos negó permiso para una renovación, ni nuestra pasmosa experiencia con BA/Virgin Airways, ni la impúdica conducta del inspector en el tren de las 4.50 de Paddington a Oxford, ni el modo exasperante en que John Lewis/Peter Jones colocó la nueva moqueta en nuestra sala. ¿Problemas para reparar la lavadora? Olvidémoslo, todos los tienen. Supongo que vale la pena mencionar un atraco grave. Pero nadie quiere enterarse de los pormenores salvo la policía local, que no tiene más remedio. Nuestra experiencia con la niebla, nuestra demora en el aeropuerto, la historia de cómo el corredor de seguros, la compañía de gas, la cajera de Safeways o el agente de Hacienda nos estafaron, cobraron de más, maltrataron o insultaron, nada de ello -insisto- tiene la menor importancia. Para eso están nuestros familiares, para escuchar nuestros problemas, tal como nosotros escuchamos los de ellos. El lector no tiene nada que ver. Recordemos que él no nos hace un favor. Nos paga para entretenerse. No quiere que le cuenten que las enfermeras del St. Mary, adonde fuimos para un implante de cadera, son espléndidas y han cambiado nuestra opinión acerca del sistema de salud y demás. Tampoco se deslumhrará si le contamos que fuimos al palacio de Buckingham para recibir la Orden del Imperio Británico, y que la reina tiene un cutis hermoso y los aparcamientos están administrados con eficiencia. Seamos maduros: a nadie le importa que el columnista sea una celebridad menor -quizá muy menor- salvo a él mismo. Así que no escribamos sobre nuestro perro (salvo un par de veces al año), nuestros hijos (una vez) o nuestra esposa (nunca).
Al mismo tiempo, seamos nosotros mismos. Una columna impersonal es una contradicción, como un diario íntimo discreto. Para que la columna tenga éxito, el lector debe gustar de nosotros, y para ello debe conocernos. Así que mostremos la cara de cuando en cuando. La gente que paga por los periódicos y revistas quiere tener una relación personal con ellos, en general de amor y odio, con paréntesis de rezongos, exasperación y violencia. He visto cómo el mismo Rupert Murdock tomaba un ejemplar de uno de sus periódicos, el Sunday Times -mi ejemplar, para colmo-, lo miraba con airado rechazo, lo estrujaba y lo arrojaba al fuego. Esta relación emocional entre el periódico y el lector alcanza su punto más intenso cuando el columnista está en el punto de mira. Si uno escribe una columna, está en primera línea, a tiro de piedra de las trincheras del lector. Pongamos nuestro casco en una vara y agitémoslo, hagámosle saber que estamos allí.
Un último comentario. La vida es triste para la mayoría de la gente, sin duda también para el columnista. Pero, como en Pagliacci, se trata de no mostrarlo y continuar con el espectáculo. Usemos,la columna para criticar a los notables, enderezar entuertos, atacar gobiernos y humillar a los arrogantes. Pero de vez en cuando señalemos que vivimos en un mundo infinitamente bello donde abundan la gente fascinante, los hechos alentadores y las risas, y que Dios está en Su cielo.
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