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¿Su viaje es realmente necesario, profesor?
Cada vez hay más gente joven que intenta ingresar en la universidad. Muchos aprueban esta tendencia, como si en un mundo ideal todos los jóvenes del país debieran tener educación universitaria. El gobierno parece compartir esta ilusión» pues trata febrilmente de desviar fondos de proyectos más válidos, o de la meta aún más deseable de reducir los impuestos, con tal de brindar "espacio" adicional. Me agradó, pues, que un académico, Geoffrey Strickland de Reading, lanzara un fiero ataque contra los planes de expansión de la universidad en el Sunday Telegraph. Preferiría que el dinero se gastara en el mantenimiento de viejos regimientos, creyendo que brindan mejor formación para los que tienen dieciocho años o más. Habiendo pasado por ambas experiencias, estoy de acuerdo con Strickland, siempre que el enlistamiento siga siendo voluntario.
Las universidades son las instituciones más sobrevaloradas de nuestro tiempo. De todas las calamidades que ha sufrido el siglo veinte, aparte de las dos guerras mundiales, la expansión de la educación superior, en los años 50 y 60, fue la más duradera. Existe el mito de que las universidades son custodios de la razón. A decir verdad, son invernáculos donde florece el extremismo, la irracionalidad, la intolerancia y el prejuicio, donde el esnobismo social e intelectual se cultiva casi deliberadamente y donde los profesores procuran contagiar a sus estudiantes su propio pecado de orgullo. La maravilla es que tanta gente salga de estos antros con capacidad para encontrar trabajo, aunque una significativa minoría, como hemos aprendido a nuestra costa, salen bien equipados para una vida de trastadas en la función pública.
Recuerdo los tiempos en que la nueva universidad de West Midlands estaba destinada a contribuir a la vigorización de nuestra industria automovilística; en cambio le dio el beso de la muerte, al producir jefes de taller mucho más destructivos que sus presuntamente incultos predecesores de la clase obrera. No es casual que Ontario, la provincia más rica de Canadá, ahora sufra los estragos de un gobierno socialista encabezado por un fanático que estudió en Rhodes en los 60. La nueva forma de totalitarismo, la Political Correctness, es un invento universitario, y el virulento estallido de antisemitismo negro, que tiene a Brooklyn en sus garras, se alimentó en la universidad, en los fraudulentos departamentos de "estudios afroamericanos". En el preciso instante en que estos y otros males se difunden rápidamente por Gran Bretaña, un gobierno conservador planea exponer a más hijos nuestros a estas calamidades, a costa del público.
Aunque podamos impedir que las universidades causen daño, no está claro qué beneficio pueden acarrear. Se han expandido sin ton ni son, desde que eran instituciones medievales destinadas a formar teólogos y acomodadas al año eclesiástico. Nadie ha pensado en el mejor modo de ofrecer educación superior en un mundo secular partiendo desde cero. Sólo hemos injertado nociones nuevas en un cuerpo decadente. Los cuerpos colegiados más sensatos de hoy son las escuelas de gestión que se difunden rápidamente por América latina. Di clases en varias de ellas esta primavera, y las encontré admirables, pero ni siquiera han podido librarse totalmente de la herencia universitaria. El hecho de que las universidades sean populares entre los jóvenes no viene al caso. Todavía tienen un valor social, lamentablemente, y desde luego, durante una gran recesión, tiene sentido que los que salen de la secundaria posterguen durante tres años o más su inserción en un mercado laboral incierto. Pero un visitante de otro planeta, poco familiarizado con la historia de la institución, consideraría extraño que nuestros jóvenes más capaces, en la flor de su capacidad física y mental, desistan de prestar servicios a la sociedad y se mantengan en relativo ocio a expensas del resto de la comunidad, la cual no goza de dicho privilegio. Para los que se oponen a esto señalando las bendiciones culturales que otorga una educación universitaria, repito: no pensemos en abstracciones, sino en los productos reales y vivientes. Si buscamos un graduado arquetípico, destinatario de estas inestimables bendiciones, sólo es preciso echar una ojeada a Neil Kinnock. Él y su modo de pensar, hablar y actuar son la representación cabal del sistema.
El visitante del espacio podría cuestionar otros aspectos de las universidades que nosotros damos por sentado. ¿Los médicos no deberían formarse en clínicas, quirófanos y hospitales? ¿Y los abogados en los tribunales? ¿Y los ingenieros en fábricas, minas y obras de construcción? ¿Y los docentes en escuelas? ¿Y los funcionarios en departamentos públicos? ¿Por qué los alejamos de su entorno laboral y los arrojamos a la olla de presión académica? Para colmo, podríamos echar un vistazo a muchos cursos universitarios y sospechar que no tienen el menor sentido. La semana pasada el Times Literary Supplement revivió la vieja y enconada batalla acerca de la obligatoriedad del anglosajón en los estudios de literatura de Oxford. Un decano del Corpus College no tuvo dificultades en demostrar que, de por sí, cursar Anglosajón era ridículo. Pero se hacía obligatorio porque los académicos chapados a la antigua pensaban que un diploma de literatura inglesa era una opción blanda -y lo es- y era preciso infundirle más rigor obligando a los estudiantes a hacer algo duro. Si sacamos Anglosajón, sólo queda el ocio y un creciente cúmulo de dislates, tales como la deconstrucción, la posdeconstrucción y demás, todo expresado en una jerga aborrecible.
El desprecio de los profesores de literatura de Oxford por la racionalidad se acaba de demostrar con la designación de un marxista impenitente en una cátedra. Que saquen Anglosajón, si es su gusto. Pero si enseñan literatura como materia, deberían exigir que los alumnos demostraran conocimiento de por lo menos dos lenguas europeas y cierta familiaridad con sendas literaturas, además de la nuestra. En cierta etapa se los podría obligar a realizar trabajos duros en gramática, sintaxis y ortografía. También se debería exigir buena escritura a mano. Se les debería requerir que produjeran versos competentes en una amplia variedad de metros rigurosos, en condiciones de examen. Ante todo, deberían escribir una prosa clara, precisa, concreta y agradable, exponiendo sus argumentaciones con lógica, sensatez y concisión, y sin recurrir a ninguna jerga.
Actualmente aprenden pocas de estas cosas, y no rinden examen sobre ninguna. En cambio reciben ideología, constipación polisílaba y una habilidad diabólica para trasformar obras literarias en textos que predican el odio de clases. Los docentes de muchas universidades ilustran perfectamente lo que está mal con la idea de la universidad y porqué no tiene futuro a largo plazo.
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