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Una anticuada gresca literaria

Nada me agrada más que una buena gresca literaria, y tan sólo por eso aplaudo que Nicholas Mosley se enfrentara con el jurado del premio Booker, y luego siguieran las iracundas cartas de Jeremey Treglowan y otras luminarias. Además estoy de acuerdo con su protesta: las personas que predominan en estos jurados suelen privilegiar novelas rebuscadas que se deben leer desde atrás hacia adelante, de abajo para arriba, etcétera. Me cuesta pensar en alguna institución, incluido el Arts Council, que haya causado más daño a la literatura inglesa que el premio Booker. Hace un tiempo lo critiqué enfáticamente en esta revista y en consecuencia el presidente de Booker-McConnell, que aporta el dinero, vino a verme para pedirme que le sugiriese alguna mejora. Le respondí que el premio no debía ser otorgado por los que pertenecen al mundillo literario, sino por un jurado de gente ajena a él: maestros, bibliotecarios, lectores comunes. Se quedó pasmado: «Cielos, yo sólo pensaba en refínar un poco el método». Recordemos que una de las atracciones para los empresarios que ofrecen esos premios es la oportunidad de codearse con celebridades literarias ("Como Salman me decía el otro día "). Conocer bibliotecarios no les interesa tanto. Más aún, un jurado de lectores comunes correría gran peligro de escoger la mejor novela pero no generaría la publicidad que invariablemente brindan las riñas por el Booker.

El mes pasado, almorzando con un editor, hablábamos de la propensión de los escritores, supuestamente una pandilla sedentaria, a ensarzarse en peleas. Sugerí publicar una antología de grescas literarias, y sus ojos se iluminaron: «¡Eso sí que se vendería!». ¿Acaso Christopher Marlowe no murió durante una de estas broncas? (Si mal no recuerdo, lo mató un tal Ingram Frizer, sin duda un crítico teatral.) Hace no tanto tiempo, una mala reseña podía provocar un duelo. Así fue como el pobre John Scott, el brillante director de la London Magazine, que publicó lo mejor de Lamb y Hazlitt, encontró su final. Un amigo a quien Byron llevó en su carruaje consigna que "mantenía sus pistolas junto a él y guardó silencio durante horas con feroz expresión en su semblante". Otra reseña desfavorable, diría yo. Byron casi se batió a duelo con Tom Moore, y juró que retaría a Southey, entonces poeta laureado de Inglaterra, por decir que él y Shelley formaban una "liga del incesto". Pero la sangre no llegó al río. Hazlitt, célebre por sus cáusticas reseñas, sentía miedo mortal a un reto, pero sólo sufrió un acto violento cuando John Lamb, hermano de Charles, le dio un puñetazo, "tras una discusión sobre los colores de Holbein y Van Dyke". Siempre me asombra que W. S. Landor, el escritor más agresivo que haya vivido -figura como Boythorne en Bleak House de Dickens- eludiera un enfrentamiento fatal. Desde luego, en la época en que Dickens hizo reñir a su famoso Garrick Club por su socio Edmund Yates, que había escrito una nota hostil sobre Thackeray, los duelos estaban prohibidos.

Entre los actos de violencia que me gustaría haber presenciado está el episodio que condujo a la expulsión de Evelyn Waugh del Beefsteak, que se describió como una "pelea con los criados", o un altercado aún más extravagante que provocó que lo echaran del Savile Club: como no podía encontrar al portero, que tenía la llave de la vitrina donde estaban los cigarros, la destrozó a bastonazos. Pero afortunadamente yo estaba frente al Savile -todos acabábamos de bajar de un taxi- cuando Maurice Richardson tumbó a Henry Fairlie en la acera ("Chúpate esto, enano impúdico"), por decir que él "pertenecía a la generación más vieja". El taxista, obviamente un sujeto entrometido, denunció el episodio a la policía, alegando que un "violento altercado" había estallado frente al Savile Club. Por suerte la policía, por una asociación natural de ideas, partió para el Savage.

Maurice había llevado una vida errabunda, y había sido boxeador profesional, con una nariz rota para probarlo. John Davenport, en cambio, no había peleado profesionalmente pero era aún más fuerte y agresivo. La batalla más desesperada en la que participó fue en compañía del novelista Gerald Hanley, autor de The Consul at Sunset. Una noche de San Patricio se encontraron en una taberna de mala reputación (luego desaparecida) cerca del Royal Court Theatre, en Sloane Square. Era muy frecuentada por los irlandeses y, tras una imprudente observación donde John cuestionaba la moralidad de la Virgen María, los dos hombres tuvieron que luchar hombro con hombro para repeler lo que Davenport llamó "hordas de airados republicanos". Pero eso, en rigor, no era una bronca literaria.

El más famoso acto de agresión de Davenport consistió en poner al diminuto lord Maugham, entonces lord canciller, sobre el mostrador del Savile. Maugham dejó de ser lord canciller en septiembre de 1939, así que esto debió suceder antes de la guerra, cuando Davenport enseñaba en Stowe y echaba los cimientos estilísticos de la prosa de Colin Welch y Peregrine Worsthorne, entre otros. No sé a qué venía esa pelea, pues no figura en Lives of the Lord Chancellors, 1885-1940 de R. F. V. Heuton. Quizá se relacionara con los escritos de Somerset, hermano de Maugham, los cuales (por lo que recuerdo) John no aprobaba. Davenport tenía hombros anchísimos, bíceps poderosos y un pecho enorme, del cual salía, curiosamente, una voz aguda y chillona. Imaginemos la escena en la que el pasmado notable ("Túmbame si puedes") fue elevado al mostrador al son de las inmortales palabras: "Siéntate ahí, cerdo majadero"). A veces John atacó blancos menos dignos de su ira. John Raymond señaló una vez, con cierta complacencia: «Siempre digo que todos consiguen el Davenport que se merecen». Lamentablemente, poco después, se malquistó con el monstruo y recibió lo que él describió lastimeramente como un "contundente golpe en las napias".

Por curiosa coincidencia, inmediatamente después del almuerzo donde comentamos estos asuntos, dos de los presentes, un novelista y un periodista, conversaban en la acera. La esposa del periodista llegó para recoger al esposo y vio al novelista, con quien tenía un desacuerdo pendiente relacionado con un román á clef. El resultado fue que nuestro Tolstoi en ciernes recibió una contundente negativa allí y entonces. No fui testigo ocular, así que el relato puede ser exagerado. Pero algo es seguro: no será la última gresca literaria, gracias a Dios.

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