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Esperando el oráculo

El número especial del suplemento literario del Times sobre filosofía que se publicó la semana pasada me dejó intrigado, como de costumbre. «¿Para qué es la filosofía?» Yo le decía a A. J. Ayer: «Freddie, enséñame algo útil». A lo cual él respondía: «Es un requerimiento tonto. En verdad, tal como lo formulas, no tiene sentido». Los filósofos por quienes siento mayor gratitud me han ayudado de maneras no filosóficas. Karl Popper me enseñó el enfoque científico del descubrimiento de la verdad, lo más importante que he aprendido. E. H. Gombrich, uno de los pocos especialistas en estética dignos de leer, me hizo comprender el fundamento físico de nuestra visión del arte. Michael Oakshott me dio una visión intuitiva -no diría más- del saber político. Karl Rahner me explicó la razón por la cual Dios no sólo existe sino que debe existir. Pero estos asuntos no son de mayor interés para los filósofos académicos, la clase de gente que escribe en el suplemento literario del Times.

Claro, que siempre pueden enseñarnos un par de palabras nuevas, algo que siempre me interesa. Así Derek Parfit, preguntándose "¿Por qué existe el universo?", nos propone axiarchy, "axiarquía". La palabra no figura en el Shorter Oxford Dictionary, así que la deduje por mi cuenta: el gobierno de la verdad manifiesta. La Declaración de la Independencia es, como quien dice, una celebración de la axiarquía. Martha Nussbaum, escribiendo sobre la virtud, usaba "eudemonista", es decir, alguien que respalda un sistema ético cuya pauta moral es la tendencia de las acciones para promover la felicidad. No creo que utilice con frecuencia ninguna de ambas palabras, pero las deposito en mi banco de vocablos. Sir Peter Strawson, hablando de los "Ecos de Kant", es más servicial porque, como muchos académicos, nos enseña cómo no escribir. Veamos esta oración, que hizo cosquillear mi pluma de corrector: "Por último, aunque es verdad que sin un altísimo grado de regularidad causal careceríamos del mismísimo concepto de aquellos objetos relativamente persistentes que sostienen la unidad espaciotemporal del mundo, la argumentación a favor del reinado universal de la causalidad natural -el determinismo absoluto- no conduce a un resultado concluyente". Primero, elimino el "finalmente", pues todavía quedan ocho párrafos, la mayoría largos; luego, ese par de innecesarios e involuntariamente cómicos superlativos. "Espaciotemporal" es ocioso. Pero estas elisiones preliminares no nos llevan lejos: la oración sigue siendo abstrusa y tendría que reescribirse ab initio. Lo que quiere decir es que las leyes de la física son útiles pero no siempre funcionan.

Yo solía discutir con una alta y elegante filósofa, con quien participaba en un programa de televisión, que a menudo me recriminaba mi falta de rigor racional. «Mi pensamiento es complicado sólo según las reglas arbitrarias de su jerga académica, la cual no apruebo. Su "filosofía", como usted la llama, no es más que el juego de salón de un profesor.» «Pamplinas -replicaba ella-. Los filósofos usamos el mismo lenguaje que los demás, con la diferencia de que somos más cuidadosos y precisos.» «En tal caso, dado que el objeto del lenguaje es la comunicación, ¿por qué a menudo es tan difícil comprender lo que quieren decir?» «Eso es un defecto, no una invalidación.» Y así sucesivamente. Bertrand Russell era el único filósofo con quien me he cruzado que siempre se expresaba con claridad y, por eso mismo, uno podía cuestionar el mérito de sus conclusiones, que habitualmente eran erróneas. Pero aunque dijera algo que era verdad, una breve investigación de sus obras revelaba que también había afirmado lo contrario, en general poco tiempo antes. Nadie discutía que Russell tenía una mente poderosa, pero nadie que estuviera en sus cabales acudiría a él para pedirle consejo sobre algo que importara.

Y a fin de cuentas, ¿un filósofo no debería ser eso, una persona a quien uno acude en busca de sabiduría, un oráculo? Recientemente John Major comentó que deseaba que Adam Smith aún viviera para poder pedirle su opinión. Es dolorosamente manifiesto que Major y Lamont no saben qué hacer con la economía inglesa, así como el presidente Bush no sabe qué hacer con la de Estados Unidos. Si todos sumaran sus fuerzas y convocaran a un sínodo de economistas de Harvard, Oxford, Yale y Cambridge, no aprenderían más pero quedarían ensordecidos por la babel de voces conflictivas. Si creyeran, como yo, que la política económica es más una cuestión filosófica que técnica, y acudieran a Ouine y Strawson, Rawls, Dworkin, Dummett y, en desesperación, a la baronesa Warnock, todavía perderían el tiempo. (Aunque una transcripción de las respuestas, corregida sin piedad, sería un entretenido artículo periodístico dominical.)

En la India, aun hoy, los hombres sagrados se acuclillan en los altares, esperando que las gentes los consulten. En los barrios negros de Washington D.C. vemos letreros que dicen "asesoramiento", pero se refieren a la astrología. El último grito de la moda urbana consiste en que las autoridades locales adopten "asesores", pero esto parece ser una treta para contratar activistas de izquierdas que de lo contrario no tendrían empleo. El gurú genuino es una especie en extinción, al menos en Occidente. La gente viajaba cientos de kilómetros para llegar a Weimar y consultar a Goethe, a Monticello para consultar a Thomas Jefferson, a Chelase para consultar a Carlyle, a Conisten Lake para consultar a Ruskin o para hacerle preguntas a Edison en su porche; no hace mucho tiempo iban a I Tatti para buscar a Berenson o a Rapallo para hablar con Max Beerbohm. Todavía buscan a Harold Acton en La Pietra. Pero nadie en el mundo soñaría con cruzar la calle para consultar a un profesor de filosofía moderno.

¿Entonces para qué sirve la filosofía? Recuerdo que a fines de los años 40 yo miraba los ciervos del parque desde la verja de hierro de Magdalen. Me acompañaba el temible Gilbert Ryle, entonces director de Mind. Una silueta elegante pasó apresuradamente por el parque. «¿Sabes quién es?», preguntó Ryle. «No.» «Es A. J. Ayer. Pudo haber sido un gran filósofo. El sexo lo arruinó.» La silueta desapareció rápidamente, como si fuera a una cita muy esperada. Años después visité la casa de Ayer en Londres por un encargo periodístico. La puerta se abrió y me atendió una joven voluptuosa, con suéter y pantalones teñidos, algo inusitado en esos tiempos. Sorprendido por esta aparición, pregunté absurdamente: ¿«Hablo con la señora Ayer?» «Ojalá fuera así», respondió con una sonrisa. Al menos Freddie sabía para qué servía la filosofía -o la reputación de gran filósofo-, y si hubo una doctrina con la que nunca estuvo de acuerdo fue el amor platónico. Sin duda la filosofía también sirve para otras cosas. Pero hoy día parece incapaz de decirnos cómo vivir, o cómo morir.

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